70 años atrás. Historias de la vida

Por Raúl Andrada Vera

Juan y Remedios en sus bodas de Oro en 1995. Colección: Familia Gea Agüera

Prólogo. Por Isabel Mª García Gea

Pensar en un deseo…

Que podamos encontrar una persona que nos acompañe en nuestro camino y nos haga más fácil dar los pasos.

La vida es corta, más bien se nos hace corta, tan corta como se les ha hecho los 80  años juntos a mis  abuelos gracias a encontrar a esa persona perfecta y hacer que todo gire en torno a ella y a la familia que han creado.

No hay muchas historias de amor tan fieles y duraderas como la que vais a leer. Sus años, sus arrugas y sus pequeñas manías no son más que el reflejo de tantos años de vivencias y trabajo.

“Vivir es estar contigo” es una frase que personalmente ha significado mucho en mi vida, junto al autor de este libro, y ahora me he dado cuenta que es el reflejo y el resumen de la vida de mis abuelos.

El mundo está lleno de personas que pueden tener más pasión que ellos, que hayan vivido mejor económicamente, que hayan disfrutado más…, pero no conozco a nadie que durante tantos años se hayan cuidado más el uno al otro y que aún hoy sigan manteniendo esa complicidad, aun habiéndoseles olvidado algunas vivencias o fechas decisivas, les queda lo más importante: sus corazones unidos como uno sólo, ralentizado por el desgaste de una larga vida pero latiéndoles al unísono.

Ahora viene mi deseo…

Cuidemos ese corazón, mantengámoslo feliz teniendo la familia tan unida como ellos han logrado durante sus 101 años, y hagamos que sigan presumiendo de ello… Por ellos. 

Tánger. 3 años al servicio de la patria

- ¡Otra vez no! ¡A ver Juan, tranquilo, concéntrate!- se decía a sí mismo por tercera vez consecutiva en los últimos cinco minutos.

Hacía muy poco que Juan había llegado a Tánger para realizar el servicio militar. Tres años… sí, tres años de su vida dedicado a servir a la patria, dedicado al ejército, dedicado… a echar de menos su pueblo, Cantoria y a su familia a la que tanto falta le hacía.

Era época de posguerra, una época dura, época de penuria y racionamiento de todos los productos básicos. La mejor amiga era la cartilla, esa que te sellaban cada vez que te daban una ración de pan, de leche y en definitiva, de algo que echarse a la boca.

Se pasaba mucha hambre y encima la II Guerra Mundial amenazaba a medio mundo. Aunque el Caudillo, el Generalísimo Francisco Franco jugaba a dos aguas intentando no quedar mal con quien ganara la guerra, realizando un juego estratégico a dos bandas, produciendo en el país una gran incertidumbre, en especial con los jóvenes que estaban en el ejército porque en cualquier momento podían ser enviados al frente si España decidía entrar en conflicto.

Por un lado Franco autorizó el reclutamiento de voluntarios para luchar en el bando alemán a través de la División Azul. Y por otro, seguía incentivando la explotación de complejos mineros como el de Riotinto a través de empresas inglesas y estadounidenses, además de consentir el paso de refugiado judíos o militares (principalmente pilotos) hacia Portugal.

Con tal panorama, Cantoria parecía permanecer inmune a los acontecimientos bélicos del momento, aunque a veces llegaran noticias trágicas como la de los ocho jóvenes intelectuales que fueron fusilados en las tapias del cementerio de Almería en 1942, por haber traducido y distribuido cuartillas mecanografiadas con las informaciones que ofrecía la BBC sobre el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. A esta información se le conocía en Almería como el Parte Inglés.

A los vecinos de nuestro pueblo lo único que importaba era poder tener algo para comer y sacar a la familia lo mejor que se podía. El trabajo en el campo era la principal fuente de ingresos de la zona, a pesar de que la provincia almeriense seguía sumida en la pobreza, lo que hizo que muchas personas migraran hacia zonas más industrializadas.

Y a eso se dedicaba Juan: a trabajar en el campo, a echar una mano a su familia, principalmente a su hermano que vivía en Albanchez. Pero llegó el momento mas temido, el que nadie quería que ocurriese nunca, el que te llamaran para hacer la mili. Esto sucedió el 5 de mayo de 1942.

-2ª Compañía, Primer Batallón, Regimiento Flechas Verdes- se repetía una y otra vez mientras iba de camino a Tánger. El primer cometido que le ordenaron era el de tener siempre el arma limpia y dispuesta para las maniobras. Y allí se encontraba Juan, sumido en su obligación e intentando concentrarse a su tarea. Era muy minucioso e intentaba dejar su arma impecable. Mientras los demás hacían la limpieza en cinco minutos o, directamente no la limpiaban para tener mas tiempo para pasear por la ciudad, él se quedaba repasando una y otra vez cómo tenía que realizarla.

Revisaba si tenía todo lo necesario: baqueta, cepillo, soporte para el trapo, trapos, disolvente, lubricante… Y cuando se aseguraba de que lo tenía todo preparado, comenzaba el procedimiento. Para ello iba recordando mentalmente los pasos a seguir y en el mismo orden.

