Leyendas
Mari Felix Gea
Mari Felix Gea
En un pequeño pueblo perdido entre los campos andaluces, vivía un humilde campesino cuya pobreza era tan grande que su único tesoro en el mundo era una burra. No solo era su compañera de fatigas, sino también su único medio de sustento. Aquel animal lo era todo para él.
Una mañana, cuando el sol apenas asomaba entre los cerros, la burra empezó a dar señales de parto. El campesino la llevó al corral, lleno de esperanza pero también de temor. Pronto se dio cuenta de que algo no iba bien: la cría no venía en buena posición, y los gemidos de la burra se volvían cada vez más angustiosos.
Desesperado, el hombre cayó de rodillas sobre la tierra polvorienta y alzó los ojos al cielo. Con el corazón en un puño, se encomendó a San Antón, patrón de los animales:
—San Antón bendito, ayúdame, no permitas que la pierda. No tengo nada más en esta vida…
Mientras rezaba con fervor, un resplandor extraño iluminó el corral. Al volver la vista hacia su casa, vio con horror cómo las llamas se alzaban devorándola con furia. El fuego se extendía con rapidez, envolviendo en segundos todo lo que poseía.
—¡San Antón! —gritó, al borde del llanto— ¡Te he pedido ayuda y mira lo que me mandas! ¡Ahora lo voy a perder todo!
Fue entonces cuando ocurrió lo imposible.
Frente a él, en medio del corral, apareció San Antón. Vestía humildemente, con mirada serena y compasiva. Alzó su brazo derecho en dirección a la casa, y con un gesto majestuoso, como quien recoge una tela al viento, atrapó las llamas en su mano. En un instante, el fuego desapareció, y la calma volvió a reinar.
La burra, en ese mismo momento, relinchó aliviada. Con un último esfuerzo, dio a luz a un borriquito sano y fuerte.
El campesino, aún de rodillas, no sabía si llorar de emoción o de incredulidad. Desde aquel día, cuenta la tradición que a San Antón se le representa con una llama en la mano derecha, símbolo del milagro que obró aquel día en favor de un hombre pobre… pero lleno de fe.
Cuentan los mayores del pueblo que, en tiempos antiguos, era costumbre tocar las campanas de la iglesia a medianoche cuando alguien estaba a punto de morir, para anunciar la llegada de la comunión al lecho del moribundo. Aquel tañido solemne, profundo y sostenido, era la señal de que un alma necesitaba el consuelo divino antes de partir.
Una noche oscura, sin luna ni estrellas, el sonido de las campanas rompió el silencio con fuerza inusitada. No eran toques suaves ni ceremoniosos, sino repiques insistentes, casi desesperados, que despertaron a todo el vecindario. Las campanas no cesaban, y su sonido parecía más urgente a cada instante.
Uno a uno, los vecinos comenzaron a salir de sus casas, envueltos en mantas y con el miedo brillando en los ojos. Pronto la plaza frente a la iglesia se llenó de gente. La iglesia, sin embargo, estaba cerrada a cal y canto.
El propio párroco, alarmado por el escándalo, llegó apresuradamente con la llave en la mano, preguntando a voces:
—¿Quién está ahí dentro? ¿Quién osa tocar las campanas así a estas horas?
Cuando por fin abrió la pesada puerta de madera, todos contuvieron el aliento. La escena que encontraron dentro los dejó sin habla.
Era un perro.
Un perro de aspecto humilde, con pelaje oscuro y ojos brillantes como brasas. Estaba solo, sentado al pie del campanario, jadeante pero sereno, como si supiera exactamente lo que hacía. Nadie comprendía cómo había podido hacer sonar las campanas, pero allí estaba, y su mirada parecía pedir algo.
Una de las mujeres rompió el silencio:
—Padre… sigámoslo. Ese animal quiere llevarnos a algún sitio.
El cura asintió, todavía atónito, y el perro comenzó a andar lentamente. El pueblo entero lo siguió en silencio, cruzando calles, saliendo del casco y adentrándose por senderos olvidados hasta llegar a un descampado cubierto de hierba seca.
Allí, tendido sobre el suelo, yacía un hombre anciano. Su rostro era sereno pero pálido, y su respiración, apenas perceptible. Algunos lo reconocieron al instante: era San Antón, el patrón de los animales, que yacía moribundo, solo, bajo las estrellas.
El cura se arrodilló junto a él y, con manos temblorosas, le dio la comunión. Al recibirla, San Antón abrió los ojos por última vez, esbozó una débil sonrisa… y murió en paz.
