Trágico Destino

Un destino escrito con letras de sangre

Esta no es una gran historia llena de misterio ni de grandes personajes, sino un relato de una humilde familia marcada por el desamor y los malos tratos. Al día de hoy, con los años que me pesan como una losa a la espalda, veo que la vida es una rueda que empieza a girar de nuevo en cada generación, con los mismos tropiezos, con los mismos errores,... Es como si mi destino y el de mi estirpe estuviese marcado de antemano, y aunque he luchado con todas mis fuerzas para escapar de él, me ha perseguido sin piedad cada uno de sus días. ¡qué herencia recibí de mis padres y cuál dejaré a mis hijos!

Nací justo al comenzar la guerra civil, como si de una premonición se tratara en un cortijo pobre, pobre de solemnidad, tanto que a pesar de ser hija única mis padres no podían mantenerme y por eso, a los cuatro años me entregaron  a una familia que según decían eran de mi sangre, pero yo sabía que eso no lo eran, no podía ser así. No puede latir de diferente manera dos corazones con la misma sangre, y la suya no era como la mía.

El hambre me hizo enclenque, una niña que no creció lo que tenía que crecer porque la comida sólo la veía en las mesas de los demás, aunque trabajar si trabajaba, sin miseria, como una mula cogiendo leña, segando, guardando cabras por el río, ramblas y cerros.

Un día se me fue el rebaño a un bancal sembrado de trigo y al ir a sacarlas, pisé una culebra, ¡menudo susto!, tiemblo todavía cuando lo recuerdo en estas duras noches, en que dormimos poco y pensamos demasiado. Salí gritando de allí como una posesa, corrí despavorida hacia el cortijo dejando el rebaño atrás, y la respuesta fue una tremenda paliza, la primera que recibía, acompañada de los mejores insultos del santoral. Ese día no me gané la comida, ni la cena. Con el estómago ligero como una pluma me acosté aquella noche.

Dormía en la cuadra en compañía de un par de mulas, en el rincón de la montura donde me acurrucaba para evitar que el jumento me pisara. Por la mañana un desayuno leve, un vaso de suero del que se utilizaba para hacer el queso, para ir ligera monte arriba con el rebaño, tan ligera iba, que un día me quedé dormida por encima del túnel de Almanzora, y conmigo un chotillo,  el cual cuando desperté ya no estaba. Llegué al cortijo que no me tenía en pie, las piernas eran  un puro temblor de miedo a lo que me esperaba. No me equivoqué, y aparte de eso, me mandaron con la orden expresa que no volviera hasta que no diera con él. Por suerte lo encontré, y eso fue para mí como el que encuentra el más grande de los tesoros.  Esa noche si cené, un currusco de pan duro que sabía a gloria y con un poco de leche para ablandarlo.

Un martes se fueron mis ..... iba a decir padres adoptivos, pero llamarlos padres... creo que con ellos bastará. Ellos se fueron a hacer el mercado en Albox y me dejaron encerrada en la casa con llave. Habían estado haciendo queso para venderlo y quedaba un poco en la cocina. Aquello me sorprendió porque nunca había visto nada igual, y por curiosidad, sólo por curiosidad, cogí un piquito y me lo comí. Aquello me gustó y cogí otro poco, no creía que ella se diera cuenta. Que ingenua, como aprendí la lección cuando empezaron a lloverme apalgatazos, y hasta granizo me cayó. Y qué decir tiene que aborrecí el queso para toda mi vida.

