El karma

Por Loly Osuna

Padre...

Francisco Marciano era un labrador que vivía en un cortijo del Arroyo Albanchez a principios del siglo XX con su mujer Inés. Fruto de este matrimonio nacieron cinco hijos, y fue en el parto del último cuando ocurrió una tragedia, una complicación en el alumbramiento que le produjo una hemorragia interna y con ella, la muerte. Inés perdió la vida sin poder ver la cara asu último vástago, sumiendo a su marido en una profunda soledad. Se hizo cargo de inmediato de las cinco criaturas, haciendo a la vez de padre y madre sin apenas ayuda de nadie.

Nunca se le pasó por la cabeza de buscar otra mujer, quizás porque entre el trabajo y su familia no tenía apenas tiempo ni de pensar, o posiblemente por miedo de dar con una persona egoísta, que sólo mirase por los suyos e hiciera sufrir a sus niños. Dentro de su entorno familiar hubo voces que le aconsejaron que se quedaran con los mayores, que ya estaban en edad de trabajar y repartiera a los pequeños entre los parientes y vecinos que no podían tener hijos, como era la costumbre en esa época o incluso, en el peor de los casos, llevarlos a algún hospicio que le buscaran unos padres adoptivos. Eso nunca pasó por su cabeza, porque él los necesitaba más que nunca y eran su razón de vivir.

Los años fueron pasando y con ellos se fue poco a poco la vitalidad y la fuerza de Francisco. La vejez llegó sin esperarla con todos sus achaques, haciendo más difícil seguir trabajando sus tierras. Por eso decidió repartirlas entre los suyos. Unos cuantos bancales y paratos que había conseguido comprar con mucho esfuerzo y sacrificio, para asegurar un porvenir de los suyos. Estos ya habían formado sus propias familias, habían llegado ya los primeros nietos, y con ellos sus preocupaciones y anhelos.

Al ver que el padre estaba ya muy mayor, que no podía trabajar la tierra y que se había convertido en una boca a la que mantener, se reunieron los cinco hijos para abordar el tema y buscar soluciones. Pensaron en el problema que les venía encima cuando se pusiese malo y necesitara cuidados, que eso sería destinarle mucho tiempo. Tiempo que necesitarían para trabajar en el campo y cuidar del ganado, que no perdona ni domingos ni festivos. ¿Qué hacer con él? Se preguntaban.

La solución no tardó en llegar, escogiendo el camino más recto y rápido que solucionaría para siempre su “problema”, y este pasaba por el Hospicio de San Antonio Abad de la ciudad de Cuevas de Vera. Una entidad destinada a acoger a ancianos sin recursos que estaba gestionada por las monjas y costeado en gran parte por la marquesa de Almanzora. Este centro distaba a unas cuantas leguas de Cantoria. ¡Qué bien estaría padre rodeado de las atenciones de esas afables monjitas que lo cuidarían con devoción cristiana y más cuando contaban con el aval de la Sr. marquesa doña Catalina! Y aunque pillaba un poco lejos, irían de vez en cuando a visitarlo para que no se sintiese solo y abandonado.

El siguiente paso es decidir quién lo llevaría, y lo echaron a suertes. Le tocó esta amarga tarea a Jacinto, el menor. Hasta tal punto le carcomía por dentro, que no se atrevió a contarle la verdad. Le dijo a su padre que se preparara, que cogiera algo de ropa, que iban a ver a su pariente Federico que vivía en Pulpí y que vendía unos animales a buen precio.

Cuando faltase poco para llegar, le explicaría las cosas con más calma. Tenía todo el camino para pensar, para buscar las palabras adecuadas que no lo hirieran, convencerlo de que era la mejor solución y que en ningún sitio como aquel para que recibiese los cuidados que necesitaba.

En sol comenzó a iluminar el día en que debían partir. Francisco, con sus mejores ropas ya esperaba a Jacinto en el pollete de la puerta del cortijo.

-          Hola padre,  ¿está usted preparado?

-          Si tú lo estas yo también. Dijo francisco mirando a su hijo a los ojos.

