Alfonso Lozano Ortega

1921 - 2023. Notas Autobiográficas

Voy a contar lo que ha sido mi vida de mi niñez hasta la fecha de hoy. Lo que ha sido mi vida, lo que he pasado, lo que he visto y lo que he hecho. Como cuando empecé en el colegio con esas cartillas en el que teníamos que repasar los puntos para componer una letra y unidas entre sí, una palabra. Porque mi existencia está marcada por eso, por palabras…

Colegio

Me llamo Alfonso Lozano Ortega, nací el 1 de octubre de 1921 en un cortijo de la Hoya de Cantoria. Los primeros años los dediqué a jugar con mis amigos, hasta que empecé la escuela con 7 años. Con la cartilla empecé a conocer las letras y los números, continuando con el libro de la enciclopedia Álvarez.  Aprendí a hacer sumas, restas, divisiones y multiplicaciones. Las tablas de multiplicar había que aprendérselas de memoria y si no el maestro te castigaba, bien con un palmetazo con una vara en la palma de cada mano, sentándote en tu asiento con ellas metidas debajo de los sobacos para amortiguar el dolor y alguna lagrimilla cara abajo, o te ponía de rodillas con un garbanzo debajo de cada pierna mirando para la pared. Si algún compañero se reía, probablemente correría la misma suerte. Después de sumar una y una son dos, después a restar que el que tiene dos y le quitan una, le queda otra, multiplicar, si tienes dos y lo multiplicas por dos tienes cuatro, y dividir seis entre tres, te dan dos.

Yo tuve varios maestros, unos se iban, y otros venían. El último y el que más recuerdo fue don José Jilés, natural de Granada. Cuando llegó yo iba más adelantado por eso empezó a echarme lecciones más avanzadas. Del grupo de este profesor, 5 destacábamos por encima del resto y si nuestros padres hubieran tenido medios económicos, habríamos continuado con los estudios superiores.

En el colegio estuve hasta los 14 años, y desde que tengo consciencia, cuando no estaba estudiando, estaba ayudando en casa y en el campo. Cuando contaba con unos 10 años me compraron veintitantas ovejas para guardarlas en un secano grande en el Cerrón de la Hoya. Me levantaba al romper el día, cogía mi morral con un trozo de pan, un poco de longaniza, un puñado de higos secos, una botella de agua, y una manta si era invierno y me iba con mi ganado.

Cuando era hora de la escuela mi madre ponía una bandera blanca en el tejado. Yo tenía que estar siempre al tanto mirando el momento para encerrar a los animales, cambiarme de ropa y marchar hacia la escuela. Allí estaba hasta las una, cuando volvía al cortijo a almorzar. Si era invierno sacaba el ganado hasta el anochecer, y si era verano me esperaba hasta el atardecer porque las ovejas con el sol no comían.

Juegos

En los ratos que mis quehaceres y obligaciones me dejaban, solía jugar con mi grupo de amigos de la cortijada y dependiendo de la estación del año, hacíamos una cosa u otra. Por ejemplo en los veranos nos encantaba bañarnos en las balsas que había debajo de Fines.

Por esa época me solía juntar con un mozo que era unos cuatro años mayor que yo y teníamos la costumbre de visitar asiduamente a un vecino, mozo viejo que vivía solo y era gran aficionado a la caza. El motivo principal de esta confianza era porque nos solía dar cosas para comer.

Un día fue de caza y trajo un conejo que se puso cocinarlo de inmediato en la chimenea del cortijo. La puerta de entrada se abría hacia la derecha y al estar abierta, tapaba la cocina donde estaba el hombre en sus quehaceres culinarios. Tenía la mala costumbre que al volver de caza dejaba la escopeta de dos cañones cargada y con dos cartuchos dentro en la misma entrada, en un rincón en un rincón a mano izquierda, habiendo a continuación dos sillas en las que nos sentamos ese día.

Mi amigo se levanta y montó los dos perrillos de la escopeta y me dijo que metiera el dedo en los gatillos y apretara. Yo sin saber lo que hacía fui obediente, metí los dedos y apreté. Mi amigo salió corriendo pero yo no pude, explotaron los dos tiros y del susto me quedé paralizado. Entonces vino el hombre de la cocina con la rasera en las manos amenazándome con matarme, yo me “jiñé”, de manera literal en los pantalones.

En esa zona había varios cortijos y al oír los tiros salieron todos a la calle para ver lo que había pasado, entre ellos mi madre, que al entrar en el cortijo vieron los dos agujeros que habían hecho las balas en el techo. Encima del susto que tenía, me cayó una buena paliza, y bien merecida que fue. Ni que decir tiene que allí se terminados estas dos amistades.

Familia

Yo tenía tres hermanos, dos mayores y uno menor. Al mayor le faltaba el brazo izquierdo a la altura del codo hacia abajo, era de nacimiento, pero no le impedía trabajar. Mi padre y mis hermanos se iban al campo a trabajar en la tierra, ponían vituallas, como tomates, pimientos, pepinos, lechugas, etc. Mi madre se encargaba de venderlas por los mercados de Albox, Macael y Cantoria, además de llevar a cocer el pan a los  hornos de la zona a cambio de una pieza. 

A mí me gustaba mucho acompañarla a vender a los mercados. Los días que tocaba Macael tenía que levantase a las dos de la mañana, llegando al romper el día. Cuatro horas de camino con la burra cargada y cuando lo vendía todo, emprendía la vuelta, llegando normalmente sobre las dos del mediodía. Apenas llegaba a tiempo para poder la mesa y después ni siesta ni nada, porque tenía a su cargo 5 hombres, y las faenas nunca terminaban, siendo yo el único que le aliviaba algo en sus quehaceres.

Por esto tenía que ayudarla a cuidar de mi hermano menor y otras tareas que me encomendaba, como fregar la artesa en la que había amasado, pelar patatas, echarles sal, moverlas y taparlas, para que a su vuelta, freírlas y hacer el almuerzo, además de barrer el cortijo, rociar el suelo que era de tierra.

Mientras tanto, por las noches mi padre y mis hermanos se entretenían trabajando el esparto, haciendo espuertas, sogas y esparteñas. Como no había dinero, todo lo teníamos que hacer nosotros.

Alfonso y sus tres hermanos en el parque de Andalucía.

República

Cuando se proclamó la república el 14 de abril de 1931 a las 12 horas pasaron los trenes con banderas republicanas en la locomotora y en las ventanillas. Entonces apenas había coches, y se veías uno al día era una suerte. Las comunicaciones eran muy malas, con caminos estrechos teniendo que cruzar por los lechos de los ríos y las ramblas, ya que apenas había puentes. Si llovía se embarrizaban haciendo imposible su tránsito a no ser que fueran por caballerías.

Para paliar este problema, el gobierno hizo en el Almanzora 7 puentes, en la rambla Pantorrillas, polígono de Albox, la Hojilla, la Palma, la Tota, Huítar y el de Purchena.

Este último como estaba en el río, la empresa que lo construyó hizo la promesa pidiéndole a San Ginés, santo patrón del lugar, que si no llovía durante el tiempo que duraran las obras, le harían una ermita en el cerro más alto del municipio. Durante este tiempo no calló ni una gota y se cumplió su promesa.

Mi padre trabajó con esta empresa de capataz y uno de mis hermanos estaba de aguador. Como no había todavía camiones, sino carros, carretas y carrillos de mano, se hacía el trabajo con un volquete y una mula, y lo demás a pico y pala.

En 1935, una vez que acabé el colegio ya con 14 años, mi padre vendió las ovejas y empecé a irme con ellos al campo a trabajar en lo que tocaba según la estación del año.

Uno de los puentes en cuya construcción participó mi padre y un hermano.