En estos menesteres, cumplí 5 años y quizás fue por eso que a mi madre, la de verdad, le entró morriña y sintió necesidad de verme y de estar un rato juntas. Mandó a mi padre a casa de sus parientes a por mí. Mi alegría fue inmensa, como es natural, iba a ver a mi madre. La dicha duró poco, como casi todo hasta ahora, porque mi padre quería llevarme por las vías del tren y a mí me daban pánico los trenes, esas máquinas infernales que escupían humo negro y espeso no me parecían a mí que fuera cosa buena. Lloré, grité y supliqué para irnos por el río. Salió del cortijo el abuelo de la familia de ellos para convencerle que fuéramos por donde yo decía, que total, no era mucho más camino. ¡Papá por el río! ¡Papá por el río! no hubo manera, hasta que me dejó allí plantada. Volvió sólo con su mala conciencia caminando por los raíles. Aquel día, sin pretenderlo fue nuestra despedida, ya que al poco tiempo una de esas máquinas pasó tan cerca de él, que con sólo el aire lo tiró puente abajo y allí se quedó, para los restos. Que dios lo tenga en su gloria.

No tengo conciencia de si aquello me afectó más o menos, aunque si he de ser sincera, el duelo me duró hasta el momento en que mi madre me reclamó al quedarse sola. Abandonar el roalico donde estaba la vivienda de ellos se hizo sin la más mínima muestra de afecto, ni ese mínimo a los servicios prestados. En fin que donde no hay...

La poca tierra que había junto al cortijo no daba para vivir, por ello mi madre entró a trabajar en la casa de un guardia civil llamado José, recién enviudado y con cinco hijos. Las cosas empezaron a cambiar, y poco a poco nosotras podíamos mantenernos sin necesidad de ningún hombre. El problema era que del cortijo a la casa del amo había un largo trecho, y cuando mi madre terminaba tarde, tenía que volver a oscuras. A ella  en un principio no le importó, pero José la convenció de que buscara una casa en el pueblo, no estaba la cosa para andar por esos caminos de noche y más con varias cuadrillas de emboscados en la zona.

La calle de la Ermita fue nuestro próximo destino, vi una cosa que me dejó asombrada, y no era otra que dos niñas jugando con unos muñecos de trapo y cartón, derrochando ternura sobre aquellos seres inertes como si de sus madres se trataran. Aquellos trozos deformes de tela estaban recibiendo en un momento más cariño y atenciones que yo en toda mi vida. En esa calle descubrí que había más mundo que la árida tierra de los cerros donde había llevado a pastorear a los animales, que aparte de trabajar, también podía tener alguna amiga para echar unos ratos y hablar de nuestras cosas. Antonia y Consuelo fueron las que me introdujeron en ese universo de juegos en esos raticos libres que me dejaba la vida, y por eso empecé a tener momentos de felicidad, por ser simplemente una niña, por vivir momentos de una infancia que hasta ese momento no había podido vivir.

Mi madre era una mujer muy creyente, le gustaba ir a la misa del domingo que le hacía madrugar mucho y como yo era todavía muy pequeña, me dejaba en la casa durmiendo, o eso es lo que ella hubiera deseado. Cuando escuchaba la puerta me levantaba de un blinco, me vestía y saltaba por la ventana de mi cuarto, y antes de que entrara por la puerta de la parroquia ya me tenía cogida de su mano. Siempre me han gustado las cosas de la iglesia, incluso me hice un pequeño altar con una sagrada familia, hasta con flores que recogía de alguna maceta de las vecinas. A mi madre le decían que se me notaba vocación para monja, y quizás fuera verdad pero zanjó el asunto de forma radical. No iba a permitir que su única hija se fuera de su lado.

Pensábamos que al estar en el pueblo sería más fácil que fuera al colegio, por aquel entonces sólo había dos maestras de niñas, que ejercían en aulas alquiladas en casas particulares, no había ningún grupo escolar como sucede ahora. La respuesta fue la misma en ambos sitios, que no me podían coger porque había más niñas que sillas, que esperara al año siguiente... y así cumplí 9 años esperando... Hasta que a mi madre se le hincharon las narices y cogió una silla de mi casa, la plantó en una esquina del aula y le dijo a la maestra que de ahí no me movía hasta que aprendiera las cosas básicas que se tenían que saber para andar con soltura por la vida. A mí me gustó aquello desde el principio, estar rodeada de compañeras y aprender como lo hacían todas ellas.