Desde entonces, los viejos del lugar aseguran que fue el propio perro de San Antón quien, fiel hasta el final, tocó las campanas para pedir el último sacramento a su señor. Y en cada repique nocturno, cuando suenan las campanas sin razón aparente, muchos aún susurran:
—Es el perro... que vuelve por San Antón.
Hace mucho tiempo, por la Edad Media, por las afueras de Cantoria, por el camino alto siempre que pasaba algún caballero, se oía el canto de una bella mujer, y los caballeros quedaban encantados, desapareciendo no sabiéndose nada de ellos.
Decían que era una sirena que cantaba muy bien y con sus canciones atraían a los caballeros y los encantaba. Y si hoy se pasa por ese lugar en noche de luna llena, todavía se oye el canto de la encantada, se oye cantar a esa bella sirena.
En la calle Álamo, vivía un hombre de mediana edad, callado y de costumbres sencillas, al que le gustaba recorrer los caminos del pueblo a lomos de su viejo caballo. Una tarde, cuando el sol comenzaba a caer tras los cerros, decidió dar un paseo por el camino alto, una senda polvorienta que serpenteaba entre encinas y piedras, y que en otros tiempos fuera conocida como el camino de los muertos, pues pasaba justo por la entrada del cementerio.
A medida que avanzaba, el ambiente se volvía más frío y pesado, como si el aire cargara con historias que ya nadie se atrevía a contar. Fue entonces cuando, a un lado del sendero, vio algo que le encogió el corazón: un niño pequeño, desaliñado, con la ropa hecha jirones y la cara sucia de lágrimas y polvo. Lloraba en silencio, como si hubiera agotado las fuerzas para gritar.
El hombre detuvo el caballo y bajó sin pensarlo. Se acercó con cautela, temiendo asustarlo, y le habló con ternura. Pero el niño no dijo palabra. Parecía perdido... o tal vez abandonado. Conmovido por su situación, el hombre lo levantó en brazos y lo subió a la grupa del caballo, justo delante de él. Le prometió que lo llevaría al pueblo y buscarían juntos a sus padres.
Retomaron el camino hacia casa, y durante un rato todo fue en silencio. De vez en cuando, el hombre se inclinaba para mirar al niño y asegurarse de que estaba bien. Pero algo empezó a inquietarlo: cada vez que giraba la vista, el niño parecía haber crecido un poco más. Al principio creyó que era su imaginación, un efecto de la luz crepuscular. Pero no. La criatura seguía creciendo.
En la cuarta o quinta mirada, el niño ya era tan alto como él. Para la sexta, lo sobrepasaba.
El terror se le coló por la espalda como un hilo de hielo. No entendía qué estaba ocurriendo, pero sabía que aquello no era humano. El caballo comenzó a ponerse nervioso, como si también sintiera la presencia extraña.
Entonces, impulsado por el miedo y una vieja enseñanza de su abuela, pronunció con voz temblorosa pero firme:
—¡En la séptima palabra, que es María!
Y en ese instante, como si la propia tierra lo hubiera tragado, el ente desapareció.
El hombre llegó al pueblo pálido y tembloroso. Jamás volvió a ver al niño, ni a ningún otro ser como aquel. Solo contaba la historia a los más cercanos, en voz baja y mirando por encima del hombro, como si aún temiera que aquello volviera.
Desde entonces, nadie volvió a recorrer el camino alto al caer la tarde.
Dicen los mayores del lugar que hay sendas que no deben recorrerse solo, y una de las más temidas es el llamado camino viejo del cementerio, una vereda estrecha que serpentea entre álamos y encinas retorcidas, siempre envuelta en un silencio espeso. A mediados del siglo XIX, cuando aún no había luz eléctrica ni ruido de motores, un anciano del pueblo —de esos de gorra calada y paso tranquilo— iba montado en su burra hacia el pueblo para hacer unos encargos.
La tarde caía, y las sombras del camino se alargaban entre las piedras. El hombre, acostumbrado al trayecto, no se inquietaba... hasta que, al llegar a un recodo, la vio.
Una niña pequeña, con el vestido sucio y el rostro bañado en lágrimas, estaba sentada junto a un árbol seco. Lloraba bajito, con ese sollozo que parte el alma. El anciano se detuvo, conmovido por la escena, y bajó de su montura.
—¿Qué te pasa, hija? —le preguntó con voz pausada.
—Me he perdido... No encuentro a mis padres —respondió la niña entre sollozos.
Sin pensarlo mucho, el hombre la alzó con cuidado y la subió a la burra delante de él.