Ferrocarril

A finales del siglo XIX se abrió la línea de ferrocarril Loca-Baza-Águilas que construyeron los ingleses, por eso los puentes y las potanillas están tan bien construidos, porque debía soportar el peso de los trenes cargados con el mineral de las minas de Serón y de las de Alquife en el Marquesado del Zenete (comarca de Guadix). Los vagones eran de hierro y pesaba cada uno vacío 17.000 kilos y llenos unos 35.000 kilos, siendo 12 los que llevaba cada tren. A estas máquinas les decían los Yanquis porque eran fabricados en Estados Unidos.

Así estuvieron muchos años pasando cada mañana cinco Yanquis vacíos hacía Serón y luego de vuelta llenos hacia Águilas. Viene a mi mente un choque de trenes entre Fines y Cantoria, uno cargado de mineral que iba en dirección a la costa y otro de mercancías dirección a Granada con vagones llamados Bateas, que no tenían techo. El cargamento de ese día eran toneles de vino y el preciado líquido corría por las cunetas como riachuelos.

Un bagón llamado Bateas para el transporte de mercancías. Colección: Legado de Gustavo Gillman

Guerra

El 18 de julio del 36 estalló la guerra más criminal y fratricida de nuestra historia reciente, una lucha de amigos contra amigos, padres contra hijos, hermanos contra hermanos.

Casi toda Andalucía era de Franco, menos Almería, que junto a Murcia, Alicante, Madrid, Valencia, Cataluña eran republicanas. Por eso en nuestra zona empezó a escasear productos de primera necesidad provenientes de esa parte de nuestra comunidad, como el azúcar y el tabaco que se cultivaba en Granada, siendo el origen del Estraperlo.

Normalmente los hombres iban con mulos y burras a los pueblos y cortijos de la sierra a recoger el trigo, garbanzos, habichuelas, jabón para lavar, aceite, etc. que su libre distribución estaba prohibida. Luego eran las mujeres las que se encargaban de transportar estas mercancías por el ferrocarril.

Los municipales, los carabineros, la guardia civil lo perseguían y castigaban duramente. Si te pillaban te lo quitaban y suerte de que no te pegaran una paliza y te metieran en la cárcel. Un año mis padres tuvieron una cosecha de aceite muy grande, estando cinco meses recogiendo aceituna. Mi madre utilizó gran parte para cambiarlo por cosas de las que carecía, pero tenía que esconderlas porque como te lo pillaran, te lo quitaban ya que existía la obligación de declararlo todo. De lo que recogías, se llevaban la mitad. Estábamos en plena época de las cartillas de racionamiento que empezaron en 1937 y continuaron casi toda la posguerra.

En ese año el segundo de mis hermanos se llevó la novia y al poco se tuvo que marchar a la guerra. Los de mi quinta, que era del 42, que abarcaba todos los que nacieron a primeros de enero del 1921, se los llevaron al frente en el primer reemplazo y los que eran de la quinta del 43 se los llevaron en el segundo.

Vino un municipal y nos citó en el ayuntamiento de Cantoria para comunicarnos que teníamos la obligación de ir todos los días a hacer instrucción, para prepararnos para la lucha. Al siguiente día me nombraron monitor-instructor para enseñar a los demás. Los ejercicios no eran muy complicados. Empezamos y pronto nos dimos cuenta que se nos iba el día y no podíamos ayudar en nuestras casas con la falta que hacía. Por eso decidimos dejar de ir. A los pocos días teníamos a los carabineros con orden de detención. Nos encerraron en la cárcel del ayuntamiento.

A las cuatro de la tarde pasaba el tren dirección a Murcia y era el que utilizaban tantas mujeres buscándose la vida. Un día, el municipal requisó a una de ellas una cesta grande de huevos, se la llevó a donde estábamos detenidos y los frieron. Nosotros compramos pan y una arroba de vino, y con eso conseguimos que la instrucción se hiciera en la hoya donde vivíamos. A las 2 de la mañana os echaron para nuestra casa.

Por esa época nos juntamos varios amigos y uno de ellos sabía tocar el acordeón, empezamos a ir por los pueblos de alrededor como Partaloa, Olula, Líjar a tocar en los bailes y cobrábamos para el músico. Incluso llegamos a ir al Santuario del Saliente, al Santo Cristo de Bacares. A todos estos sitios teníamos que ir andando.

Rabia

En la época de la guerra se desató una epidemia de rabia entre los perros y había que andar con mucho cuidado de que no te mordieran por el peligro para la salud. A dos hermanos le mordieron y uno de ellos se le quedó la vista torcida a pesar de las muchas inyecciones que le pusieron. También mordieron a una china de cría que tenía un matrimonio en un chozón en la placeta de su cortijo. A partir de ese momento tuvieron que controlarla durante los 40 días que dura la cuarentena, pero no llegó a ese tiempo cuando los síntomas del contagio fueron muy evidentes. La ataron con una gran cadena a un paletón y la mataron a tiros.

Entonces fue cuando el ayuntamiento decidió tomar cartas en el asunto, ordenando a los municipales a echarles morcillas envenenadas a los que vieran sueltos por el pueblo. Uno de ellos le echaba la comida y otro los recogía muertos para enterrarlos. En los cortijos acababan con ellos a tiros o los colgaban. Un día un vecino mío estaba hablando con un municipal y otro que estaba detrás le pegó un tiro a su mascota que estaba junto a él. Le tenía mucho aprecio al animal y le costó una gran irritación. Cuando se fueron y vieron que pasaban de largo por mi cortijo, los llamó a voces para decirles que allí también había uno.

Yo tenía uno pequeñico escondido y cuando se pararon les dije que no, que no había ninguno. Mis padres en ese momento no estaban y me amenazaron con denunciar a mi padre. Con el miedo en el cuerpo por las amenazas le di a mi perrillo. Con la rabia en mi cuerpo, me subía la cámara donde tenía mi madre un mortero de picar trigo y se lo tiré por una ventana cuando pasaron por debajo. Cuando me vieron tirarlo, salieron corriendo y en un olivo que había más abajo lo colgaron con una cuerda. Desde mi ventana oía los chillidos y cuando se fueron bajé corriendo pero ya era tarde. Esto me costó ponerme malo.

Posguerra

La posguerra fue una etapa de división, donde los vencedores machacaron sin piedad a los vencidos. De las primeras órdenes que dio Franco que afectaba a toda la población que había estado bajo la bandera republicana, fue la de entregar todo el dinero emitido por la república. Al cambio no nos dieron nada, y sin dinero no se podía comprar, y sin comprar no se podía cultivar, y sin cultivar no se podía comer. Aquello fue peor que los tres años de contienda, fue una guerra silenciosa por la supervivencia, por no morir de hambre. Una cruel venganza que se ejecutó condenando al pueblo a la miseria más absoluta.

Un billete de 50 ctmos emitido por la República.

Emigración

Dos veces tuve que dejar mi tierra para buscar un mejor futuro y las dos volví al poco tiempo. La primera fue a Reus con mi padre, que tenía allí a un hermano y lo avisó de que se fuera que tenía trabajo con un Payés en la agricultura. Contaba yo con 19 años y corría el año 1939.

Mi tía hacía la comida para comer todos juntos, nos lavaba la ropa y dormíamos en su casa aunque fuera en el suelo. Al final de mes cuando cobramos, le tuvimos que dar casi los dos sueldos a ella en pago a su “hospitalidad”. En esa tesitura pasamos unos meses más, sin conseguir una miserable peseta para mandar a mi madre, por lo que por necesidad, tanto nuestra, como de mi familia, tuvimos que volver.