- Descargo el arma, extraigo la munición, la desmonto, desarmo la báscula separando el cañón, elimino la suciedad…- Y así poco a poco iba avanzando lenta, pero con paso firme, en la minuciosa y peligrosa tarea de limpiar un arma de fuego.

Pero ese día no era el suyo, no. No se concentraba. Intentaba avanzar con esmero, comenzaba una y otra vez, pero, no sabía por qué, se le resistía el arma.

Es cierto que, gracia a Dios, eso no le ocurría todos los días. Normalmente Juan realizaba su tarea con bastante éxito. Tanto que el Capitán de la compañía, don Benito Cordobés Vázquez, le tenía mucho aprecio ya que demostraba continuamente que era una persona responsable, que se tomaba todo muy en serio. Tanto, que no le importaba perderse sus dos horas de permiso diarias para hacer la limpieza de su arma.

A las 7 de la tarde sonaba la trompeta, aquella que avisaba a los reclutas que empezaba su “recreo” que duraría hasta las 9 de la noche.

Al Capitán Benito le gustaba pasar revista de armamento continuamente y sin avisar. Cuando lo hacía las excusas de los soldados eran frecuentes, pero Juan nunca tuvo problemas. El Capitán siempre enseñaba su fusil y lo ponía de ejemplo. Y eso, a pesar de que él no era un apasionado del ejército, pero le llenaba de orgullo que le reconocieran su esfuerzo. - Y sin haber visto un tocado un arma en mi vida- les decía a sus compañeros sonriente por la palmadita en la espalda del Capitán.

Imagen de Juan en el servicio militar. Colección: Familia Gea Agüera

El mejor tirador del Batallón

El Comandante quería saber en su Batallón cuál era el mejor tirador de cada compañía, así que anunció a los Capitanes de cada una de ellas que pronto se celebraría una prueba para averiguarlo. Les pidió que se lo comunicaran a todos sus soldados para que fueran preparándose para ese día.

La verdad que Juan nunca había cogido un arma; como mucho los enormes cuchillos afilados que utilizaba cada vez que había matanza, pero armas de fuego, nunca.

Se encontraba nervioso. Se veía allí plantado, portando su fusil de 3 kg y esperando a su turno para demostrar su enorme puntería. Mientras, él observaba con mucha atención cómo se procedía a realizar la prueba.

Los tiradores se colocaban en una trinchera y hacia el otro lado, aproximadamente a 50 metros, se podía ver la diana. Ésta era un triángulo apoyado en un palo de madera clavado en el suelo. Debajo de la diana, en otra pequeña trinchera, a resguardo de los tiros, se encontraba un soldado con lápiz y papel anotando las puntuaciones. Estaba todo medido, ya que el peine del fusil Máuser, que era el que utilizaba a partir de la Guerra Civil Española, tenían 5 balas, así que al terminar el quinto disparo el soldado salía a comprobar la diana y anotar el resultado. Una vez hecho el recuento, se marcaba con una cruz los agujeros existentes para no confundirlos con los que hiciera el siguiente tirador.

Y allí estaba Juan, colocado en la trinchera ajustando bien la mirilla y comprobando que estaba bien graduada. Pensaba que quizás no lo haría bien porque los nervios, y el pellizco que tenía en el estómago, no le dejaban coger con profundidad el aire que necesitaba para intentar relajarse.

-Juan, ¿seguro que nunca has cogido una escopeta?- le preguntó con sorpresa el Capitán Benito. Sinceramente Juan tampoco se lo creía, pero después de tirar toda la compañía, había quedado empatado a cinco dianas con otro compañero y, ahora les tocaba desempatar.

Aunque ya estaba más calmado, aún sentía esas “mariposas” (y no de amor precisamente) revoloteando por su barriga. Así que respiró en profundidad y se preparó para su turno. Si ya lo había hecho una vez, ¿por qué no hacerlo una segunda vez?

Dicho y hecho: cinco balas, cinco disparos, cinco dianas; una más que su contrincante. Definitivamente Juan se acaba de proclamar el mejor tirador de la 2ª Compañía. Además, la sorpresa era doble; no sólo por haber sido el mejor tirador si no porque el mismísimo Capitán Benito le dio 20 duros y un paquete de tabaco como premio a su triunfo.

Conociendo ya los mejores tiradores de cada Compañía, el Comandante ahora quería saber quién era el mejor tirador del Batallón. Así que le tocaba a Juan representar a su 2ª Compañía, pero la cosa se había complicado un poco ya que esta vez le dieron un fusil ametrallador que pesaba 9 kg, una cinta con 25 balas y un consejo:

- Juan, debes tener mucho tacto con esta ametralladora. Como dejes el dedo puesto en el gatillo más de la cuenta, te quedas sin balas en un santiamén- le recordaba el Capitán Benito una y otra vez mientras preparaban el arma para su turno. La verdad es que había tenido poco tiempo para cogerle el tacto del que hablaba el Capitán, ya que casi era la primera vez que se ponía semejante arma delante. Eso no le impidió cogerle el tanteo rápido porque se fijó que cada vez que le daba al suelo levantaba el polvo detrás de la madera que sujetaba a la diana. Fue reajustando el fusil mientras acariciaba con tremenda delicadeza el gatillo con la yema de su dedo índice. Localizó el palo de madera que sujetaba la diana y de varias pequeñas ráfagas la destrozó tirándola al suelo. Continuó disparando haciéndola botar una y otra vez. El soldado encargado de contar los aciertos no pudo seguir los disparos comprobando que estaba toda agujereada, así que le dieron la máxima puntuación. Cuando comunicaron el resultado, todos los allí presentes comenzaron a aplaudir sonoramente y durante un buen tiempo.

