En los pueblos del sur, cuando un viudo o una viuda decidía volver a casarse, lo hacía con pies de plomo y corazón en vilo. Más que amor, lo que les preocupaba era el escándalo, ese que no tarda en prender como yesca cuando hay juventud, rencores antiguos y tradiciones ruidosas de por medio. Y ninguna era más temida que la cencerrada.
La costumbre decía que, si alguien osaba casarse tras haber enviudado, especialmente si lo hacía con alguien joven o soltero, el pueblo debía recordárselo con estruendo. Una manera de burlarse, de castigar lo que se consideraba poco decente, aunque nadie lo dijera con todas sus letras. Por eso, muchas parejas, buscando evitar el bochorno, se casaban al alba, con testigos contados y en completo secreto. Pero nada escapaba al oído atento de los vecinos.
En marzo de 1931, en la cortijada de las Casicas, ocurrió una de esas historias que aún se cuentan con un suspiro. Antonio Trabalón, hombre de campo, 34 años, trabajador y viudo, decidió rehacer su vida con Francisca López, su vecina de 23 años, soltera y bien parecida. A pesar del sigilo, no tardó en correr la voz por los cortijos cercanos.
Esa misma noche, como dictaba la costumbre, los mozos del lugar se organizaron. No bastaba con cantar, había que hacer ruido. Mucho ruido. Se aparecieron frente al cortijo con cencerros, caracolas, pitos de caña, tapas de cazuela, latas, y todo lo que pudiera retumbar bajo la luna. Pero esta vez no se limitaron a la bulla: también arrojaron piedras contra la puerta y las ventanas. No todos iban a divertirse; algunos, dicen, lo hacían por despecho. Quizá un antiguo pretendiente de Francisca, o un vecino que no perdonaba a Antonio su nueva felicidad.
Antonio, que nunca fue hombre de aguantar provocaciones, cogió su escopeta y salió al umbral con el ceño fruncido y la pólvora lista. La multitud se dispersó de inmediato, corriendo loma arriba. Pero él no se quedó atrás. Los siguió hasta un cerro cercano, donde los más atrevidos seguían con el estrépito, riéndose entre sombras.
Alguien, viendo que la cosa se iba de las manos, corrió a avisar a la Guardia Civil, que no tardó en aparecer y poner orden. Por poco no termina la noche en sangre y duelo. Lo que comenzó como una cencerrada se transformó en una causa judicial.
Al día siguiente, en el juzgado, los denunciados eran varios: Antonio, por amenazas con arma de fuego, y los más escandalosos de la noche, por alterar el orden público y daños. Nadie murió, pero el pueblo quedó dividido entre quienes defendían el derecho al descanso de los recién casados y quienes no perdonaban que se quebrara la vieja costumbre.
Desde entonces, dicen, las cencerradas ya no fueron lo mismo. Y Antonio y Francisca, pese a todo, siguieron juntos. Aunque nunca volvieron a dormir tranquilos cuando alguien golpeaba la puerta al caer la noche.