Confesión

Por Mateo Muñoz Mártínez

Relato basado en la vida de la tía Encarnación la Santa escrito. Ver Biografía

«Siempre he sentido una gran curiosidad, pero nunca he sido capaz de preguntarte» Josefa la Escolmaollas, se queda mirando fijamente a su hija al escucharle hablar. «Creo que nunca lo he hecho por respeto, pero ahora es el momento de hacerlo, necesito aclarar la duda» Pepa se encuentra sentada frente a su madre, junto a la mesa camilla, en la salita de la casa de Josefa. «Tú dirás hija mía, cuál es esa duda» Pepa guía la mirada hacia el plato de guiso: empieza a remover, con la cuchara, las patatas que contiene. Guarda silencio durante unos minutos, no sabe como enfocar la pregunta, que le ha rondado por la cabeza desde hace un par de años, y no quiere poner a su madre en un compromiso.

«¿Por qué cuidaste a la tía Encarnación? No era de la familia y nunca le faltaba de nada, la gente del pueblo le llevaba comida y en ocasiones también ropa. ¿Por qué te hiciste cargo de ella hasta su muerte?» Pepa no ha podido levantar la vista del plato, se a quedado quieta, siéndole imposible incluso el parpadear; no sabe muy bien cual va ha ser la reacción de su madre ante tal interrogante. «Le debía mucho a la tía Encarnación. No podía compensárselo de otra manera» Josefa ha terminado de comer. Se levanta de la mesa, se sienta en la mecedora que hay junto a la ventana y empieza a mecerse canturreando. «No lo entiendo, ¿qué le debías?» Sorprendida por la respuesta, Pepa, no da crédito al comportamiento de su madre, ya que no ha recibido una respuesta explicativa por su parte.

«Estoy algo cansada, sabes que no me encuentro últimamente muy bien. La tía Encarnación, como bien le decían, era una santa. Yo, y más de uno de este pueblo, le debíamos mucho» Josefa se recuesta entornando los ojos, sin dejar de canturrear. Pepa se levanta, recoge la mesa y se dirige hacia la cocina. Friega los platos y los cubiertos intranquila, el canturreo que tiene su madre, nunca se lo había escuchado. Le son inaudibles las palabras de la canción, pero la melodía la ha percibido antes de boca de otra persona y el no recordar de quién le está poniendo nerviosa.

Una vez terminada su labor, pone la cafetera y encamina sus pasos a la salita. «Mamá he puesto café, ¿lo vas querer solo o con leche?» Josefa abre un ojo y ve a Pepa junto a la puerta. «Hoy lo tomare acompañado, pues no estamos solas» Pepa no entendiendo que quiere decirle, se acerca y le pone una mano en la frente «Mamá, ¿Qué dices? ¿Te encuentras bien?» Josefa entreabre los ojos «Estoy bien, no te preocupes. He dicho que el café es mejor tomárselo hoy acompañado de leche» Pepa suspira hondo, se había preocupado al no haberle entendido bien al principio, da media vuelta y recorre, una vez más, el camino que lleva hasta la cocina.

De vuelta con una bandeja, se sienta en otra mecedora al lado de su madre, sirve el café y le tiende una de las tazas. Josefa se incorpora, coge la taza con ambas manos y empieza a soplarle. «No es necesario que lo hagas, la leche no la he calentado, está templado, como a ti te gusta» «Gracias hija, tú como siempre, tan complaciente con tu madre» Josefa le dirige una cariñosa mirada a su hija, la cual se pone colorada cuando se cruzan ambas miradas.