Reanudó el camino, hablando con ella para tranquilizarla, pero la niña se mantenía en silencio, como si se le hubieran acabado las palabras. Al cabo de unos minutos, el anciano notó algo extraño: la burra caminaba cada vez más despacio, como si cargara con un peso descomunal. Resoplaba, se tambaleaba. Él mismo sintió cómo la tensión crecía en el aire, como si algo invisible los envolviera.
Fue entonces cuando, con un presentimiento sombrío, giró la cabeza.
Y lo vio.
Donde antes había una niña, ahora había una figura grotesca, enorme, de piernas negras y peludas que arrastraban por el suelo, dejando surcos en la tierra. Sus ojos ardían como brasas y su sonrisa era puro veneno. Era el Diablo en persona.
El corazón del anciano se paralizó por un segundo, pero no perdió la fe. Con un reflejo aprendido de viejas oraciones y supersticiones, alzó la mano temblorosa y le hizo la señal de la cruz con los dedos, murmurando una invocación a la Virgen.
En un instante, el aire se estremeció, la burra relinchó con fuerza, y aquella criatura desapareció sin dejar rastro. Solo quedó el eco del silencio, más profundo que antes
El hombre tardó el doble en llegar al pueblo, pálido, sudoroso, con los ojos clavados al frente y el alma encogida. Desde ese día, nunca volvió a tomar el camino viejo, y en cada reunión contaba su historia como advertencia.
—Donde llora un niño en el camino —decía con voz grave—, puede estar esperando el mismo Demonio.
A las afueras del pueblo, donde el camino se estrecha entre juncos y álamos, se encontraba el viejo lavadero. De día, era un lugar bullicioso, lleno de mujeres que charlaban mientras restregaban la ropa en la piedra, con las manos agrietadas por el agua fría y el jabón casero. Pero de noche, ese rincón quedaba en silencio, como si el mismo campo se negara a acercarse.
Cuentan que una mujer, de las que no temen a la oscuridad ni a los cuentos viejos, se quedó sola una noche lavando. Tenía prisa, pues al día siguiente se celebraba la misa mayor y debía dejar todo listo. Las demás habían recogido sus cosas con el caer del sol, pero ella decidió quedarse un rato más.
El reloj del campanario marcó las doce.
Las últimas campanadas se perdieron entre los árboles cuando la mujer, con el rostro cansado y las mangas remangadas hasta el codo, se inclinó para estirar una sábana blanca antes de sumergirla en el agua. Fue entonces cuando ocurrió.
De entre la tela, como si brotaran de las propias sombras, aparecieron unas manos enormes, huesudas, de piel ceniza y uñas larguísimas que brillaban como cuchillas. Con un movimiento violento, desgarraron la sábana de un extremo a otro. El sonido del tejido rasgándose rompió el silencio de la noche como un grito ahogado.
El corazón de la mujer se heló. Por un instante se quedó paralizada, hasta que, guiada por un instinto más antiguo que el miedo, gritó con fuerza:
—¡Ave María Purísima!
Y como si esas palabras fueran una llama sagrada, las manos desaparecieron en el aire. No dejaron rastro, ni sombra, ni aliento. La sábana, que un momento antes había quedado hecha jirones, estaba intacta, flotando suavemente sobre el agua como si nada hubiera sucedido.
Todo volvió al silencio.
La mujer recogió su ropa con manos temblorosas y no volvió jamás al lavadero de noche. Desde entonces, quienes pasaban cerca del lugar al caer la medianoche aseguran sentir un cosquilleo en la nuca, como si algo los observara desde las sombras. Pero basta con rezar con fe —dicen los viejos— para que lo oscuro se disuelva.
Porque en ese lugar, a las doce en punto, todavía hay quien recuerda unas manos que no eran de este mundo.
Hace muchos años, en un pequeño pueblo rodeado de pinos, chumberas y caminos polvorientos, vivía un hombre sencillo, de esos que no buscan más que cumplir con su trabajo, cuidar de su casa y pasear tranquilo al caer la tarde.
Una de esas tardes, mientras caminaba por las afueras del pueblo, sus ojos se posaron en algo curioso: una hebra de lana, fina y rojiza, que asomaba por el borde del camino. Al fijarse mejor, se dio cuenta de que el hilo seguía extendiéndose, serpenteando entre piedras, matorrales y curvas, como si alguien hubiera dejado caer una madeja entera sin darse cuenta.
Intrigado y con buen corazón, pensó:
—A alguien se le ha tenido que caer esta madeja… la recogeré para llevársela a mi mujer, que seguro le saca provecho.