La segunda vez ya fui solo, en 1959, que después de una gran sequía se secaron las fuentes que surtían las tierras que trabajábamos en régimen de aparcería. Devolvimos la finca a su dueño y me fui a Alemania. El 1 de octubre, día de mi cumpleaños me fui en el tren correo que iba de Granada a Barcelona. En esta última ciudad dormí y a otra mañana salí en un autocar de 65 pasajeros en un viaje que duró dos días. Llegamos a nuestro destino a las 2 de la mañana. El chófer nos dejó en un descampado que sólo se veían unas luces a lo lejos. Al poco tiempo llegó a recogernos un amigo de un compañero de viaje y nos llevó a un edificio que en la II guerra mundial había servido de cárcel y que en ese momento se destinaba a hospedar a emigrantes recién llegados.

Este amigo habló con el jefe y le dijo que no había sitio, salió a donde estábamos nosotros, que era un porche y nos comentó que nos fuésemos de allí que estaba completo. Entonces salió un español y nos preguntó que si llevábamos alguna botella de Brandy, que al dueño le gustaba mucho esta bebida española. Por suerte si llevábamos y se la dimos. Nos dejó pasar la noche en el local donde dormimos como pudimos en el suelo. El principio del viaje no podía ser más desastroso y algunos de los españoles que allí estábamos querían volver a nuestro país de inmediato.

A la mañana siguiente fuimos camino de la policía, que era lo que teníamos que hacer para presentar nuestro pasaporte y registrar nuestros datos. Realizando esta tarea de documentación, nos dijeron que en una fábrica de chocolates Estorbes que se encontraba cerca, estaban contratando a trabajadores y allí que nos fuimos. Del alemán ni una palabra, sólo con el papel que nos dieron en comisaría encontramos el lugar. Un guarda que estaba custodiando la puerta nos pasó a oficina, cogieron nuestros datos y nos enviaron a una clínica donde nos hicieron un reconocimiento médico integral que fue positivo para todos, ofreciéndonos entrar a trabajar de inmediato.

A través de un intérprete nos dijeron que la comida del medio día la daba la fábrica por unos 45 pfennig, que equivalía a unos 45 céntimos y aceptamos encantados. Nos distribuyeron por las diferentes naves que tenía la industria y a mí me tocó una que sólo había mujeres. Me dieron una bata blanca y un gorro del mismo color, una llave de una garita para meter mis cosas y me puse a trabajar y todo hay que decirlo, mis compañeras me trataron estupendamente. Así estuve un tiempo hasta que recibí un telegrama que me pusiera de camino que mi madre estaba muy grave. No esperé ni a traerme los papeles, llegando a últimos de noviembre. Antes de navidades ya había fallecido En principio me vine con la idea de volver, pero como antes de irme a Alemania había apalabrado un pequeño secano con un cortijo, una parcela con 5 celemines de tierra y unos paratos con unos árboles que me costaron unas 42.500 pesetas y como traje dinero para pagarlos pues ya no me fui más.

Más de 600.000 españoles emigraron a Alemania en la década de los años 60.

Señorito

Al volver de nuestra primera aventura migratoria, el propietario de una finca nos propuso cogerla en régimen de aparcería y aceptamos. Comenzamos de inmediato a trabajar en las nuevas tierras toda la familia. Como todos los principios, nos costó mucho porque estaba abandonada. El cortijo necesitaba animales de corral, y caballerías para labrar y sembrar. Con nuestra burra y la que nos dejó el dueño nos íbamos apañando. Esta propiedad tenía la suerte de contar con 29 horas de agua en propiedad de la fuente del pago que se llamaba la Punchona.

El cortijo estaba en medio de cerros rodeados de cuatro barrancos y en el camino vecinal de Lorca a Baza, esto a mano izquierda y a mano derecha Fines. El ferrocarril estaba a 20 metros del cortijo, por eso cuando pasaba el Yanqui cargado de mineral temblaba todo el cortijo.

Padre

Pero como dicen que las desgracias no vienen solas, a mi familia le sobrevino una de las peores, el fallecimiento de mi padre a la edad de 50 años el día de san Pedro de 1940. Para mí y mi familia el mundo se nos vino abajo, nos faltaba el cabeza de familia que bajo su cobijo íbamos tirando y sobreviviendo que no era nada fácil. Y aunque sea duro, la vida sigue, el trabajo no espera y quedábamos 4 en la casa. Además, al dolor se unió el tiempo que había que llevar luto riguroso, sin tan siquiera poder ir al cine y mucho menos a los bailes, fiestas y celebraciones. Sólo nos quedaba trabajar y trabajar.

Servicio Militar

En estas tesituras andaba hasta que un día de 1942 cuando contaba con 21 años, llega el municipal al cortijo con una citación del ayuntamiento para medirnos a los de mi quinta.

Una vez que nos tomaron la altura, solicité al secretario del ayuntamiento una prórroga por la situación familiar, mi madre viuda, mi hermano mayor inválido porque le faltaba un brazo y oficialmente no podía trabajar, el segundo ya vivía en su casa con su nueva familia y el pequeño era menor de edad. A los pocos días recibimos la contestación de la comandancia que me daban 18 meses de prórroga, justo los que le faltaban a mi hermano menor para su mayoría de edad.

Al finalizar la misma me incorporé al servicio militar, pero antes ya me había echado una novia. En la comandancia me notificaron que me había tocado Almería. Cuando entregué los papeles en el cuartel de destino, me comunicaron que me había tocado el segundo batallón de los tres que había, que se componía a su vez de cuatro compañías de infantería y una de ametralladoras con una sección de morteros.

Al comenzar, en la oficina me entregaron un pantalón, una guerrera, unas botas, un gorro, un fusil y unas cartucheras llenas de cartuchos. La ropa se me quedaba tan grande que cogían dos Alfonsos. Ni que decir tiene que fueron unos años muy duros, sobre todo al principio, que no tenía amigos y nunca había estado fuera del lado de mis padres, era como una gallina en corral ajeno. No me da ninguna vergüenza decirlo, que lloré mucho por esta desagradable situación impuesta.

Cada batallón estaba un mes en el cuartel de en Almería y dos meses en el campamento de Viator. Yo ingresé en Almería porque mi batallón estaba allí y al mes me trasladé a Viator. El trayecto de unos 6 kilómetros lo hicimos andando con todas nuestras pertenencias a cuestas.

La rutina del campamento comenzaba bien entrada la mañana en una terrera grande que había cerca. Empezábamos con las prácticas de tiro sobre unas dianas.  El capitán de mi compañía me llamó un día a su oficina y me propuso hacer yo los blancos, que era el nombre que recibían. Acepté y me proporcionaron una habitación con los cuadros, papel, unas vasijas, unas brochas y un vale para que fuera al economato a por harina de trigo.

Cuando lo tuve todo, empecé de inmediato a trabajar porque corría prisa la labor encomendada. Lo primero era cortar de unos rollos de fuerte papel unos cuadros de la misma medida que la madera, con la harina y agua hacía una masa para pegar el papel a su base. Después con pintura negra pintaba un triángulo negro que era la diana para los tiros. De tanto tiro había que reponer el papel todos los días.

Estos entrenamientos eran por temporadas, volviendo a la compañía cuando finalizaban. Cada tres meses nos tocaba un día en cocina, ayudando a los cocineros a hacer la comida que se hacían en unas hoyas de un metro de altura. Allí se echaban los sacos enteros de garbanzos y habichuelas y era normal que vinieran picadas, incluso con gusanos por dentro que parecían garrapatas. Y luego había que comérselas a pesar de estar viendo en el plato esos bichitos negros. Era hambre pura lo que había y no había que andar con muchos remilgos.

Al poco de llegar a Viator, dos compañeros, que eran de Cóbdar y Chercos se habían ido a sus pueblos en su primer permiso que era de sábado a lunes andando. La combinación era muy mala y la única Alsina que pasaba por allí, era difícil conseguir los billetes. Un día me dijeron que el fin de semana próximo tenían un nuevo permiso y como yo también lo tenía, me animé a venir a Cantoria andando con ellos. No tenía ni idea de la distancia que había.