Jacinto apenas levanto los ojos del suelo, agarró una de las burras y la acercó al poyato para que su padre se pudiese subir. Necesitó de ayuda como es normal en un anciano que había trabajado tanto. Bajaron por el Arroyo en dirección a Almanzora, allí continuaron por el Camino Real que les llevaría a su destino. Las horas empezaron a pasar, y al principio Francisco hablaba por los codos, pero solo encontraba asentimiento por parte de su hijo, por eso poco a poco se fue apagando su voz.

Conforme avanzaba el día Jacinto notaba que el cuerpo de Francisco parecía pesar y pesar cada vez más, y cuando miraba hacia tras, creía ver algo muy raro, como si de su padre saliese una capa de pelo que no podía ni describir, era como un enorme zorro u otro bicho raro al que las patas le iban creciendo y arrastrando de la caballería. Al volver a mirar, esta visión desaparecía, aunque la burra seguía sin poder apenas avanzar. Sería el cansancio, pensó, y aunque se restregaba los ojos para espabilarse, al volver la mirada de nuevo, la extraña imagen reaparecía.

Decidió parar para inspeccionar la burra de su padre, pero no encontraba nada raro en el animal que le impidiese su marcha. Pero al seguir con el camino, se volvían a repetir las mismas imágenes espeluznantes que te dejaban la sangre helada. Al llegar la zona de la ermita de Santa Bárbara donde se encontraba una pequeña rambla llena de eucaliptos que hacían bastante sombra y una piedra que invitaba a tumbarse, tomó la decisión parar y hacer noche en ese lugar. Al día siguiente vería las cosas de otra manera.

-          Debemos de parar a descansar y dormir un poco si le parece bien padre.

-          Como tú veas hijo. -Contesto el anciano sacando su zurrón enganchado a las aguaderas de la burra.

-          ¿Que lleva usted ahí?

-          Nada hijo, solo lo necesario.

Al vaciar el zurrón cayeron un trozo de pan, otro de tocino, su navaja de siempre, la bota del vino y la única foto que tenia de los hijos cuando aún eran pequeños. Jacinto miró la imagen amarillenta que su padre tenía entre sus dedos y con las manos temblorosas se la llevó a la boca para besarla.

-          No puedo dormir sin besarla hijo mío, sois lo único que tengo, sin vosotros mi vida no  hubiera tenido sentido.

-          Vamos a comer un poco y a descansar- Jacinto cambio la conversación, tenía los ojos tristes, temía que llegase el momento tan duro de contarle a su padre la verdad.

Con los primeros rayos de sol Jacinto se despertó y vio a su padre arrodillado en la piedra, con la cara inundada de lágrimas que caían como un hilo por sus arrugas.

-          Padre ¿qué le ocurre?, ¿porque llora?

Francisco se limpió con el puño de su camisa, la buena, la de los domingos y mirando a lo lejos le contesto:

-          Hijo mío sé dónde vamos, lo he visto en tus ojos pero no estoy triste por mí, sois mis hijos y lo único que me importa. Si tus hermanos y tú habéis tomado esa decisión, creo que no habrá sido nada fácil. Yo estaré bien atendido por las mojas, por eso no lloro por mí, es porque dentro de unos años, en esta misma piedra, harás noche cuando tu hijo te traiga y eso, sólo de pensarlo, sí que me parte el corazón.

Jacinto no pudo contenerse y rompió a llorar, se abrazó a su padre

-          Padre, padre, perdóname, no hemos actuado bien contigo, no te puedo decir otra cosa en nuestra defensa.

-          No te preocupes hijo mío, siempre se ha dicho “un padre es para cien hijos pero un hijo no es para un padre”.

Lloraron abrazados en silencio largo rato hasta  agotar las lágrimas, luego desayunaron y se subieron a las burras. Cuando Francisco vio que volvían por el mismo camino que los había traído avisó a su hijo.

-          Hijo te has equivocado, el camino a Cuevas es rio abajo.

-          No padre, ese camino sé dónde lleva y no me gusta, asique volvemos a casa que es donde no tendríamos que haber salido nunca.

-          ¡Pero hijo… tus hermanos…!

-          Nada padre, se viene a mi casa, que allí lo están esperando sus nietos, y sólo le pido que me ayude a criarlos y encauzarlos para que se conviertan en el día de mañana en buenas personas. Esa será su mejor herencia.