Antonio, un labrador del Almanzora

Por Rodolfo Sánchez Cuéllar

La tía Martina, era la comadrona en el pueblo donde yo nací, allá por los años veinte. Esta buena mujer, había ayudado a poner en este mundo a más de medio pueblo, su pueblo. Su labor consistía, amén de otros menesteres, en ayudar a nacer a los hijos de sus paisanos y de paso, por lo que veremos, darles buenos consejos.

En un mes de julio del año 1923, Martina tuvo una vez más que asistir un parto, ayudando a nacer un nuevo niño y según la costumbre, a los pocos días de haber nacido, acompañar a los padrinos y familiares a la iglesia y llevarlo a cristianizar. Se trataba de un hijo que le había nacido a Antonio. Antonio era labrador, de los de la tierra y casa propia heredadas de sus antepasados. Como persona, Antonio, un auténtico fruto del campo de Almería y como la tierra de Almería, seco de huesos, enjuto, serio, trabajador y leal amigo de sus amigos. Honrado hasta la exageración, y hay que repetir lo de honrado hasta la exageración, para sacar una idea lo más fiel posible del carácter de este hombre.

Su manera de ser y su carácter, eran la antípoda de la fama, de alegres, graciosos y dicharacheros, de que generalmente gozan los andaluces fuera de su tierra.

Si se mira desde este punto de vista, Antonio de andaluz tenía el lugar de nacimiento por haber nacido en Almería, pero nada más. Hombre de pocas bromas, menos palabras y cuando se terciaba sacaba un genio de mil diablos. Eso sí, cuando por las tardes una vez terminadas las labores del campo se recogía a su casa, después de haber llevado las bestias a abrevar al pilar y ya encerradas en la cuadra y con el pesebre puesto, lavada la cara y con camisa limpia, gustaba Antonio de “beberse la botella” con los amigos y si estos eran capaces de arrancarlo y hacerle cantar, lo hacía como los propios ángeles. Tanto es así, que las vecinas, cuando en los veranos sentadas en la puerta de sus casas tomando el fresco le oían, les faltaba tiempo para decir, -¡Callad, que canta Antonio!-

Su voz volaba fuerte, melodiosa y varonil por toda la calle, llenando de gozo y de placer a todos los que les escuchaban.

Las mujeres son las malas

En los hombres no hay engaño

En sacudiendo la capa

Salta el polvo y queda el paño.

Antonio no cantaba flamenco, ni cante jondo, ni nada parecido a este tipo de cantares. Antonio cantaba melodías y canciones de la tierra, así como canciones entresacadas de las zarzuelas que estaban de moda en aquel tiempo.

A este hombre, cuando le nació su segundo hijo, el primero se le murió a los pocos meses de nacer, a este hombre digo, la tía Martina como de costumbre, se permitió hacerle la sugerencia.

Debo decir sin más demora que Antonio era mi padre y yo su segundo hijo.

- Antonio, hijo mío, estarás contento, ya te ha nacido un pastor….-

Mi padre, según me contaba mi madre quedó mirando a la tia Martina, cara a cara después de oírla, con calma, pausado, tranquilo y armado con toda la seriedad que Dios le había dado, se dirigió a Martina y le habló en estos términos_

- Martina, por la leche que man dao, ese joío no será pastor-.

De esta forma sencilla, grave y terminante, Antonio Sánchez Sánchez, el hijo del tío Julián, sentenciaba de una vez por todas, que el hijo que le había nacido sería cualquier cosa menos pastor.

Cae este pueblo, más o menos en el centro de la provincia de Almería, y cabalga sobre las orillas del río Almanzora. Desgraciadamente, no se puede decir, las riberas del río, porque generalmente la mayor parte del año baja seco. Cuando el rio pasa por Cantoria, se ensancha, se hace amplio y llano como la palma de la mano. En sus orillas crecían y siguen creciendo los álamos, los cañares y los taráis. A lo largo de todo su recorrido, las gentes por sistema le discuten su cauce, y a su costa, van apareciendo bancales y paratos, que con el tiempo, un día u otro volverán al río, que recordará a todos porque siempre fue así, que el río Almanzora es algo más que un nombre. Llegará un día, que el río bajará ancho, recio, potente, arrastrando todo lo que se pone por delante y todo lo que le quitaron, e incluso tomándose el desquite, hasta el punto que después, a lo largo de su historia, los viejos del lugar recordarán el “año de la ruina”, es decir, el año en que el río recuperó todo lo que era suyo, tomándose incluso animales y haciendas como tributo.

