En una tranquila mañana de agosto de 1933, cuando el calor del levante hacía que las cortinas se movieran perezosas y las vecinas barrían la acera al ritmo de las campanas de la iglesia, el silencio de la calle fue roto, no por el pregón del panadero ni por el silbido del afilador, sino por la voz clara y alegre de una muchacha que cantaba mientras fregaba los platos.
Juana Contreras, con apenas quince años, tenía por costumbre alegrar sus quehaceres domésticos con canciones populares. Decían quienes la oían que no desafinaba ni por descuido, que tenía una voz dulce como el pan de higo y que era un gusto escucharla desde la calle o el patio de luces. Su canto, más que molestar, parecía darle un poco de vida al vecindario.
Pero no todos compartían ese sentir. En la casa contigua vivía Rosalía Aguilera, mujer entrada en años, de ceño siempre fruncido y corazón de luto. Luto riguroso, como se decía entonces: vestido negro, persianas entornadas, y ni una sonrisa desde que la muerte se le había llevado a su esposo. En su duelo, los cantos de Juana eran una irreverencia, un insulto a su dolor, una puñalada de alegría contra la quietud que ella había impuesto en su hogar.
Una mañana, cuando Juana entonaba una copla especialmente vivaracha, Rosalía, que ya llevaba varios días acumulando fastidio, alzó la voz por encima del canto:
—¡Niña! ¿Te quieres callar ya? Que una tiene derecho a su luto y a su paz.
Juana, desde el fregadero, con las manos mojadas y la mirada altiva, respondió sin perder la compostura:
—Y yo a cantar en mi casa si me da la gana. Que el luto suyo no lo tengo yo.
Esa respuesta fue como un fósforo encendido en un charco de gasolina. De las palabras pasaron a los gritos, y de los gritos a los gestos. Rosalía, fuera de sí, cruzó el umbral con una silla en la mano —una vieja silla de anea, testigo de muchas penas— y se la lanzó a Juana, alcanzándola en la frente. El primer golpe no fue el único. Hubo zarandeos, empujones, más sillazos, y algún que otro tirón de moño.
La madre de Juana, al oír los alaridos, entró como un rayo en la cocina y separó a las combatientes como pudo, no sin antes recibir también algún codazo involuntario. Sin perder un minuto, se dirigió a la autoridad competente para denunciar la agresión. Juana, con un chichón en la frente y la dignidad intacta, declaraba que lo único que había hecho era cantar.
Rosalía, en su defensa, negó primero todo. Que silla ninguna, que sólo habían sido palabras. Pero al verse acorralada por los testimonios de los vecinos que se asomaban al patio con el morbo propio de las broncas ajenas, terminó reconociendo el arrebato. Eso sí, añadió con voz temblorosa que lo había hecho por defender a su santa madre, aunque no estaba del todo claro si hablaba de su madre de sangre o de la Virgen María.
El Diario de Almería recogió la noticia con cierta sorna, elogiando la voz de la joven Juana y dejando entrever que, en este mundo de penas y duelos, aún hay quien se atreve a cantar.
Relato inspirado en una noticia del Diario de Almería, 25 de agosto de 1933
El Diario de Almería del 25 de agosto de 1933