Y así comenzó a enrollar el hilo con paciencia. Al principio iba despacio, pero pronto el ovillo creció entre sus manos, y al cabo de un rato ya tenía una madeja tan grande como una calabaza. No encontró a nadie, ni casa ni señal de quién pudiera haberla perdido. Así que, satisfecho con su hallazgo, se la llevó a su mujer.
Ella, encantada con el regalo, se puso manos a la obra y, con aquella lana tan suave y cálida, se tejió unas calcetas para lucir el domingo siguiente en la misa.
Cuando llegó el día, se vistió con esmero y se puso las calcetas con orgullo. Eran preciosas, de un rojo profundo, tejidas con mimo. Pero justo cuando puso el pie en el umbral de la iglesia, algo extraño ocurrió.
Las calcetas… desaparecieron.
Ni se rompieron ni se deslizaron: se desvanecieron como humo al viento, dejándola con los pies desnudos y atónita. La mujer, asustada, regresó a casa sin entender lo ocurrido.
Con el tiempo, los más viejos del pueblo recordaron una antigua advertencia que se contaba en susurros: que en los montes cercanos, en las noches de luna nueva, las brujas hilaban lana encantada, hecha con hechizos y pactos antiguos. Y que cualquiera que tomara esa lana sin saberlo, podía acabar envuelto en sus trampas.
Se dice que ninguna prenda hecha con ese hilo podía entrar en lugar sagrado. Al tocar la puerta de una iglesia, de una ermita o de una cruz del camino… simplemente desaparecía.
Desde entonces, los pastores y caminantes del pueblo aprendieron a desconfiar de los hilos solitarios en el sendero. Porque no todo lo que se encuentra… está hecho para ser recogido.
Un día estando su casa un joven se le presentó una bruja en su escoba, lo cogió y lo llevó volando por muchos lugares, fue un recorrido largo. Durante el trayecto cogió una rama de un gran árbol. Cuando el joven se encontraba de nuevo en su casa se dio cuenta que esa rama se había convertido en un pequeño árbol de la pimienta, una planta natural de la india.
Un matrimonio regentaba una cantina en la planta baja de su casa. Vivían justo encima del bar, en una vivienda que, desde hacía tiempo, parecía tener vida propia. Objetos que desaparecían sin explicación, ruidos extraños en mitad de la noche, susurros donde no había nadie… Lo cierto es que allí pasaban cosas que nadie sabía cómo explicar.
Cansados y un tanto inquietos, decidieron cambiar de aires: compraron otra casa y comenzaron los preparativos para mudarse. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Mientras bajaban cosas por la escalera, una antigua artesa de madera comenzó a deslizarse sola, peldaño a peldaño, como si alguien invisible la empujara.
El marido, pálido, miró a su mujer y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Tú estás viendo lo mismo que yo?
Antes de que ella pudiera responder, una voz grave y serena retumbó en la estancia:
—Soy yo quien baja la artesa... esperadme, que me voy con vosotros.
Se miraron, sin saber si echar a correr o quedarse inmóviles. Finalmente, llegaron a una conclusión clara: si el espíritu pensaba mudarse con ellos, mejor no moverse. Y así fue como decidieron seguir viviendo allí, con su inquilino invisible, pero ya no tan desconocido.
En tiempo de la expulsión de los moriscos ordenada por el Rey de España, cuando tuvieron que abandonar la zona, enterraron muchas de sus pertenencias que no se pudieron llevar con la esperanza de regresar algún día. Con esta idea enterraron una campana de oro en el pago conocido como de “Capanas”.
Y para saber el sitio exacto donde estaba enterrada se llevaron con ellos un escrito y un mapa donde decía: “que por la situación del último rayo de sol, en el mes…, el día…, y la hora…”, ese era el sitio exacto donde estaba la campana enterrada. Este supuesto escrito lo conservan los descendientes de estos moriscos.
Muchos han sido los que han intentado en vano buscar el preciado tesoro pero hasta el día de hoy no ha aparecido nada.
Estando un agricultor en el campo regando su bancal, se quedó asombrado viendo como brillaba el agua que pasaba por la acequia. Cada vez era más brillante y más dorado. Decidió subir acequia arriba para ver de donde venía esa agua junto con otros hombres que se fue encontrando por su camino, hasta que vieron a lo lejos una jarra volcada saliendo de ella oro en polvo. Cuando llegaron al lugar ya estaba vacía. Era una jarra de origen árabe que seguramente el río desenterró y fue a parar a la acequia.