En los años de mi niñez, el río era nuestro amigo y confidente. Muchísimas veces, al salir de la escuela, allí nos dirigíamos a corretear, entre los árboles de la alameda, o cauce arriba, cauce abajo, gozosos, cuanto el río bajaba con agua.

Generalmente, en épocas de verano, bajaba con poca agua pero limpia, alegre y clara como nuestros pocos años, era un auténtico gozo poder chapotear descalzos, con el agua o media pantorrilla.

En los remansos del río, los chiquillos encontrábamos unas piscinas impresionantes, donde nos zambullíamos entre gritos y algazaras. El agua nos llegaba a la cintura, lo que era motivo algunas veces, sin nos capuzábamos tirándonos desde alguna roca como trampolín, que tocáramos con la cabeza el fondo del río, si no íbamos como mucho cuidado. Todas estas aventuras se realizaban a espaldas de nuestros padres, por miedo a la regañina. No obstante, muchas veces, acababan enterándose por el chivatazo de algún vecino o conocido.

El río también era nuestro polideportivo. Se aprovechaban las grandes explanadas de arena y poca piedra para jugar al fútbol. Las porterías, cuatro montones de piedras con las carteras colocadas encima y los balones, lo mismo eran de cuero, de goma o de trapo. Balones de trapo que eran auténticas maravillas.

Los partidos se hacían interminables, pues el continuo relevo de los jugadores que se iban por los que llegaban, prolongaban las horas y los goles hasta que se hacían preciso salir corriendo. En los veranos, después de aquellos partidos, sudados y llenos de polvo, los baños en las aguas del río sabían a gloria, en ocasiones arrastrando la barriga contra la arena para poder meter el cuerpo entero dentro del agua, cuando el río traía poco agua. Los baños en pelota viva y nuestros vestidores, los cañares de la orilla del río.

Los recuerdos infantiles de aquellos años se agolpan en mi mente. La asistencia con mis padres a la “misa de madrugá”, cuando por alguna razón muy de mañana, había que ir al campo, o ir de visita a casa de algún pariente en el pueblo vecino o a su cortijo, si éste quedaba lejos. Multitud de veces, nos permitían nuestros padres quedarnos a los zagales jugar en la plaza al salir de misa. Cuando empezaba a clarear el día, jugábamos “a los higos” y también al “marro”. Estos juegos eran esencialmente, demostraciones de agilidad corporal y competición atlética, es decir, no dejarse coger o llegar antes. Aún veo con la imaginación, aquellas manadas de zagales corriendo por las calles como locos, unos delante y otros, persiguiendo con ahínco por detrás, armados de correas, para atizar a los rezagados, si los alcanzaban, antes de llegar a una meta previamente establecida, salvo que al segundo correazo gritara “me rindo”, el de la correa paraba porque así estaba acordado antes de empezar el juego. Si mal no recuerdo, a este juego se le conocía como el juego de “herradura”, había que hacer las cosas bien, por el cambio de papeles.

Como si fuera hoy, tengo también presentes los primeros años de la escuela, quisiera hacer hincapié, que si hago referencia a todos estos recuerdos de la infancia, es para situar al lector un poco en el ambiente que se respiraba entonces en aquellos pueblos, los años anteriores y durante la proclamación de la segunda república española.