«Recuerdo con miedo la historia del entierro del tío Jacinto» Josefa suspira y vuelve a recostarse, su hija insiste en hablar de la tía Encarnación «¿No sentiste miedo cuando la tía Encarnación se puso en la puerta de la iglesia impidiendo que sacasen el féretro?» Josefa respira hondo y suelta el aire lentamente «No fue en la iglesia, fue en la misma casa del tío Jacinto, cuando iban a llevarlo hacia la iglesia» Pepa, se queda dubitativa, «¿Estas segura?» «Y tanto, como que estaba allí presente. Los sobrinos cogieron el ataúd y justo antes de salir por la puerta de la casa, se interpuso la tía Encarnación, diciendo que no era el momento de irse, que había unos demonios en la puerta esperando para llevarse el alma del tío Jacinto a los infiernos» «¿La tía Encarnación veía a los demonios?» «No, ella no los veía. Los sentía, notaba su fuerza, su maldad, por eso sabía que estaban allí. Todo el mundo se quedó en silencio, nadie dijo ni mu. Los sobrinos de Jacinto llevaron el ataúd donde estaba y cuando la tía Encarnación dijo que se habían marchado, nos fuimos para la iglesia y después a darle santa sepultura» «¿Yo no podría estar tranquila sintiendo demonios, viviendo en ese constante temor?» Pepa coge la taza de su madre y la deja encima de la mesa. «Ella no tenia miedo, se había acostumbrado a vivir con sus presencias. Decía que la Virgen del Carmen la protegía, no sentía ni pizca de pavor. Todo lo contrario, su afán era enfrentarse a ellos para que se marcharan y dejasen a la gente del pueblo tranquila».

«Pero le atormentaban a diario, porque el otro día en la panadería, escuché a una mujer relatando una anécdota que le sucedió y que ella misma se la había contado» Josefa ríe al ver la cara de temor que tiene su hija «A ver, sorpréndeme» Pepa deja su taza al lado de la de su madre, respira hondo, y entorna los ojos, no sabe si lo hace por darle más emoción a la historia o bien por el miedo que siente al recordarla. «Decía que siempre era tentada por el Demonio. Que un día estaba poniendo el puchero en la lumbre y echó el último aceite que le quedaba. Se volvió a por cebolla y tomate para el sofrito y justo en ese momento se volcó la hoya del puchero. Se oyó un gran estruendo de cadenas y la tía Encarnación exclamó: -¡Vas apañado si piensas que me voy a impacientar por esto y que sepas que del Arroyo me traen una alcuza de aceite, así que es perdido todo lo que briegues!-» Josefa no puede resistir la risa «Y al poco apareció en la casa, Juana la del molino, con una alcuza de aceite, ¿fue así como terminó el relato que contaba esta buena señora?» Pepa, no daba crédito, pues su madre también había escuchado hablar de aquello, asombrada asintió con la cabeza confirmándole así el final de la historia.

«No eran todos los días, sólo los sentía de vez en cuando. Es verdad que los demonios la tentaban, pero no las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año» Pepa mira a Josefa con miedo, igual que cuando era pequeña y  su hermano Paco le contaba alguna historia de terror. Josefa le coge la mano y la acaricia «No te alarmes, que no es para tanto, a la tía Encarnación le tenían mucho respeto. Eso son sólo las malas lenguas que quieren que se le recuerde como una mujer atormentada, como si fuese una loca. Mira como esas lenguas no cuentan otras historias sin que haya demonios de por medio» Pepa respira hondo y agacha la cabeza preguntándole: «¿Es que las hay?» Josefa, molesta por la pregunta y con un cierto tono de irritabilidad, coge a su hija de la barbilla obligándola a alzar la vista.

«¿Recuerdas a las hermanas García?» Pepa cambia su gesto de miedo por el de asombro, pues a cuento de qué, viene a preguntarle por esas hermanas, cuando todo el mundo las conocía por ser las mejores bordadoras de la zona. «La tía Encarnación pidió dinero para comprar el órgano del coro de la iglesia» Pepa asiente con la cabeza «Una tarde de verano, a pleno sol y cuando más calor hacía, tocó a la puerta de la casa de estas señoras, para pedirles algunos reales. Ellas le dijeron que no tenían nada para darle, aunque fuese para una causa tan bien justificada. A lo que la tía Encarnación les contestó: -Subid la sala, en la habitación principal tenéis un arcón de madera marrón, forrado su interior con terciopelo rojo, justo al fondo, tenéis una mantelería bordada por vuestras manos, si la vendéis ya tendréis algo que donar para lo que ando pidiendo-. Sin mediar ni una sola palabra más, dio media vuelta y se marchó. Las hermanas, una vez cerrada la puerta, subieron a prisa donde la tía Encarnación les había indicado, siendo sorpresa doble, al encontrar al fondo de dicho arcón una mantelería que habían bordado hacía años y que ni ellas mismas se acordaban de su existencia» Pepa no sale de su asombro, por vez primera estaba escuchando hablar de la tía Encarnación sin que hubiese ni un solo espíritu «Esa misma tarde vendieron la mantelería y buscaron a la tía Encarnación para darle el dinero obtenido de la venta» Josefa se incorpora hacia delante acercando su rostro al de su hija «Así que también hizo proezas sin que Satanás estuviese presente» Vuelve a recostarse entonando, una vez más, la melodía que a Pepa tanto inquietaba.