Salimos un viernes a las 10 de la noche y al pasar por Viator nos encontramos con muchos parrales de uva de embarque al lado del camino. Como llevábamos hambre y aprovechando la oscuridad de la noche, cogimos unos racimos, pero parece que el señor nos castigó y al poco nos entró unas diarreas para morirnos. A cada momento teníamos que parar, y no nos daba tiempo de salirnos de la carretera y bajarnos los pantalones. No tardamos cuenta que la uva la habían curado con azufre, pero ya era tarde, el mal estaba hecho. En esta situación pasamos una noche malísima y a duras penas pudimos llegar a Cóbdar.

De allí a mi casa me quedaban 20 km y los pies los traía hinchados. Me quite las botas y con los cordones atados me las eché al hombro. Con un pañuelo que llevaba en el bolsillo, lo partí en dos y me los puse en los pies. No estaba acostumbrado a andar tanto y encima con el cuerpo descompuesto. Llegué a mi casa el sábado a las 4 de la tarde y bien que me sirvió de escarmiento para no hacerlo más.

Descansé lo que pude y al día siguiente me prepararé para volver al campamento, no sin antes pasarme a ver a mi novia para cortar con ella. No era para menos, ya que en mi ausencia se veía con unos y con otros. Le devolví las cartas y borrón y cuenta nueva.

El lunes bien temprano cogí la Alsina que le decían la Parrala y me fui al campamento a la rutina de la mili, hasta que un día me llama el Capitán a su despacho y me pregunta que si hay esparto en Cantoria. Le contesté que sí y me dijo que me iba a dar un permiso de sábado a lunes para que le trajera un haz para hacer esparteñas para los soldados, ya que cuando estábamos en Almería llevábamos botas pero en el campamento de Viator llevábamos ese tipo de calzado.

Aunque Franco licenció a las quintas que estuvieron en la guerra, tuvo que volver a llamarlas cuando su cuñado estuvo a punto de firmar el acuerdo para entrar en la II guerra mundial para ayudar a Hitler. Por eso nos llegamos a juntar 7 quintas en el campamento, llegando a estar como los pelos de la cabeza.

Los pabellones eran naves grandes con ventanales enormes, con más agujeros que un colador por donde se colaba el aire de poniente tan malo que  hacía en Almería. Pasamos unos inviernos malísimos con mucho frío y el hambre que no nos abandonaba. Tampoco había cuartos de baño y para nuestras necesidades teníamos que salir a unos descampados cercanos. Como es natural, estaban plagados de suciedad y excrementos. Gracias a los agricultores de Viator que iban todos los días a recoger la mierda seca para abono en sus tierras. Para la cama, nos dieron dos bancos con cuatro patas cada uno, los poníamos uno enfrente de otro y le echábamos unas 5 tablas encima de 20 cm cada una, haciendo una cama de 1 metro. Con eso y con una triste manta teníamos que pasar las noches, sin tan siquiera una triste almohada.

En Viator había mujeres que te lavaban la ropa a cambio de dinero, pero a pesar de eso, te encontrabas piojos y liendres en los dobleces de la ropa, sobre todo en el cuello y las mangas, y poco se podía hacer con tantísimos hombres de tantas quintas que allí estábamos.

Cuando no teníamos servicio cogíamos la Parrala y nos íbamos a Almería a pasar el día. Un día nos fuimos 4 de Cantoria y quedamos con 3 compañeros de la capital en un bar que había cerca de la parada. Ese día sólo había dos hombres en una mesa y debajo de esta un gallo. Nos sentamos al lado y pedimos una botella de vino y algo para comer. Al rato se fueron los hombres y se dejaron al animal.

Uno de mis paisanos que le decían el Judas nos dijo que pagáramos la cuenta que él se llevaba el gallo y nos esperaba en la puerta de la plaza de toros. Se metió el animal debajo de la guerrera y salió con mucho disimulo del establecimiento. Nosotros después de pagar nos fuimos directos al lugar de encuentro y allí nos estaba esperando. Decidimos irnos a la Puerta de Purchena a una taberna que conocían los amigos de Almería y le pedimos que si nos lo podía preparar. El dueño dijo que si, que como lo queríamos a lo que les respondimos que frito. Acordamos que estaría preparado a las 7 de la tarde.

Mientras tanto dimos una vuelta por el centro para hacer tiempo. Al volver, el tabernero nos comentó que habían estado unos gallineros preguntando por un gallo que se habían dejado en el bar de la parada de la Parrala y unos soldados se lo habían llevado. Al responder afirmativamente, le preguntaron a qué hora iban a venir a comérselo para venir a hablar con ellos.

A las 7 en punto estábamos degustando el maravilloso manjar regado con dos botellas de vino, cuando se acercó el dueño avisando de que los gallineros estaban fuera. Le dijimos que pasasen y que se sentasen con nosotros, invitándolos a que se unieran en la comida. Así pasamos un buen rato en armonía con buena gente y al final, quisieron participar en la cuenta a lo que nos negamos rotundamente.

Ya en el campamento, un amigo de Fines me comentó que el Teniente Coronel estaba buscando un asistente para atender a su mujer y me propuso para el puesto, siempre y cuando la señora diera el visto bueno, y vaya si lo dio. Mis tareas eran en ir por las mañanas al economato a por el pan del teniente, ir a la plaza los sábados a por un kilo de cebo para otro día irse a pescar con sus amigos, limpiarle las botas y acompañar a su mujer a pasear.

Conforme iba pasando el tiempo y esta mujer iba tomando confianza y veía cosas que me podían comprometer, como por ejemplo que se ponía ropa muy transparente y corta, por encima de la rodilla. Cuando me ponía a limpiar las botas del teniente se sentaba delante, me las quitaba y se las ponía, acto seguido ponía su pierna encima de mi rodilla para que se la limpiase, con la ropa tan corta que era tan evidente que me estaba provocando. Cuando salíamos de paseo se arreglaba en exceso, incluso con demasiadas transparencias. Cuando me preguntaba que si se transparentaba mucho le respondía que como si no llevara nada. Le gustaba ir al puerto y a sitios donde podíamos estar solos, y yo muerto de miedo y mirando hacia atrás cada dos por tres, por si venía su marido espiándonos.

Tenía que ser fuerte y no caer en la tentación porque me buscaba la ruina. Me jugaba demasiado, y poco me importaba que pensara que podría ser gay si lo que peligraba era mi pellejo.

Después de licenciarme mantuvimos un tiempo la relación, incluso llegó el matrimonio a visitar mi casa por vacaciones. El Teniente Coronel se portó bien conmigo el tiempo que estuve de asistente, aunque si tengo algo que reprocharle es que me metiera en una saca de un contingente de 500 soldados que desde Almería tenía que llegar a la frontera con Francia, para formar parte de la retaguardia de las fuerzas que se encargaban de su control, ante el miedo del jefe del Estado de que se organizara un ejército de republicanos que se encontraban en los campos de concentración franceses, en el sur de ese país.

Una misión que fue toda una odisea desde el mismo momento de partir. Nos embarcaron en un viejo barco que venía de recoger soldados de Málaga y que iba escoltado por dos fragatas de guerra. Íbamos muy despacio, creo que tenía que ser por la antigüedad que tenía. Llegamos el domingo al puerto de Rosas, en Gerona. Cuando íbamos llegando nos dieron la orden de vaciar por la borda el contenido de las colchonetas donde dormíamos, que no era otra cosa que paja. Imaginaros como se pusieron las aguas del puerto que parecía un manto dorado. Desde allí nos trasladaron en camiones al edificio de un cine de la población de La Escala, para dar comienzo con nuestro cometido.