Siguiendo el hilo de mis recuerdo, quisiera daros noticia de lo que eran las escuelas por aquella época. La primera escuela a la que me llevaron mis padres era una de monjas. Probablemente debería tener por aquel entonces unos tres o cuatro años. La escuela del convento, como se le llamaba, era como se puede deducir lógicamente, un parvulario. Consistía en una gran sala rectangular, muy espaciosa, con  grandes ventanales por donde daba el sol y  la luz a raudales, cosa que no es problema en Andalucía. Tenía la sala el suelo enlosado con losa de arcilla junto a un gran patio para jugar. Una monja cuidaba de los niños y lo que mejor recuerdo de todo aquello, era una enorme orza de barro, llena de agua colocada en un rincón de la clase y un cazo que colgaba del asa de la orza. Cuando un crio pedía agua, la monja sacaba agua con el cazo, dándole de beber tantas veces como fuera preciso. Una vez había bebido, colgaba nuevamente el cazo en el asa de la orza para volver a repetir la operación, cuando otro crio pedía agua, no porque tuviera sed, o porque si, el caso es que no quería ser menos que su compañero.

Así, las cosas, pasados los años y metidos en tiempos de la República, la escuela a la que me llevaron mis padres, era una pública de las varias que había en el pueblo. Hay que precisar, que las escuelas públicas, por aquellos años y por estos pueblos, no eran grupos escolares como los actuales, dotados de campos de deportes, biblioteca y otros equipamientos.

Eran aulas aisladas, esparcidas por el pueblo y por las cortijadas, que se denominaban por el nombre del maestro titular. La escuela a la que asistí era la más cercana a la casa donde vivía, conocida como la de Don Juan el “cuatro pelos”, mote que le venía a causa de una calvicie prematura, aunque Don Juan, era y es de justicia decirlo, un hombre joven y bien parecido.

El aula era simplemente la sala de una casa del pueblo que tenía capacidad para albergar a unos 25-30 alumnos, y la virtud de dar a la calle. La entrada a la escuela, era la ventana transformada en puerta, con un escalón en la misma porque quedaba un poco alta. Etas aulas eran por lo general alquiladas a algún vecino del pueblo o el maestro arreglaba una habitación de su casa para tales menesteres.

El ajuar de aquellas aulas era humilde y su forma, rectangular. En la pared del fondo y mirando a la calle, el maestro tenía su mesa, y colgando de la pared y por encima de su cabeza, presidiendo el aula, había un gran cuadro con la imagen en litografía de una soberbia matrona, tocada con una corona que recordaba algo así como un castillo. A sus pies descansaba un león con la cabeza alta. Con un brazo sostenía el escudo de España y con el otro sostenía en su mano la bandera tricolor. Era el solemne símbolo de la República Española. En cada pupitre, dos niños dotados de su cajón para los libros y un tintero de plomo o de porcelana, según los casos llenos de tinta, para mojar las plumas. Mapas colgados de las paredes y un par de bancos donde se sentaban los niños más pequeños, aquellos cuyo libro era solamente la cartilla.

Era una época en el que el analfabetismo campaba por doquier y era una triste realidad, el oprobio de aquella frase “pasa más hambre que un maestro escuela”. Sobre estas bases, el acceso a las enseñanzas superiores estaba prácticamente vedado a los hijos de las humildes familias labradoras. Los bienes de la cultura estaban en manos de unos pocos, que casualmente coincidía con las pocas familias que en cada pueblo, por una razón o por otra, acumulaban grandes patrimonios; tratábase de la casta de los caciques, en cuyas manos descansaban todos los poderes: el económico, el cultural y el político, que como es lógico, controlaban y dirigían en su propio beneficio.

Quisiera hacer una reseña sobre la situación política que se vivía en la década de los años 20 del pasado siglo en los pueblos rurales. Los afanes políticos, como casi en la actualidad, se mascaba en la calle. Las facciones políticas, cuando llegaba a los ayuntamientos, después de unas elecciones, arrasaban a las facciones contrarias, con el impuesto del “consumo”. En esto había alternancia cuando ganaban los contrarios. El “consumo” era un impuesto con el que se grababa todos los productos, que entraban en el pueblo, para consumir o vender.

El grupo que ostentaba el poder, se las apañaba, buscando la fórmula, para que el consumo recayera legalmente, lo más posible sobre los contrarios, de esta forma, ellos y todos los de su cuerda pagaban menos. Como consecuencia, las elecciones siempre dejaban huella, y por ello las siguientes elecciones eran esperadas por la oposición, con la idea de tomarse la revancha, más que como una alternativa.