Después de un largo silencio, Josefa recuerda otra de las historias. Sin abrir los ojos, la relata en voz baja «Otro caso es el de Paquita la abuela de José el Cuchara que fue a ver a la tía Encarnación porque quería saber de su hijo que estaba haciendo el servicio militar y del que no tenía noticias desde hacía tiempo. La tía Encarnación le dijo: -Esta tarde cuando esté en oración voy a preguntar por tu hijo a Nuestro Señor, vete tranquila-. A otro día se cruzaron, justo en la plaza de la Constitución, la tía Encarnación paró a Paquita diciéndole: -No te impacientes, tu hijo está bien, lo he visto que llevaba una toalla alrededor del cuello e iba a bañarse. No te habrá escrito por otra cosa. Ya sabes como son los jóvenes de hoy día-»

Pepa no había oído hablar de ninguna de estas dos historias, ¿lleva razón su madre? ¿La tía Encarnación también hizo proezas sin necesidad de enfrentarse a ningún mal?

Pepa se queda abstraída. Sin levantarse de la mecedora, coloca las tazas y la vasija del azúcar en la bandeja «La historia que recuerdo sin demonios es la que contaba papá» Josefa suspira hondo «Tu padre era un gran devoto de Nuestro Padre Jesús Nazareno y creo que es la única que conocía porque fue testigo de ella» Pepa enlaza los dedos de ambas manos, nostálgica al recordar a su padre sentado, en la silla de anea, al lado de la chimenea, donde solía hacerlo. Vuelve la cabeza y mira fijamente ese rincón tan característico de la casa y que tan buen recuerdo le trae, visualizando a su padre, como si fuese ayer mismo, una de esas noches de invierno en las que solía relatarla...

…………………………

«Me encontraba en la casa de mi gran amigo Andrés “El Colorao”, estaba el pobre muy mal, apenas podía moverse, pero el Señor le concedía tener la cabeza en su sano juicio. Llegó el Padre Cura para darle el viático; Juana, su mujer, se había empeñado que lo recibiera y también que confesara, no fuera a morir sin antes haberlo hecho. Total, que salimos de la habitación y estuvimos casi una hora esperando a que terminasen. Yo sólo pensaba que Andrés no podía tener tantos pecados, pues hombre como él no había en el pueblo. Una vez acabó el cura con sus rezos, se marchó; volvimos a entrar al dormitorio, allí estaba Andrés con la respiración alterada y algo nervioso; su mujer fue a prepararle una tila para calmarle ese nerviosismo y yo me quedé hablándole de lo último que había acontecido entre los vecinos del pueblo, para así dirigir su mente a otros pensamientos.

A todo esto llamaron a la puerta, Juana salió a abrir, y oí la voz de la tía Encarnación que preguntaba por la salud de Andrés. a lo que Juana la invitó a entrar para que pudiese verle. La tía Encarnación empezó a preguntarle que si tenía muchos dolores, que si había comido bien aquel día, vamos, lo que suelen preguntar las mujeres. Pero una pregunta cambio el rostro de los que estábamos allí presentes: -Andrés, ¿tú tienes alguna promesa hecha al Padre Jesús?-. Juana se quedó pálida, pues no sabía porqué la tía Encarnación hacía semejante pregunta.

Andrés miro a Juana y le dijo: -Como no sea que dijimos de pagarle la cristalera de la urna donde esta metido en la iglesia, otra cosa que yo recuerde no-  A Juana le dio un vuelco el corazón-. Es verdad y aún no lo hemos cumplido, maldita cabeza la mía. Tía Encarnación, ¿como sabias que teníamos pendiente ese ofrecimiento con el Padre Jesús?-. Encarnación se giró hacia Juana y le puso una mano en el hombro –He oído las campanillas de los monaguillos que acompañaban al sacerdote que iba a llevar el viático a algún enfermo. He salido a iluminar la calle con un candil y he visto como Nuestro Padre Jesús los acompañaba detrás. Los he seguido y he visto que entraban a tu casa y él con ellos-. Juana no puede evitar las lágrimas y rompe a llorar, su mayor temor es que su esposo pase la eternidad en las llamas del infierno.