Por las mañanas hacíamos la instrucción y después de comer ya no teníamos nada que hacer y cómo la playa estaba muy cerca, un día me fui a pegar un baño a un lugar con unas rocas muy grandes para poder tirarme al agua de cabeza. Me fui solo, me quité la ropa y comencé a nadar a pesar del viento de la tramontana. Eso hizo que me fuera metiendo hacia dentro, y cuando me di cuenta de lo lejos que estaba, intenté nadar hacia costa. Tenía los elementos en mi contra, lo que me costó horrores volver con el miedo calándome los huesos. Sin duda fue uno de los peores días de mi vida. 

En ese pueblo estuve varios meses lo que dio tiempo a hacer algún amigo, como el Cabo Furriel que era el encargado de ir al campamento de Ampurias a suministrar comida para la compañía. Me ofreció acompañarle en varias ocasiones para ayudarle a cargar la mercancía y por la noche, cuando todo el mundo dormía, nos prepararnos un chocolate bien caliente en la cocina y después a la cama. Así estuve hasta que me licenciaron en 1946 después de 42 meses de mili, que se dice pronto.

Si la ida fue mala, la vuelta no existen palabras para describirla. Nos metieron en tren de mercancías que transportaba ganado. Cabras, burros y caballos fueron nuestros compañeros de viaje. Lógicamente hacían sus necesidades allí mismo generando un hedor insoportable. A la hora de dormir teníamos que buscar un sitio seco de orín y sin manta ni nada que nos abrigara.

Cuando llegábamos a alguna estación, muchas veces estacionábamos en la vía muerta para dejar paso a otros trenes que tenían preferencia. Ese tiempo lo aprovechábamos para acercarnos a las huertas cercanas para coger frutas y verduras, ya que era hambre pura lo que llevábamos y sin una peseta en los bolsillos. Incluso alguna buena mujer al vernos en tal situación, nos daba algo de lo que llevaba. Cuando el tren volvía a salir, el maquinista que conocía nuestra situación, hacía sonar la sirena del tren durante un periodo largo de tiempo para avisarnos.

Al llegar a Alcantarilla tuve que hacer transbordo y coger el correo que iba de Lorca a Baza y que pasaba por Cantoria. Tuve la suerte de coincidir con un compañero de mi quinta de Cantoria que volvía de Rusia donde había sido integrante de la División Azul, narrándome con todo lujo de detalles el destino de nuestro ejército por esas tierras, que no fueron nada bueno.

Y por fin llegué a mi cortijo, donde el tiempo parecía haberse detenido y el mismo trabajo que me dejé, me estaba esperando, aunque el dueño de la finca había comprado un par de vacas para la labranza que mejoró mucho nuestro trabajo. También me hice cargo de la tarea de los mercados que hacía mi madre ya que era hora que descansara por su edad.

Boda

Era la ley de vida que mis hermanos se echaran novia, incluso yo mismo y que por esa misma ley quisiéramos formar nuestra propia familia. El menor se casó en los Cerricos y allí se fue a vivir, el mayor se vino con la suya a nuestro cortijo donde estaba mi madre. Yo le llevaba a la mía 10 años, casi una chiquilla todavía pero a los 3 años decidimos casarnos. Mi madre cobraba una pequeña pensión y decidió comprarse una casica en Cantoria y trasladarse allí. Ella se iba apañado con su paga y con lo que le ayudábamos los hijos y así pasó el resto de su vejez con un más que merecido descanso. Mi hermano mayor también se vino al pueblo a una casa que hacía algún tiempo le habíamos comprado a mi abuela y estaba cerrada.

Por eso tomé la decisión de hablar con el dueño de la finca y le mostré mi interés de continuar con ella en las mismas condiciones que había negociado mi padre en su momento. A ese respecto no hubo problema, pero necesitaba tenerlo todo atado y bien atado para dar el siguiente paso, que era el de organizar mi boda no sin antes hablar con mi suegro para pedir la mano de su hija.

Como manda la tradición, se procedió a hacer la pedida formal, acordándose que la fecha del enlace sería el 17 de diciembre de 1949. Inmediatamente comenzamos con los preparativos de la celebración y el refresco de después, que como marca la costumbre, debía de ser en la casa de la novia. Encargamos garbanzos tostados, alcahuetes, dulces, anís, vino y dos corderos asados que compramos a un vecino.

Fue una buena boda, nos regalaron de todo para la casa y algún dinerillo, poco, porque no había, pero algo pillamos. Unas 600 pesetas que nos vino muy bien para comprar una burra que tanta falta nos hacía y nos sobró 100 para empezar nuestra nueva vida.

Alfonso y su mujer Eloisa el día de su boda.

Alfonso con la familia de su mujer en la celebración de una boda familiar. 

Matrimonio

Ya junto con mi mujer empezamos la vida en común centrados en las tareas del campo. El trigo era un cereal que había que sembrar antes de la Feria de Cantoria, continuábamos con la recogida de la oliva, que se hacía a mano y una por una ya que no había fardos para ponerlos debajo de los olivos. El primer año nos ayudaron mi madre y mi hermano a coger los 100 olivos que tenía. Mi mujer también cogía a ratos, ya que ella tenía que escabillar con una pequeña azada el trigo para quitar las malas hiervas. Del aceite teníamos que hacer varias partes, la mitad para el dueño, el resto para nosotros, mi madre, mi hermano y a Franco. En la posguerra había que declarar el trigo y el aceite entre otras cosas, y sobre lo que declarabas te quitaban la mayoría. Por eso declarábamos muy poco con el peligro que esto conllevaba, sobre todo cuando se estaba moliendo que era donde se recibían las inspecciones por parte de la guardia civil, que aparte de la multa se quedaban con todo. Demasiado tiempo pasando frio y penurias para que a duras penas sacarle el sustento a la tierra para que luego se lo lleve un ladrón.

En la primavera y el verano se cuidaba de las hortalizas para hacer los mercados, se segaba el trigo y se trillaba, luego se recogía la paja, se llevaba el grano al molino para hacer harina, se amasaba y se llevaba al horno. Cuanto trabajo para comerte un trozo de pan o una cucharada de migas.

En el cortijo teníamos tres dormitorios, retirábamos las camas y como el suelo era de tierra prensada, hacíamos un hoyo y enterrábamos las tinajas de barro llenas de aceite, las tapábamos y volvíamos a pisar la tierra y por allí parecía que no había pasado nadie.

Muchas veces labrando se me rompían las esparteñas y seguía mi tarea descalzo, teniendo por la noche que hacerme otras para el día siguiente.

Alfonso con sus hermano Juan, su cuñada Fefa, Su cuñado Joaquín, su sobrino Diego y su hijo.

Molienda

Como había tanta hambre las almazaras y los molinos hacían la vista gorda. A la guardia civil se les regalaba aceite y harina de vez en cuando para que les dejasen trabajar, lo mismo con el delegado que venía de Almería, que antes avisaba de su visita.

Un día me enteré que en Fines había un molino conocido como los Rumardos que tenía muy buenas relaciones con la guardia civil del cuartel de Olula, de la que dependía el pueblo vecino. Esta industria se situaba en un barranco enfrente del pueblo, a la otra orilla del rio y que lo gestionaban un padre y cuatro hijos ya mayores. Eran muchos los kilos de harina, litros de vino y comilonas que el molinero destinaba a “engordar” a los cuerpos de seguridad del estado. Allí nos dirigimos mi tío y yo, el con una fanega y yo con dos, que pesaban 84 kilos. Cuando llegamos había unas 10 personas haciendo cola esperando su turno de molienda, por eso descargamos los costales y los pusimos detrás del último y nosotros nos fuimos a sentarnos en una sombra ya que era verano y el sol calentaba mucho.