Tanto me gustó la escuela, que la tomé como si me fuera la vida en ello, no tardando mucho en ponerme al día con respecto a las demás alumnas que llevaban ya varios años. Tanto es así que empecé a suscitar algunas envidias porque la maestra empezó a tener atenciones conmigo, y eso no era del gusto de la que sufre del mal de la envidia. Me costó una paliza que por pocas no me escapo para contarla. Un día me salieron dos niñas de una esquina y empezaron a darme golpes sin venir a cuento y gracias que apareció una señora y las espantó, me llevó a casa con mi madre, que me curó, y lógicamente fue a hablar con los padres que pusieron remedio al difícil asunto. Ya no me molestaron más, incluso aunque no llegamos a ser amigas, nos empezamos a soportar.

Esos nueve años me trajeron también cosas buenas, como la comunión, que para mí fue un coser y cantar, puesto que por las noches, desde que volví con mi madre, rezábamos por nuestra alma y de aquellos que no estaban. Ese gran día me levanté hecha un manojo de nervios pero con una alegría indescriptible. Mi madre detrás de mí, orgullosa, lloró de la emoción cuando el sacerdote me puso la hostia consagrada en la boca. Esa tarde lo celebré con un buen bocadillo con una onza de chocolate que mi madre pudo conseguir de una señora de Baza que solía venir en el tren de vez en cuando a comprar aceite. Después me quité el vestido blanco, lo colgué en el armario con mucho cuidado y me fui directa al lavadero para lavar un buen barreño de ropa de la casa del amo de mi madre. El deber es el deber.

A los once años ya no pude seguir en el colegio porque había que trabajar en lo que saliera, bien cogiendo oliva, tápena, almendra, y hasta de espantapájaros para que los pájaros no se comieran el trigo. Y fue en ese campo donde un día encontré en el suelo un gorrión pequeñín que se había caído de algún nido, y me dio tanta lástima que lo metí en el bolsillo de mi mandil y me lo llevé al cortijo que todavía conservábamos. Lo puse en una caja de cartón con un trapo para que le diera calor y así lo tuve hasta que empezó a comer solo. Lo llamé Pepito, como los muñecos que venían a la feria y que sólo las niñas con padres con más dinero podían tener. Al fin y al cabo era mi juguete y encima me hacía compañía. Mi madre me decía que lo echara al suelo y así lo hice, le recorté un poco las alas para que no se fuera y aunque luego le crecieron, ya se había acostumbrado a estar conmigo acompañándome a todos lados. Era una cosa digna de ver, hasta mis amigas del pueblo bajaban al cortijo a verlo. Del final del gorrión ni me quiero acordar, como era un animalico que no hacía  ruido, un día no me di cuenta y lo pisé. Quizás a ese Dios al que tanto rezaba se encapricharía con él y se lo llevó a su lado.

Dura es la vida de una viuda con hijos cuando no había ni pagas ni nada, aunque en el caso de mi madre fue un alivio. Ella era de Albox y en su juventud se echó un novio de Cantoria del que estaba muy enamorada. Mis abuelos no lo querían porque no era de su pueblo y lo obligaron a que la dejara. Pusieron tierra de por medio y la casaron con un vecino. Cuando un matrimonio no se quiere no puede ir bien, y este no lo fue, quizás por no poder soportar que tu mujer quiera a otro. Los años que vivieron juntos antes de su muerte fueron un infierno.  Dicen que el destino se escribe recto con renglones torcidos, o algo así, y así podemos describir esos años, en el que mi padre recibe una herencia de su madre y compra un cortijo en Cantoria con la suerte de que a doscientos metros escasos vivía Luis, el antiguo novio de mi madre. Volvieron a verse otra vez y comprobaron que seguían queriéndose aunque el también estaba casado y con hijos. Era un hombre muy guapo, con casi dos metros de alto, con el pelo rubio, con ojos azules, era muy simpático conmigo. Mi madre bajita pero bonita, con esa gracia propia de las mujeres menudas en compensación a su falta de estatura.

