Carta a mi nieto

Por Remedios Martínez Anaya

Hijo de mi sangre

Querido nieto: te llamas como yo, llevas mi sangre y, sin embargo, siempre he sentido que había un abismo inmenso entre nosotros, no sólo por la diferencia de edad sino porque el mundo en el que hemos vivido ha sido completamente distinto. Cuando yo era joven, la distancia entre unas generaciones y otras era menor; la vida de padres, hijos y nietos se diferenciaba solo en las ilusiones, en la salud o los achaques, en las diferentes formas de experiencia, pero en lo demás era prácticamente igual porque conservábamos las mismas costumbres y creencias, vivíamos en el pueblo o en el campo, pero siempre pegados a la tierra, pendientes de la lluvia o del viento o de la sequía. Nuestra visión del mundo se reducía al espacio del pueblo y los alrededores; el que había tenido la suerte de ir a la escuela y pudo aprender algo de geografía tenía alguna idea de ríos y montañas de España, tal vez algunos tenían conocimiento de que existían los continentes, tierras exóticas, animales salvajes, ciudades, volcanes, océanos y ríos inmensos; las cinco razas representadas por unos dibujos inamovibles o unas huchas para el DOMUND. Pero de todo ello teníamos una visión muy pobre, apenas unos dibujos o unas fotografías y además era absolutamente inalcanzable. Cuando uno de nuestros parientes emigraba a América, era como perderlo para siempre. Sin embargo, ahora se pasean por nuestros pueblos seres de distintas razas y religiones, vemos en televisión mucho más de lo que antes pudiéramos imaginar y nosotros, los que hace cincuenta años sólo podíamos desplazarnos en caballerías, en coches de línea o a lo sumo en tren si teníamos que hacer un viaje de necesidad, porque era muy raro que alguien viajara por placer ya que nunca sobraba el dinero y el viajar era un artículo de lujo reservado a la aristocracia, ahora hacemos viajes en autocares, en tren y hasta en avión. ¡Y viajes de placer!

Pero a pesar de todos estos avances, lo que más me ha impresionado, lo que más me ha ayudado a incorporarme al flujo de la vida actual ha sido el ordenador. Muchas veces, cuando voy a abrirlo, mis manos tiemblan de emoción porque yo nunca podía imaginar que pudiera llegar a manejar un objeto tan mágico, porque es verdaderamente mágico. Estas manos mías, duras y sarmentosas, que hasta hace poco tiempo la única herramienta que conocían era la azada, o como mucho un destornillador o unos alicates, que manejaba con torpeza el lápiz que desde la niñez apenas había vuelto a coger salvo para realizar pequeñas cuentas o notas relacionadas con mi huerta y mi casa, ahora siento gratitud a la vida porque ante mí tengo un tablero lleno de letras y aprieto un botón y se me abre el mundo.

Y en cuanto acabe de escribirte esta carta, voy a conectar el skipe y pondré la pantalla y te veré en donde estés, da igual en Las Menas de Serón, en Granada, en Madrid o en Londres; y podré oír tu voz y ver tu sonrisa y tu mirada. Y sobre todo, me sentiré menos viejo porque este bendito chisme me ha rejuvenecido, me ha dado la posibilidad de ver, de aprender y de disfrutar y, sobre todo, de sentirte cerca aunque estés lejos.