Al poco de estar allí, oímos tiros cerca de nosotros y no sabíamos lo que sucedía, pero al poco llegaron dos guardias, uno se quedó donde estábamos nosotros y él que iba de jefecillo entró al molino donde estaba el hijo mayor del dueño moliendo. De inmediato le dio orden de que parase, pero como estos eran amigos, se pensaba que estaba de broma y no le hizo caso. Cuando el guardia cogió el fusil, metió las balas para disparar y el molinero viendo que de bromas pocas, le arreó un puñetazo en todo el estómago, cayendo al suelo en el acto. Cuando se recuperó salió a la calle y le dijo al compañero que se pusiera en posición de fuego, ordenando a los Rumardos que sacaban una báscula para pesar todos los costales. Unos de los hijos pudo escapar cogiendo un coche y se fue a Olula para traerse al cura, que en esos momentos de la historia, tenían más poder que la policía.

Cuando llegaron, se fueron a un apartado, el molinero, la guardia civil y el cura. Estuvieron como una hora y el guardia civil agredido no se vino a buenas, a lo que el cura le amenazó que esa aptitud le iba a salir cara.

Lo que realmente pasó es que los guardias civiles estaban de servicio en Fines y sintieron unos tiros por donde estaba el molino y fueron a denunciarlos y se encontraron que eran dos de los Rumardos con un primo policía que había venido de Madrid que estaban tirando al Blanco. El guardia que hacía de jefecillo tenía la fama de malaje y al no poder desfogar con ellos, intentó hacerlo con el hermano que estaba moliendo. Al final todos los que estábamos allí se nos requisó toda la mercancía, que fue un robo en toda regla.

El trigo se lo llevaron a un almacén de Cantoria, ya que el delegado era hijo de esta nuestra villa. Luego nos enteramos que el Cura hizo que le quitaran la ropa de guardia civil y al poco murió de cáncer.

Ruinas de lo que fue el molino de los Rumardos. Una impresionante industria que contaba con tres cubos que eran alimentados con el agua que se recogía del rio un kilómetro más arriba. Colección: Decarrillo

Hijos

Cuando realizábamos las tareas propias del campo, teníamos que estar también al cuidado de nuestro hijos pequeños, que cuando no andaban lo solíamos tener en una espuerta bien tapados con una manta para que no pasase frío.

Pero un día, cuando mi hijo contaba con tres años, estaba jugando en la placeta del cortijo lo escuchamos gritar, salimos en el acto mi mujer y yo y lo vimos en el suelo que no podía andar porque se había retorcido un pie. Había una mujer en Almanzora que arreglaba esas cosas, pero teníamos el problema de que no teníamos ni siquiera una burra para poder ir, y nos pillaba a más de 10 kilómetros del cortijo. Por eso no me lo pensé y me eché al cuello y eso que pesaba 15 kilos.

Con mucho esfuerzo conseguí llegar a su casa, toque a la puerta y salió el marido que corriendo cogió el niño de mi cuello. El hombre se excusó porque su mujer no podría verlo ya que se encontraba mala. Y no terminó de decir la última palabra cuando se escuchó una voz de dentro de la vivienda invitándonos a pasar. Le arregló el pie, le pagué y nos fuimos a la estación donde al poco rato pasó el correo dirección a Cantoria. Nos bajamos allí y me volví a poner a mi hijo al cuello y nos fuimos al cortijo. Lo pase fatal pero mi hijo se curó.

Cuando tenía 5 años se volvió a poner malo, con unas décimas de fiebre y sin ganas de comer. Bajamos a Cantoria a ver un nuevo médico especialista en niños que recién se había instalado y tras hacerle un completo reconocimiento, nos dijo que tenía reuma en el corazón. Le recetó la medicación que necesitaba y con las indicaciones de que lo acostara y que no se moviera. Imaginaros impedir que un peque de esa edad no se mueva, eso es tarea de titanes.

Por nuestro quehaceres en la finca había momentos que no podíamos controlarlo, por eso decidí llevarlo a Almería que lo viera don Carlos Palanca, uno de los mejores especialistas en corazón. Antes no había seguros, existían las igualadas  y nosotros la teníamos con un médico del pueblo que le pagábamos tres celemines de trigo al año, el barbero que iba una vez a la semana por los cortijos, costaba lo mismo que el médico. Los medicamentos había que pagarlos íntegramente.

Por ese motivo el problema que se nos presentaba era que necesitábamos dinero y no teníamos ni un céntimo ya que acabábamos de comprar la casa. Fue gracias a unos ahorros que me dejó mi madre que pudimos hacer el viaje. Este médico le hizo algunas pruebas y dictaminó que no era problema del corazón, como el médico de Cantoria había diagnosticado, sino una mancha en el pulmón derecho. Para poder curarlo había que quitarle todos los dientes de leche, ponerle tres clases de inyecciones, algunos medicamentos, tomarle la temperatura tres veces al día, y las fuera anotando en una hoja para llevárselas en la siguiente visita.

Le comenté que vivíamos en un cortijo a una distancia considerable del pueblo, y que no conocíamos a nadie que pusiera inyecciones, entonces el médico le bajó los pantalones y le señaló donde se las tenía que poner y como debía de prepararlas. Imaginaros el miedo que yo tenía a eso, sobre todo a hacerle daño al crio y ponérselas donde no fuera, pero me las tuve que apañar y ser valiente.

Después de esa primera consulta nos fuimos al dentista y nos dijo que sólo le podía sacar una, porque los dientes de leche son muy peligrosos extraerlos. Les mandó unos medicamentes y me dio cita para al mismo día que la teníamos con el especialista. Fuimos a la farmacia y lo compramos todo lo recetado por ambos facultativos. Entre unas cosas y otras, eran las cuatro de la tarde y sin ni siquiera desayunar. La Alsina salía a las cuatro y media, compramos rápido el billete y como llevábamos comida, picamos algo en el mismo autobús. Llegamos a Cantoria ya puesto el sol.

A la otra mañana había que empezar con el tratamiento, ponerle el termómetro, los medicamentos y las inyecciones, dos por la mañana y una por la tarde. Me puse a arreglar las inyecciones y el crio a llorar, cuanto más lloraba más nervioso me ponía. Cuando fui a pincharle con la primera, esta se me cayó al suelo, la desinfecté y se la puse. Como vio que no le hice daño, paró de llorar y me anime a ponerle la siguiente.

Y así nos tiramos 3 años hasta que una madrugada a las cinco de la mañana, el niño que dormía en una cuna junto a nuestra cama, resollaba muy fuerte y al encender el candil que era la única luz que teníamos, vimos que la almohada estaba empapada en sangre. La estaba expulsando por la nariz, y al tapársela, la echaba por la boca. El termómetro marcaba cuarenta de fiebre. Cogí vinagre con la mano y se la ponía al niño en la nariz y con eso logramos cortarsela.

Me fui corriendo a Cantoria a por el médico, con una mañana de aire de poniente terrible, dejando a mi mujer al cuidado del niño. Llegué a su casa pero no me pudo atender porque estaba malo. No sabía qué hacer, pero me acordé que había un médico muy bueno en Albanchez, y sin pensármelo dos veces, fui en su busca. Cuando llegué a la consulta estaba llena de gente, pero me dejaron pasar al contarle la gravedad del caso. El médico me pidió que le contara con todo lujo de detalles lo que le pasaba. Me dio unas recetas para la farmacia de ese pueblo y me comentó que cuando estuviera mejor que lo llevara para hacerle una placa. Le comenté que no llevaba nada para pagarle ni para las medicinas, a lo que me contestó que me daría un papel para poder retirarlos sin que me cobraran y que empezara a dárselos inmediatamente y que me tranquilizase que ya vería como mejoraba.