Fui creciendo, cumpliendo años, no paraba de trabajar y cuando tenía un rato libre, es decir, después de ir a por agua a la fuente con un cántaro clavado en la cadera o de lavar en el lavadero, iba al taller de costura de Angelita, que aunque no ganaba casi nada, aprendía el oficio.

No todo iba a ser trabajo, la vida también requiere momentos que se deben vivir con una intensidad especial, como el cosquilleo que se siente en esas primeras veces que te saca a bailar un chico, sobre todo si es un buen mozo. Mi primer baile fue en casa de mi amiga Lola, que aunque mucho mayor que yo, la consideraba así por las atenciones que tenía conmigo cuando trabajábamos sus tierras. Rafael un chico de Cantoria que trabajaba en Cataluña y que me doblaba la edad, me pidió un baile. Él tenía prisa por buscar una chica para casarse, ya que tenía 30 años, pero yo era demasiado joven, apenas había cumplido los 14 y empezando a vivir. Durante un tiempo me estuvo escribiendo cartas pero como no le contestaba, dejó de hacerlo. Aunque si les soy sincera, si no le escribí es porque ya le había echado el ojo a otro, moreno y muy guapo que me pidió un baile en el Casino un domingo. Yo ya lo conocía desde hacía años, desde que un día, estando subida en una morera cogiendo moras, llegó un zagal al que le decían el canuto que me quería quitar la falda cuando me bajara. Llegó este chico, que fue mi salvador y a pesar de ser de su misma edad, pudo retenerlo para que yo pudiera escapar.

Un baile llevó a otro y yo sin saber su pretensiones, fue a hablar con mi madre solicitándole su consentimiento para ser novios formales. Aceptó ella primero y después yo lógicamente. Al principio no estaba muy convencida, pero luego, como quien no quiere la cosa, no podíamos pasar uno sin el otro. Nos veíamos los jueves y domingos, pero siempre con alguien vigilando por si se le escaba la mano a mi novio. Antes se tenía un miedo tremendo a hacer "cosas" antes del matrimonio, porque si la relación fallaba y el novio hablaba mal de una ya nos podíamos despedir de que los chicos se nos acercaran.

Tardamos un año en darnos el primer beso que conmovió todo mi cuerpo, empezamos a vernos a solas, cuando podía escaparme de mi madre con alguna mentirijilla. Pero no todo podía ser perfecto...

En uno de esos bailes conocí a un tal Paco de la sierra de Los Filabres, que supuestamente tenía tierras y dinero, o eso alardeaba él. Este chico se enamoró de mi de una manera enfermiza, hasta el punto de perseguirme todos los días y obligar a su madre que se hiciera amiga de la mía para que le calentarla la cabeza con las dotes de su hijo.

Y así pasó, mi madre se quedó prendada de Paco, quizás ese afán por salir de la miseria cegó sus ojos obligándome a dejar de ver a mi novio. Me acompañaba a todos sitios, nunca permitía que fuera sola a ningún sitio, y yo necesitaba verlo como el corazón necesita bombear sangre a nuestro cuerpo y eso me provocaba mucha angustia, hasta el punto de pasar semanas enteras llorando por la desesperación. Las cartas que me escribía eran el único consuelo y su promesa de esperar a que tuviera 20 años para casarnos. Un día no pudo más y vino a hablar con mi madre con la intención de prometernos delate de ella y que diera su consentimiento para el matrimonio al cumplir yo la mayoría de edad. Se negó en rotundo.