Andrés se incorporó toscamente en la cama y me dijo: -Francisco, mañana por la mañana acompañas a mi mujer al cristalero, vais a la iglesia y tomáis las medidas de la cristalera para que la ponga- Yo le asentí con la cabeza, pues no podía mediar palabra después de haber escuchado a la tía Encarnación. ¡Ella ha visto a Nuestro Padre Jesús! ¡Verdaderamente es una Santa! A la mañana siguiente fui con Juana al cristalero, tomamos las medidas y no tardó una semana en colocar la cristalera. A los pocos días falleció Andrés. Estoy seguro que está junto a Nuestro Padre Jesús en el cielo, pues había querido que la tía Encarnación lo viese para que no pereciese en los infiernos.»

…………………………

Pepa, tiene los ojos brillosos y la mirada fija en la silla de anea; parece como si estuviese viendo a su padre sentado en ella, con la boina puesta y el gallado en la mano, como era costumbre verlo cuando relataba alguna de sus historias. «No vayas a llorar que tanto Andrés, como tu padre están junto a Nuestro Padre Jesús» Josefa nuevamente a cogido a Pepa de la mano, la cual vuelve la cabeza, con lágrimas recorriéndole las mejillas. «Perdóname mamá, me es inevitable no entristecerme cuando recuerdo a papá, después de más de cuatro años de su muerte lo sigo echando de menos» «Y lo echaras de menos mientras vivas, no te agobies que así es la vida. Unos se van y otros se quedan. Sólo permanece el recuerdo. Y hemos de recordarlo con cariño, con el mayor de los cariños» Pepa, saca un pañuelo del bolsillo del delantal y se seca las lágrimas. Josefa vuelve a entrecerrar los ojos y a tararear la melodía.

«¿Qué cantas mamá? Me suena mucho esa melodía» Josefa entre susurros le dice «Es una canción que oí hace tiempo y que hoy esta muy presente en mi cabeza» Abre los ojos y mira por la ventana, en ese momento pasa María la del agua con un par de pollos en la mano. Josefa se ríe «Que par de pollos lleva María, seguro que son para hacer cocido. Con todos los que son en su casa tiene arreglo para toda la semana» Pepa se ha levantado, se encuentra casi en la puerta con la bandeja en la mano «Voy a llevar esto a la cocina, ¿quieres algo?» Josefa sin apartar la vista de la ventana contesta «Ahora mismo no necesito nada, dentro de un rato puede que te necesite para vestirme» Pepa, se encamina la cocina con un único pensamiento «Está muy rara, dice cosas que no las entiendo, debe de ser agotamiento, la vejez la tiene cansada»

«No dudará en llevarte un trozo tía Encarnación» Josefa esta medio dormida, hablando sola. «No le pasará como a Dolores, cuando mató un  pollo y apartó un trozo para llevártelo, por si no tenías nada que comer. Tantas fueron las veces que decidía ir a llevártelo como las que se decía de no ir. Al final se decidió y cuando llegó a la puerta de tu casa le dijiste: -Hay que ver hija mía cuanto has peleado con el demonio para traerme el pollo que tanta falta me estaba haciendo-. Pasados unos días, me lo contó Dolores y me prometió que nunca faltaría un trozo de pollo en tu casa cada vez que matase alguno. Y así fue, tía Encarnación, que hasta el mismo día de tu muerte te llevo un buen trozo de uno de los mejores pollos de su corral».