En la farmacia no me pusieron ningún problema, al contrario, todas las facilidades del mundo. Cogí de nuevo el camino y llegué al cortijo casi a las 5 de la tarde, sin comer nada y con una preocupación muy grande. Al crío me lo encontré igual, mi mujer estaba más viva que muerta del disgusto que tenía porque pensaba que me había pasado algo. Le di los medicamentos y al momento se quedó dormido. Aprovechamos para comer algo y al poco me asomé y lo vi que estaba bañado en sudor. Volvía a la mesa y al rato me asomé de nuevo, y ya estaba despierto, le tomé la temperatura y ya no tenía fiebre.

Cogí el niño, lo monté en la burra y nos fuimos a Albanchez. Allí le pusieron la placa y me dijo lo mismo que el médico de Almería, pero que lo podía curar el sin necesidad de pegarse los costosos viajes a la capital y así lo hicimos. Le pagué la visita anterior, y nos fuimos a la farmacia a pagar lo que le debía y sobre todo agradecerle el enorme favor que nos había hecho de darnos las medicinas fiadas.

Poco a poco se fue curando, y de esa mancha del pulmón no quedó ni rastro.

En 1966, 16 años después que el primero, llegó a este mundo mi hija que por suerte no tuvo problemas de salud, bendiciendo mi casa hasta el día de hoy.

Mi mujer y mi hijo el día de su primera comunión. Colección: Decarrillo

Hogar

Bien lo sabe Dios que no soy agonioso, pero cuando me casé con mi mujer le dije que me gustaría tener una casa propia para vivir y media fanega de tierra para que me diera alimento. Un día mi mujer se enteró que Flor la Tarima vendía una casa. Sin esperar mucho, fui en su busca que me comentó que era una propiedad de un familiar. Fuimos a ver al dueño y me dijo el precio que le había puesto. Le comenté que en ese momento no tenía ese dinero a lo que me respondió que me daba facilidades. Llegamos a un acuerdo y cuando me criaron las ovejas que tenía pude pagar el resto de la deuda. De esto hace ya 64 años. En el cortijo estuve 20 años, 10 con mi madre y 10 con mi mujer, y cuando lo cogimos, las tierras estaban abandonadas y cuando lo dejé estaba en plena producción.

En 1970 tiré la casa para hacerla nueva, asique antes de entrar a trabajar ya me había pegado una pasada de sacar escombro a la calle. En ese tiempo mi hijo estaba aprendiendo el oficio de marmolista en un taller que le daban 5 pesetas al mes, que no era nada, pero bueno, se estaba formando. Al frente de la obra estaba mi mujer, el albañil y el ayudante. Cuando estaban en la segunda planta, mi mujer era la que hacía la masa y con una garrucha la subía a cubos a la planta de arriba. Además tenía que traer también a cubos la arena y el agua de la acequia que estaba a 70 metros ya que no había todavía agua corriente en las casas. Además tenía que atender a su hija que era un bebé y hacer el almuerzo para nosotros. Así estuvimos dos meses.

Con sus nietos Diego y Alfonso en la comunión del mayor.

Oficios

Al poco de instalarnos en el pueblo, me metí a trabajar en la almazara y cuando acabó la temporada, enlacé con las obras de cuatro pozos que estaban haciendo en la Oica para regar y abastecer al pueblo. Por las noches y fines de semana me quedaba de guarda de las herramientas. La construcción de los pozos comenzaron en 1962 y terminaron en 1963. Una vez finalizadas las obras me quedé con un especialista de Madrid con la tarea de controlar los litros de agua que afloraba por cada pozo. Cuando salía del trabajo me iba a la tierra, así que sólo descansaba cuando dormía. Una vez finalizado el trabajo con el madrileño, entré en aserradero de mármol en el turno de tarde-noche. 11 horas diarias y sin asegurar durante 3 años, hasta que le dije a los dos socios de la empresa que me dieran de alta en la seguridad social y su respuesta fue que cerraba antes la fábrica antes de dar de alta a un obrero.

Le expliqué que mi mujer estaba embarazada y que la necesitábamos. Entonces me dijo que me rebajaba el jornal para pagarme el alta. De 60 pesetas me rebajo a 50. Me tenía que llegar una cartilla de Almería pero no llegaba y me di cuenta de que me estaba engañando y mi mujer a punto de parir. Un día le dije al jefe en que si tenía inconveniente en que fuera a Almería a ver qué pasaba con mi seguro a lo que me respondió que iría el al gestor que le llevaba los papeles. A los dos días llegó a mi casa la cartilla y venía que la fecha de alta era la de dos días antes. Como llevaba 6 meses con el jornal rebajado, me planté en su oficina para que me devolviera ese dinero que me había estado robando, pegó un puñetazo en la mesa, pero al final me lo pagó.

Y como no le hacía ascos a ningún trabajo que se me presentara, en 1969 fui corredor a comisión en la compraventa de varios productos, como naranjas, cerdos y yesos. Así hasta 1975 que con 55 años, que me medio jubilaron para mi trabajo habitual que era el mármol ya que tenía la columna fatal.

Como la jubilación era parcial, me permitían realizar otros trabajos menos penosos como el de jardinero.

Pozo

En los años de sequía en los que me vi obligado a emigrar a Alemania, esta duró tanto que cuando volví seguíamos con el mismo problema. En ese momento tenía tierras en los pagos de la Punchona y de la Zanjilla, ambos en el Flaz. El primero si tenía algo de agua y con ella regaba también en el segundo, aunque en el verano se secaban. Esta situación era insostenible y por eso tomé la decisión de juntar a todos los propietarios de la zona y exponerles la necesidad de hacer un pozo en un lugar que yo creía podía encontrar agua. Les pareció buena idea, llegando a un acuerdo de trabajo recogido en un acta que firmaron todos.

Para esta labor busqué contraté a un zahorí, que como herramienta de trabajo utilizaba un péndulo sujeto a un hilo y si había agua en el subsuelo, aquel artefacto daba vueltas alrededor. Estaba en lo cierto y en aquel lugar que yo pensaba el péndulo se movía. De inmediato me puse en contacto con una empresa de Murcia que tenía máquinas de sondeos para hacer pozos y grupos-bomba para aflorar el agua de ellos. Llegamos a un acuerdo y quedamos a la espera de solicitar los permisos correspondientes a la Comisaría de Aguas del Sur de España, trámite que tardaron 15 días en contestar favorablemente. Al día siguiente empezaron a realizar los trabajos, y cuando profundizaron unos 6 metros dieron con aguas de arenas, que no era de caudal fijo, por lo que siguieron ahondando hasta los 30, que al romper una piedra, salió una corriente de agua permanente.

Se llevaron la maquinaria de prospección y se trajeron el grupo motobomba para la floración del agua, dando un caudal de 42 litros por segundo. La alegría fue inmensa, ya teníamos agua para regar los dos pagos, una iniciativa mía costeada por la junta de propietarios y que nos salvaba de la atroz sequía.

Se instaló un motor de gasoil y una bomba permanente que se probó primero y funcionaba bien, por eso dimos por finalizada la obra, con la factura correspondiente que se entregó en la junta, en la que hacía de presidente y secretario a la vez. Los demás tenían plena confianza en mí.

Fue mucho trajín de papeleo, cartas a los organismos correspondientes y demás hasta legalizarlo, muchas horas de mi tiempo libre pero mereció la pena y hoy día sigue dando agua. Un legado que dejo para las generaciones actuales y futuras y del que estoy enormemente orgulloso.