Por esos días vino a ver a mi madre una prima de su marido para descanse y pidió verme. Yo estaba como he explicado antes, mucho más delgada, con los ojos rojos de tanto llorar y le preguntó a mi madre el motivo de ese sufrimiento. Mi madre le respondió que el chico que yo había elegido a ella no le gustaba, pero que sin embargo el otro era mejor partido. Ella le contestó que si no se acordaba que estaba haciendo lo mismo que en su día le hicieron a ella, separándola de su novio y casándola con su primo y que tanta desgracia le trajo, pero no sirvió de nada. Mi madre llegó a amenazarme con echarme de la casa y repudiarme.

Esa visita, además de avivó de nuevo las sospechas que tenía con respecto a mi padre, en la conversación entre ambas, hablaron de lo mal que iba el matrimonio de mis progenitores y que esto podía ser a que Pablo era estéril. Este dato hizo que pasara por mi mente, como si de una película se tratase, escenas y situaciones que no eran otra cosa que pruebas de que yo no podía ser hija de ese hombre. Una de ellas es que había en el pueblo una niña rubia como yo, con mi misma cara y mi mismos ojos y cualquiera diría que éramos hermanas, además, una tía suya cuando me veía me saludaba y besaba como si de su familia me tratase. Esa niña era hija de Luis, el antiguo novio de mi madre y cuando esta se casó ya llevaba en su vientre la semilla de su amor. Pero ya de poco servía saber que tenía un padre vivo, ya que este emigró junto con su familia a Cataluña y ya no lo vi más, aunque pasados los años tuve un hijo clavado a él, es como si dios me diese una oportunidad. Además mi madre se llevó el secreto a la tumba, fue una vecina con la que tenía mucha confianza la que me contó toda la verdad. En los pueblos ya se sabe, cualquiera mantiene un secreto.

Con todos estos trajines de recomponer el puzle de mi ascendencia, que más bien parece una novela sudamericana que tanto gustan a los mayores, Paco seguía sin darme tregua, cada vez iba a mas. Y lo peor de todo es que contaba con el consentimiento de mi madre, que consiguió que mi novio me dejara.

Yo me mantenía en mis trece, yo no quería ni ver y por narices tenía que soportarlo en mi casa a todas horas que de manera intencionada mi madre y la suya provocaban los encuentros. Un día, harta de ya de este tipo, le puse las cosas bien claras, que no quería ni verlo, que con sólo tenerlo cerca me daban nauseas. No me escuchaba, vivía en su mundo haciendo lo quería y yo para él era suya ya. Me cogió la mano con tanta fuerza que me hizo un moratón, acercó su boca hacia la mía y me besó. Sin pensarlo, le solté tremendo bofetón que lo dejé sentado de culo. Su respuesta fue coger un cuchillo grande, parecido a esos que se utilizan para matar cerdos y me lo puso en el cuello. O me casaba o me mataba allí mismo. Yo tenía 15 años, bajita y poca cosa comparado con el hombre que era Paco.

La situación en mi casa era insostenible, no tenía a más familia a quien acudir, y dejé de luchar, simplemente me puse en manos directamente del destino. En ese momento la rueda de mi generación empezó a girar sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Como la cosa en mi casa no estaba para gastos y menos para una boda, Paco me raptó y me llevó a su cortijo en la Sierra, donde supuestamente tenía esas grandes fincas. Aquello era un secanal que ni culebras y la vivienda, poco más que un corral. Allí me tuvo varios meses sin apenas salir y cuando no tenía más remedio que hacerlo, me daba pellizcos y bocados en la cara para dejarme marcas, así los hombres no se fijarían en mi. Cuando me preguntaban por aquello, tenía que responder que fue de alguna caída fortuita.