«¿Con quién hablabas mamá?» Pepa, acaba de entrar en la salita y ha estado escuchando a su madre hablar. Josefa abre los ojos y comprueba que no hay nadie más con ellas. «¿Con quién va a ser si no contigo? No te había sentido irte» «Pero si te he dicho que si necesitabas algo, que iba a dejar la bandeja» La preocupación de Pepa va cada vez a más grande, el comportamiento de su madre no está siendo nada lógico. «No te he escuchado, estaría medio dormida cuando me has hablado» Josefa se hecha hacia delante e invita a su hija a tomar asiento. «¿Quieres saber la verdad?» Pepa no sabe que hacer, no entiende a su madre. «¿Qué verdad?» le pregunta con cautela. «El por qué cuidé a la tía Encarnación» Pepa toma asiento, con los ojos abiertos de par en par. «Te lo voy a contar, pero antes has de prometerme que no saldrá de las paredes de esta casa» Pepa, asiente con la cabeza, su desconcierto no la deja hablar. «Solamente la saben dos personas, una de ellas ya esta muerta, y a la otra le quedan pocos días de vida» Josefa vuelve a tomar la postura recostada en la mecedora. Mirando fijamente a su hija a los ojos le dice «No interrumpas, no preguntes y no hables. Simplemente escucha, una vez haya terminado, responderé a todas y cada una de tus dudas» Pepa más intrigada que antes, vuelve a asentir, abriendo más aún los ojos, pero sobre todo los oídos para escuchar la historia que su madre iba a comenzar…

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«La casa me asfixia, no puedo estar entre estas paredes». Recogiendo la mesa, la tía Encarnación pronunció estas palabras; ni ella misma les encontraba sentido, pero tiene en su pecho opresión y ha de hacer caso a lo que dice, o más bien, como algunos dirían a lo que le dicen. 

Fregoteando, se le resbala un vaso y cae al suelo haciéndose añiscos. «Ya voy, ya voy. Déjame solo un momento, necesito recoger la casa para salir de ella. No puedo irme dejando las cosas por medio». Escoba en mano, barriendo los pedazos, la tía Encarnación no para de repetir: «Se que algo malo va ha suceder, no se el qué, pero tu me guiarás para así evitar ese mal» Se dirige hacia su alcoba, coge su mantón de lana, se lo rodea al cuerpo y decida guía sus pasos hacia la puerta.

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«¡ Cuántas veces he de decirte que no! Estoy cansado de repetirte una y otra vez lo mismo. Solo he ido a venderle aceite. ¿Por qué no me crees?» Francisco se encuentra furioso, cada vez le cuesta más trabajo comprender los celos de su mujer. «¡Ve tú a vendérselo! Estoy harto de decírtelo. ¡Ve tú a vendérselo!». Francisco se dirige rabioso hacia la salita de la casa, se sienta en la mecedora  y empieza a respirar hondo para tranquilizarse. Intentando dejarse llevar por el ruido de la leña ardiendo, que hay en la chimenea, para así templar los nervios.

Josefa, sentada en la cocina, entre suspiros y con las manos en la cara, repite una tras otra las mismas palabras: «No te creo. Acaso piensas que soy tonta. ¡No te creo!». Su amargura es tan fuerte que le cuesta trabajo respirar. «Se que lo haces, como hombre que eres, lo haces. Todos lo hacen y tú no vas a ser menos». Francisco inspira hondo, sin dejar de pronunciar para sí mismo, las únicas palabras que le ayudan a no encolerizarse contra su mujer: «Por favor deja tus celos a un lado, solamente cumplo con mi obligación, que es ganar un jornal para poder alimentarnos»

Rabiosa, Josefa se levanta y recorre el pasillo de la casa gritando: «Lo sé y no quieres decírmelo. Reconócelo de una vez». Entra en la salita y observa a su marido, meciéndose en su butaca favorita. Se queda quieta, de pie frente a él, mirándole fijamente. Tras unos segundos, derrumbándose, rompe a llorar desconsolada. Entre quejidos se sienta a los pies de su esposo, cual perro fiel lo hace junto a su amo. La respiración de él es cada vez más profunda, intentando contener la ira, no pretende alzarle la mano. Como hombre, la quiere y respeta, siéndole imposible el provocarle daño alguno. De un solo golpe se pone en pie, «No lo soporto. ¿Cómo es que no lo entiendes? ¿Qué he de hacer para que me creas?» Francisco anda de un lado a otro de la habitación, cual alma inquieta, sintiendo como su matrimonio se desquebraja por momentos. Josefa, secándose las lágrimas en el delantal, sintiendo el frío suelo, le responde: «Dime la verdad, aparte de venderle aceite también te acuestas con ella, confírmamelo y todo habrá terminado». Francisco se para en seco, se gira con mirada furiosa hacia su esposa, pero al verla tirada en el suelo, como si fuese un trapo sucio al que nadie hace caso, no puede evitarlo y siente compasión por ella. Se agacha, acerca su cara a la de ella y le da un beso en los labios diciéndole: «Te quiero».