Pozo de la Punchona. Colección: Decarrillo

Parque

A principios de los 80 dieron comienzo las obras de Parque de Andalucía en el solar que antes se ubicaba la Era Grande. El encargado del trabajo me dijo que al terminarlo, el ayuntamiento quería meter a una persona que cuidara de los jardines y me animó a solicitarlo y así lo hice. Cuando las obras terminaron, vino el municipal convocándome al día siguiente en el ayuntamiento a las 11 de la mañana. Cuando llegué, había otros dos hombres y el alcalde estaba en una reunión. Al terminar, nos hizo pasar a su despacho a los tres, que íbamos a lo mismo y nos dijo que el presupuesto era pequeño y que al día siguiente a las 11 le llevásemos un sobre con un papel que pusiese lo que queríamos cobrar. Siendo el puesto lógicamente para el que hubiese anotado la cantidad más baja.

Así lo hicimos, al día siguiente llevamos los sobres, que fueron abiertos delante de nosotros. Fue diciendo en voz alta el alcalde, “fulano 15000 pesetas, fulano 12000, Alfonso 5000 y dijo bueno, como podéis ver Alfonso es el que menos ha puesto en el papel”. Los otros dos se fueron y yo me quedé con el primer edil que me dijo que como el presupuesto eran 7000 pesetas, eso era lo que me iban a dar. A continuación me dijeron cuál iba a ser mi trabajo y mis quehaceres, empezando porque a las 5 cuando salgan los críos del colegio no rompan los columpios y que conforme se fueran comprando las plantas y los árboles para decorar, tendría que ponerlas y cuidarlas en ese y otros parques.

Al poco tiempo fui con un concejal a un vivero y nos trajimos rosales de los colores que me gustaron, plantas de todas clases, árboles como pinos y álamos. De todo puse y cuidaba. Como escaseaba el agua, en verano me levantaba a las 4 de la mañana para regar los jardines y rociar las plazas y calles de alrededor hasta donde me llegaba la goma, para que a la mañana siguiente estuviera todo fresco y hermoso. Fue un trabajo que me gustaba pero ya en 1994 lo tuve que dejar al cumplir los años para mi jubilación total. Ahora, ya con mucho tiempo libre, me busqué otras ocupaciones más o menos satisfactorias.

En el parque al poco de mi jubilación

Inauguración de la placa con mi nombre en el Paque. Colección: Decarrillo

Pensionistas

El 1 de abril de 1987 se legalizó en Cantoria el Club de Pensionistas y Jubilados San Antón y San Cayetano. A partir de esa fecha los mayores que estaban desperdigados por todo el pueblo, principalmente los bares de Antonio y Amador y que no tenían donde reunirse para echar una partida o simplemente a charlar, ya disponían de un lugar apropiado. Cantoria era el único pueblo de la zona que no contaba con un espacio de estas características y por eso hablé con el Alcalde, que me contestó que no encontraba donde hacer la residencia con un local para los mayores, porque hasta ese momento sólo contaba con un solar en la plaza del Pipa que no daba las medidas exigidas.

Antiguamente había un convento en Cantoria, y según tenía entendido era propiedad del pueblo y antes de la guerra había unas monjas que se fueron durante la contienda. Después se convirtió por unos años en cárcel.

Al quedar cerrado el cura del pueblo se hizo con la propiedad y antes de morir se lo dejó en herencia a un sobrino y este se lo vendió a una mujer amiga del cura que a su vez lo revendió a Antonio Castro, un amigo mío que estuvo en la División Azul luchando con Alemania contra Rusia. Este amigo que estaba soltero, tenía esa residencia alquilada y con sus pagas vivía muy bien. Al no necesitar el dinero del alquiler le comenté varias veces que cediera este edificio para la residencia. Al principio se negaba pero se puso malo, le dio una trombosis cogiéndole un lado del cuerpo y un hermano policía que tenía en Murcia lo ingresó en la residencia de Húercal Overa.

Por esas fechas mi mujer y yo fuimos al médico del Hospital y nos pasamos a ver a una tía suya que estaba en ese mismo asilo, aprovechando para preguntar a las monjas que lo gestionaban por él. De momento me acompañaron a su habitación y al verme se echó a llorar y le pregunté que como estaba y me dijo “Alfonso sácame de aquí que no estoy a gusto” y le dije, “Antonio, tienes que dar la casa para la residencia para los mayores de Cantoria y yo hablo con el Alcalde para que te lleve a tu casa, te ponga una mujer que te cuide mientras vivas”, a lo que me contestó que con ese trato si la cedía. Yo me despedí con la promesa de volver esa tarde con el alcalde para cerrar el trato.

Al volver al pueblo, dejé a mi mujer en mi casa y me fui en busca del alcalde contándole lo que habíamos hablado Antonio y yo en mi visita. De inmediato cogió su coche y nos fuimos a verlo. Las monjas nos prepararon en el patio tres sillones porque al ser verano dentro hacía calor y allí hicimos el trato. Según lo estipulado, cuando se firmaran las escrituras recogíamos a Antonio para traerlo a su casa y así se hizo. El ayuntamiento cumplió su parte contratando a mi cuñada y a su marido para cuidarlo hasta el día que se murió.

Se hizo el proyecto, se aprobó y empezaron con el derribo del convento, construyendo un nuevo edificio con todas las comodidades para que los mayores podamos reunirnos y hacer actividades.

Después formé parte de la directiva del Club de la tercera edad, de la que llegué a ser presidente. Fue una etapa en la que hicimos muchas cosas, como viajes, bailes, comidas, charlas, etc. con la ayuda del ayuntamiento, donde cada vez la participación era más alta, cosa que me enorgullecía.

En una de las excursiones que organizamos con el Club de la Tercera Edad

Despedida

Y así fueron pasando los años, con los achaques propios de mi edad, hasta que llegué a cumplir los 102. Tres cifras, un siglo y en compañía de mi mujer y con las cámaras de Canal Sur dejando testimonio en el parque que tanto ha significado para mi, y que hoy lleva mi nombre por decisión del actual equipo de gobierno.

Y escribo todo lo que me viene a la mente, lo dejo anotado para que mis hijos y nietos tengan constancia de la vida de su abuelo, de lo que tuve que luchar para tener la familia que tengo. Si volviera a nacer, cambiaría muchas cosas, menos a mis hijos y a mi esposa.

Y es a ti a la que quiero dedicar las últimas palabras de estas memorias, porque has sido mi mujer, mi compañera,  la madre de mis hijos y mi todo, y que ahora te pido que me ayudes a afrontar mi última etapa sin ti, pero contigo siempre en mi recuerdo.

Visita del programa Centenarios de Canal Sur cuando cumplí los 100 años. Colección: Decarrillo

Dos imágenes de la inauguración de la remodelación del Paque ya con el nuevo nombre. Colección: Decarrillo

Cambio de Nombre del Parque de Andalucía al de Alfonso Lozano

Considerando al mismo tiempo que he sido un ejemplo como padre de familia y esposo modélico, toda su vida junto a su señora doña Luisa Carreño Fernández que sin duda ha sido un pilar fundamental en su vida y que aún hoy a pesar de su avanzada edad son ejemplo de convivencia. Teniendo en cuenta la vinculación con el Sr. Alfonso Lozano, al parque de Cantoria a lo largo de su vida personal y laboral y teniendo en cuenta además, que es aún más importante, el ejemplo que como persona ha sido para todos los cantorianos del que podrían aprender mucho las jóvenes generaciones. En base a todo ello el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Cantoria quiere:

Primero.- Reconocer mediante este acuerdo el ejemplo como persona que ha sido a lo largo de su vida don Alfonso Lozano Ortega, ejemplo en el que todos deberíamos fijarnos para ser mejoras personas y mejores vecinos.

Segundo.- Dar oficialmente el nombre de parque de Alfonso Lozano Ortega, al parque sito en la Avda. Occidente en el espacio que siempre reconoció como la Era Grande.