Los casinos y las plazas de los pueblos, eran auténticos foros donde se discutía todo lo divino y humano, tanto a nivel local como nacional. La guardia civil, desde sus cuarteles, imponía su autoridad  sin contemplaciones, con rotundidad, muchas veces rayando en el desprecio, donde los afectados se sentían humillados e impotentes en la defensa de sus derechos y donde lógicamente, con razón o sin ella, iban almacenando odio y un revanchismo a la espera de que llegara la hora de ajustar cuentas.

Los curas, desde los púlpitos de las iglesias, amenazando y condenando con el “fuego eterno” a media humanidad, ignorando y presidiendo de las causas, que muchas veces impedían a los feligreses y a los que no lo eran, a determinados comportamientos, muchas veces, cargados y artos de incomprensibles y abusos. El porqué de las cosas era poco o nada teniendo en cuenta y desde los púlpitos se sentenciaba si apelación, las conductas de todo orden, tanto de los feligreses, como de los que no pisaban la iglesia, porque veían en los curas, individuos que amparados en sus sotanas, estaban más cerca de los poderosos, que de sus razones y miseria. Muchas veces su comportamiento cristiano brillaba por su ausencia.

Los caciques imponían su ley sin miramientos. Lo hombres o mujeres, que por cualquier circunstancia, caían en sus manos, directa o indirectamente, por tener relaciones laborales o haberse visto forzados a caer en las garras de sus préstamos de dinero, rozando la usura o más allá, forzosamente tenían que tomar buena nota y esperar el día, en que reajustar las cuentas.

Caciques y terratenientes, escudados en sus riquezas, se imponían arrollando si lo consideraban necesario, todo derecho que se interpusiera en el logro de sus pretensiones o su intereses. El resultado era ineludiblemente, que muchas familias humildes, se veían obligadas, cuando perdían sus cosechas o eran atenazados en muchos casos, como auténticos esclavos, al pedirles préstamos con que sobrevivir.

Forzosamente, estas familias, vivían hastiadas, cansadas de trabajar, siempre mirando al cielo, padeciendo estrecheces agobiantes, escudados en su orgullo y esperando un cambio de timón, no se sabe hacia dónde, que les facilitara un punto de ilusión, que les permitiera vivir con sosiego, con un mínimo de seguridad y holgura. Siempre esperando, con las cabezas gachas y descubiertas, almacenando en sus corazones odio, y Dios sabe que cosas más. El resultado era vivir anclado cada uno en su sitio, en su clase social, esperando ajustar cuentas a los que consideraban causantes y responsables de sus infortunios, miedos y miserias. Hay que añadir, que también es verdad, que nadie se acuerda de la parte de culpa y responsabilidad que cada uno tiene, en todo lo que le afecta y le sucede. Estamos en los años 1929-1930. Con este panorama se presagiaba un nubarrón negro como la boca de un lobo. Todo este ambiente se mascaba en la calle, arrastraba también a los niños, que participábamos inconscientemente en la marea política, cantando unánimemente al ganador de turno. Recuerdo perfectamente, un estribillo que cantábamos entre juego y juego, a la luz de las tulipas del alumbrado público, por las noches, una y otra vez hasta desgañitarnos:

Don Eduardo Cortés

ha ganado las elecciones

para que sepan los amadistas

donde están los pantalones.

Pero por encima de todo, los ídolos de la chiquillería eran los Capitanes Galán y García Hernández, mártires de la República, fusilados en Jaca, en el mes de diciembre de 1930. En los enfrentamientos políticos, algunas veces se llegaba a confrontaciones graves, ya que encubrían en el fondo problemas más profundos. La política era el catalizador de una lucha soterrada de resentimientos de unos contra otros, mezclados con intereses y envidias que nada tenían que ver con la política. Y todo eso en pueblos donde todo el mundo se conocía. Un reflejo de todo lo que venimos comentando, lo tenemos en la letra de unas canciones de la época, que expresaban el grado de tensión que impregnaba el ambiente político e indicaban, lo que poco a poco se fue cociendo en el interior de casi todos, de cara al futuro, que desgraciadamente, no era muy lejano.