Al poco de llegar me dejó preñada y sólo consintió bajar a casa de mi madre cuando me puse mala, la misma estampa de la muerte. No pasaron ni dos días cuando aborté a la niña que llevaba dentro y yo estuve en puertas de irme con ella. Cómo iba a sobrevivir esa criaturica con la mala vida que me dio durante el embarazo. Cuatro meses para recuperarme y cuando lo hice, nos trasladamos definitivamente a Cantoria y aquí es donde empezó a agudizarse el grave problema de celos que tenía mi marido. Era celoso hasta de su sombra, incluso cuando tuve a mi primer hijo, cogió celos de él. Contaba con 17 años y yo no podía mas, mi madre vivía con nosotros y era la que hacía que aguantase, que donde iba a ir yo con una criatura tan pequeñica. A los 2 años me nació mi segundo niño y como no teníamos ni para una comadrona, lo tuve que tener yo sola. A los 3 meses se me fue la leche, seguramente de algún disgusto, el pan de cada día y el desvelo de mis noches. Paco no consentía darme un duro para comprar leche, lo poco que ganaba se lo gastaba. Mi niño lloraba mucho, a todas horas, siempre con hambre, e hice lo que una madre debe hacer, salir al campo a buscar trabajo, lo que saliera y así puede sacarlos adelante.

A los 22 años me nació mi tercer hijo, para ese entonces Paco tenía un par de amantes, Raúl y Odulia se llamaban. Vamos que no tenía manías a la hora de llevarse a alguien al a cama y como se dice ahora, le daba igual carne que pescado. Aquello fue un alivio, ya que con tanto trajín, me dejó un poco más tranquila. En aquella época, el que te gustaran los hombres pues no era bien visto y más para el orgullo que él tenía. Quizás fue eso lo que le motivó a emigrar a Bélgica, bendita decisión aunque por carta seguía en sus trece, pero bueno, ya no tenía que aguantarlo y encima me mandaba algo de dinero que luego tenía que darle cuentas, teniendo que llevar la contabilidad de mi casa como si de una empresa se tratase.

Solía venir cada dos o tres años a pasar las vacaciones y siempre traía a su amante de ese momento, aunque él decía que sólo eran amigas, pero a mí me daba igual, lo único que le pedía es que guardara las formas cuando estuvieran sus hijos delante. Pero ni eso, hasta dormían juntos porque según decía, era por la amiga necesitaba algo por la noche. Esa situación era insostenible y por eso cuando le increpaba, respondía marchándose.

Mis hijos fueron creciendo, se daban cuenta de lo que ocurría hasta que un día mi hijo César se le hincharon las narices, me cogió y me sacó de allí. Me llevó a casa de una muy buena amiga hasta que terminó de arreglar una pequeña casa que había conseguido. A los pocos días me fui allí con mis hijos y aunque no teníamos ni electricidad ni agua, los vecinos nos la daban. Mi hijo fue el que me liberó, amenazó a su padre, le prohibió terminantemente que se acercara a mí. Por fin sabría lo que es vivir sin una amenaza constante detrás de mí. Ya no lo vi mas aunque nunca paró de instigar, incluso mandó a personas de su confianza prometiéndome el oro y el moro, intentó comprar a algunos de mis hijos....

Y a partir de aquí la rueda empieza a girar, pero ya en la vida de mis hijos. Ellos continuaron manteniendo relación con su padre, que no les llevó nada más que a decepciones, pero eso querido lector, es otra historia, su historia.

Si habéis llegado leyendo hasta aquí, os preguntaréis que pasó conmigo después, si encontré al felicidad, esa que tanto gusta para los finales de una novela. Querido lector, permítame que te tuté, lo que he narrado pasó de verdad. A pesar de que muchas veces la realidad supera la ficción, yo soy un claro ejemplo de ello. Y si, después encontré a una persona fuera de aquí a la que realmente quise y me trató como lo que era, una persona. Viví con el una experiencia inolvidable, aprendí a amar de nuevo y a ser correspondida. Aunque la dicha no podía ser completa porque la sombra de mi vida anterior era demasiado alargada y una madre es una madre.