«Es mentira. No sientes lo que acabas de decir. No te creo» Absorta en sus pensamientos y con la mirada perdida, Josefa, no se da cuenta que Francisco no está a su lado, que ha salido de la estancia. Desesperada se levanta de un salto: «¿Dónde has ido hijo de Satanás? ¿Tan poco hombre eres, que no eres capaz de decirle la verdad a tu mujer?» Como alma que se lleva el diablo empieza a abrir todas las puertas de la casa, no lo encuentra; su desesperación la ha cegado tanto, que no ha visto a su marido tendido en la cama llorando como un niño pequeño, que acaba de perder su juguete favorito.

«He de ponerle fin a tanta desesperación. Me es imposible seguir respirando. No aguanto más.» Enloquecida y ciega de celos, Josefa se dirige hacia el corral, ni ella misma sabe lo que hace. Coge una cuerda, la que usan para amarrar a la burra, se la rodea a la cintura, la cubre con su falda y sin encomendar su alma a nadie sale de la casa.

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«Con tu manto bordado de flores, que guapa estás Virgen del Carmen. Guíame, hazme cruzar con ese demonio y así su mal podré evitar» La tía Encarnación, reza en voz baja su plegaría. Desde que salió no se ha cruzado con nadie. «Madre Santa del cielo, tú que nos proteges, hazme ver al demonio para expulsarlo de las casas de este pueblo» Tres veces son ya las que baja por el Callejón de Don Alejo, sabe que por allí cerca ha de pasar el cortejo fúnebre de un alma que va a perecer en los infiernos.

Josefa, cabizbaja, dirige sus pasos sin rumbo, pues ni siquiera se lo ha planteado; solo sabe que se encuentra andando por la Calle de los Parrales, guiándose hacia  la Rambla de Torrobra, donde hay centenarios olivos.

«Hay estás ya te veo. Maldito demonio, vete por donde has venido que en este bendito pueblo no te quiero ver más» Son palabras en susurros, de la tía Encarnación, al ver la silueta de una mujer que baja por la Calle de los Parrales a escasos quince metros de donde ella está. «¿Qué camino llevas Josefa?» Le pregunta la tía Encarnación al reconocerla.

Josefa desconcertada, alza la cabeza, y ve a la tía Encarnación, con mirada comprensiva, parada en la esquina del Callejón de Don Alejo. «Voy a darme una vuelta, tía Encarnación» En su voz ha quedado reflejada su gran desesperación. La tía Encarnación, imponiéndosele como nunca antes lo había hecho le dirige una mirada cariñosa, y con voz tranquilizadora le dice: «¿Y para qué quieres la cuerda que llevas en la cintura? Anda y vuélvete. Reconcíliate con tu marido y no tientes al demonio que en tu casa haces falta» Josefa, sin pronunciar ni una sola palabra agacha la cabeza, acaricia con ambas manos su cintura, notando la rugosidad de la cuerda, da media vuelta y recorre el mismo camino que acaba de hacer.

…………………………

Pepa, boquiabierta, mira fijamente a su madre. No da crédito a lo que acaba de escuchar «¿Estuviste a punto de suicidarte?» Josefa, con los ojos puestos en el cuadro de la Virgen del Carmen, no puede mirar a su hija a la cara «Así es, estuve a punto de acabar con mi vida por unos celos sin fundamentos. Tu padre era un hombre muy guapo; traía a más de una de las mozas del pueblo, de cabeza. No podía resistirlo. Cada vez que salía a vender el aceite, yo me quedaba sola en la casa y los malos pensamientos no paraban de rondarme. Por temprano que él regresara, siempre se me figuraba tarde» Josefa rompe a llorar, es la primera vez que pone palabras a su historia, jamás había salido de su boca, ni siquiera lo había hablado con la tía Encarnación, ya que con ella no era necesario.