Si los curas y las monjas supieran

la paliza que le iban a dar

se metería bajo tierra

Libertad, Libertad, Libertad.

Nosotros pequeñitos

mañana creceremos

República queremos

viva la Libertad.

………………………..

España, España

tu valentía

la monarquía

la destruyó.

España, España

lucha y victoria

verás la gloria

por tu valor.

Estas y otras canciones, eran cantadas por la chiquillería, al salir a jugar por las noches, por debajo de las tulipas del alumbrado público. Mi voz, se sumaba como una más, a la de aquellos coros infantiles, que con tesón y entusiasmo, repetían y repetían los estribillos, hasta el agotamiento, hasta que los vecinos finalmente artos, nos echaban a cajas destempladas, por muy republicanos que fueran, obligándonos a salir corriendo, hasta parar cada uno en su casa. Me acuerdo, que una vez, un vecino al que habíamos dado la tabarra con nuestros cantos, por coincidir la luz de la calle con la puerta de su casa, se quejó a mi padre: -Antonio, a ver si el cantaor de tu hijo lo metes en verea y consigues que no nos joda la marrana con tanto canto-, -no se preocupe usted, tío Juan, que yo me encargaré de meterlo en cintura, por lo que a mi hijo respecta, la próxima vez le arrea un buen pescozón-. A los pocos días y cuando menos lo esperaba, me llamó mi padre. Era su sistema, esperar siempre a que se enfriaran las cosas. –Oye tu, que me ha dicho el tío Juan, que la otra noche le tenías una escandalera en la puerta de su casa, que ha tenido que venir a decírmelo-, -pues mire usted padre, es que la otra noche…-.

Mi padre cortó la conversación y según su costumbre sentenció sin apelaciones –mira lo que te digo, mas te valiera estar estudiando, leyendo o remendándote los alpargates, en lugar de estar por esas calles berreando y dar lugar a que la gente venga a quejarse. Te lo advierto, procura que no me vengan otra vez el tío Juan u otro cualquiera con el mismo cuento, porque ten por seguro que se te acabarán las ganas de cantar porque te voy a tener una semana picando esparto, así que echa cuentas y mira lo que más te conviene-.

Partidos de fútbol, juegos y canciones las noches de verano y de invierno, corriendo por las calles del pueblo y en su época, “esturreando las perfollas”, que los vecinos tenían en montones para secarlas en la calle y en la puerta de sus casas, recogiéndonos cada uno a su casa, cuando  el sereno cantaba la hora por las esquinas, generalmente, las diez de la noche y anunciando si el tiempo estaba sereno o nublado. Misas de madrugá, muchos domingos y en la Semana Santa, manadas de chiquillos cantando las horas por las calles tocando las carracuacas con un monaguillo al frente, porque las campanas del reloj estaban silenciosas con luto por la muerte de Cristo. Jolgorios y más jolgorios, cuando los mozos el domingo de resurrección por la madrugá, salían levantando las andas a San Juanillo “el alcahuete”, y lo hacían bailar por las calles del pueblo buscando a la virgen dolorosa para comunicarle que Cristo, su hijo, había resucitado.

Misas de gozo en Navidad y lumbres y carretillas el día de San Antón. Todo ello rodeado de las personas y las cosas, grandes o pequeñas que constituían nuestro pequeño mundo y donde las penas y las dificultades que probablemente agobiaban a nuestras familias, eran fácilmente superadas en el sí de nuestros pocos años, y el camino de la vida era contemplado inocentemente como un andar placentero y el corazón latía de gozo, lleno de risas.

Campesino con sus bueyes tirando de una carreta. Legado: Gustavo Gillman

Trillando. Colección: Yolanda Rodríguez

Los balsones del río Almanzora era la zona preferida para los baños de los jóvenes.

Vista trasera de un campesino labrando con arado romano. Detrás de él, un niño va arrojando las semillas, seguido de una mujer. Imagen tomada en el cortijo del Layón, en Bacares en  1897. Legado: Gustavo Gillman

Lugareño a lomos de una mula en un camino en la zona de Cantonia. Detrás de él, atadas a la montura, dos cabras. 1900. Legado: Gustavo Gillman