«Al poco tiempo me quede embarazada de tu hermano Paco y con él vino la alegría. Mis celos fueron desapareciendo porque tu padre se desvivía por nosotros, siempre lo había hecho, no tenía motivos para ponerme celosa, me trataba como a una reina. No podía darme lujos, pero sí alimentarme y algún capricho que otro también me ofrecía» Josefa sin parar de llorar y con la respiración dificultosa apenas puede hablar, gira la cabeza hacia Pepa y la mira a los ojos «Por eso cuidé a la tía Encarnación, le debía la vida» Agacha la cabeza y busca en el bolsillo de su delantal el pañuelo, pero su hija a sido más rápida y ya le esta secando las lágrimas con el suyo. «No llores mamá, no son necesarias estas lágrimas, la tía Encarnación, sintió a los demonios y como gran luchadora se enfrentó a ellos, devolviéndote a la vida que era donde tenías que estar» Josefa, al escuchar las palabras tranquilizadoras de su hija, respira hondo un par de veces, se recuesta y entona la melodía. «¿Por qué no me traes un trozo de bizcocho? Me apetece algo dulce después de recordar momentos tan amargos»

Pepa se levanta para ir en busca de lo que le esta pidiendo «Mi entierro no será como el de ella. El maquinista no parará el tren» Pepa antes de salir de la salita se vuelve «¿A qué viene recordar el entierro de la tía Encarnación? Deja ya los malos momentos, bastante has tenido por hoy. Recuerda las risas que echaste junto a ella, los cafés interminables en su casa, las largas conversaciones que manteníais y los sabios consejos que siempre daba.  Aparta lo agrio de tu mente, mamá, apártalo. Voy a por el trozo de bizcocho, no tardo» Josefa, con los ojos cerrados, asiente con la cabeza y canturrea por última vez la melodía…

«Un ángel viene,

un ángel del Señor.

¿Vendrá en mi busca

o será confusión?

 

Aquí estoy ángel bendito,

para que me lleves,

ante mi madre amada.

Es hora de partir,

de dejar este mundo.

Pero no puedo irme

sin antes despedirme.

 

Déjame un momento,

para que pueda hacerlo.

Quiero poner palabras,

y así no dejar silencios.

 

Una vez todo sabido,

me marcharé contigo.

Te estaba esperando,

mi ángel bendito»

Pepa cortando el bizcocho, oye nuevamente el  tarareo de la canción, ahora si le es audible la letra y la canta. Con el plato en la mano escucha cerrarse la puerta de la casa de un portazo. Se le cae el plato de las manos, el cual se rompe en el suelo haciéndose mil pedazos «No mamá» Corre hacia la salita «La canción se la escuché a la tía Encarnación la tarde en que murió, no mamá tu no puedes morir, todavía te necesito» Pepa entra en la salita y ve a su madre sentada en la mecedora en la misma postura en la que la había dejado, pero esta vez no respiraba. «¡Mamá! ¡Mamá! ¿Me oyes? ¡Contéstame mamá!» Josefa no hace ni un solo gesto, esta sonriendo, con los ojos cerrados. Pepa nerviosa la zarandea de los hombros «¡Mamá dime algo! ¡Mamá!» Pepa se levanta y se queda quieta delante de ella, observando que su madre no respira.

«No estábamos solas en la casa por eso el café era mejor tomárselo con leche» Rompe a llorar «Estaba aquí la tía Encarnación con nosotras ¿verdad mamá? Ella es tu ángel bendito que ha venido a buscarte, por eso hablabas sola. Estabas hablando con ella, pidiéndole que te dejase un último aliento de vida para confesarme tu gran silencio y resolver mi duda»

Arrodillándose a su lado, Pepa, pone la cabeza en el regazo de su madre «Ahora necesitas que te vista. Buscaré tu mejor vestido, para que descanses hermosa durante toda la eternidad» Alza la cabeza y mira a Josefa a la cara «Ve tranquila con la tía Encarnación, cógele de la mano y no la sueltes, ha venido para llevarte al cielo junto a nuestro Señor, no la sueltes» Pepa vuelve a poner la cabeza en el regazo de su madre llorando desconsoladamente.

«Gracias tía Encarnación por ser el ángel de la guarda de esta familia. Gracias a ti mi madre siguió viviendo. Gracias a ti nosotros nacimos. Todo gracias a ti, tía Encarnación, porque verdaderamente fuiste, eres y seguirás siendo Santa»

La tía Encarnación la Santa. Ilustración: Francisco Soler