Ahora se había convertido en el mejor tirador del Batallón; y esta vez fue el Comandante quien quiso tener un detalle dándole un mes de permiso y 1000 pesetas de premio para que se pudiera pagar el viaje a su casa.

Juan con un compañero del servicio militar en un estudio fotográfico de Tánger. Colección: Familia Gea Agüera

El nuevo Teniente y el Capitán Alejo

Hasta el momento en la 2ª Compañía no había teniente, pero corría el rumor que ha había uno en camino, como así ocurrió. - Veremos a ver, como el nuevo teniente sea un poco sieso la vamos a llevar clara – era lo que mas se repetía en esos días entre los soldados de su compañía.

Un día el Capitán Benito nos mandó a formar filas. Siempre se formaban 3 con extraordinaria precisión. Colocados unos detrás de otros, con idéntica distancia entre los soldados, espaldas rectas, mirada al frente con la vista perdida al infinito, brazo izquierdo pegado al cuerpo y brazo derecho sujetando el fusil. La verdad que era una estampa de cierta belleza. Impresionaba ver el movimiento al unísono y en completo silencio.

El Capitán nos presentó al nuevo teniente, de nombre Casto Yosa Camacho. Éste permanecía frente a la compañía formada mientras el Capitán, paseando de un lado a otro con las manos en la espalda, iba diciendo:

- ¡Compañía, les presento al nuevo teniente Don Casto Yosa Camacho!. Una vez terminada la presentación el Teniente Casto se acercó al Capitán y le dijo -Benito, necesito un asistente. ¿Tienes algún recluta responsable que pueda hacer esa función?.

El Capitán, mirando fijamente al Teniente y sin decirle nada, levantó el dedo índice colocándolo delante de su cara, pensativo, como pidiéndole que aguardara un momento, se dio la vuelta y comenzó a mirar la formación. Se dirigió al flanco izquierdo, luego al derecho, continuó por la cola y, en medio, lo avistó. A continuación, volvió a mirar al Teniente.

Eran las nueve y media de la noche. Juan acababa de llegar de dar una vuelta por Tánger. La verdad que él prefería quedarse, sentado en su litera, repasando una y otra vez los pasos de la limpieza de su arma, pero, cierto es que de vez en cuando era conveniente salir y cambiar de aires.

Durante la II Guerra Muncial Tánger era una ciudad de lo más animada. Entre los españoles que estaban en la mili, los espías de uno y otro bando y gentes que huían de la contienda, hacía que las calles fueran un hervidero continuo de gente que caminaba sin rumbo de aquí para allá. Se podía ver a pequeños grupos de soldados tomando té moruno en las terrazas de los bares. A Juan le distraía perderse por sus calles, ver los bazares y empaparse del modo de vida de los marroquíes. Incluso esa misma tarde aprovechó para echarse una foto vestido con el traje típico.

Esa escapada a la ciudad había sido especialmente movida, pero por fin ya estaba a punto de tumbarse en su litera. En ese momento entró el Capitán en la barraca buscando a Juan.

- Pedro, tengo que hablar contigo- Juan ya se acostumbró a que le llamaran Pedro. En el ejército había la costumbre de llamarse por el apellido y como el nombre completo era Juan Pedro, todos le comenzaron a llamar Pedro.

- A sus órdenes mi capitán, dígame usted- le contestó Juan cuadrándose como hacía siempre.

- El teniente Casto Yosa me ha pedido que le asigne un asistente y había pensado en ti. ¿Estarías dispuesto a ocupar ese cargo?

Juan sorprendido y bastante alabado le contestó -Mi capitán, si usted me lo manda por descontado aceptaré el cargo.

- Pues a partir de mañana comenzarás a ser el nuevo asistente. Yo se lo comunicaré al Teniente Casto.

Al día siguiente la compañía estaba de instrucción y Juan se presentó al Teniente Casto como su nuevo asistente.

- ¡Buenos días Pedro! El capitán Benito ya me ha comunicado que vas a ser mi asistente- le dijo el Teniente.

- Lo que usted mande mi Teniente.

- ¿De dónde eres, Pedro?

- Pues soy de un pueblecito muy pequeño de Almería. Se llama Cantoria y está muy cerca de Albox, Olula del Río y Macael.

- Pues la verdad que no me suena. No lo conozco- le dijo el teniente.

Y así pasaban los días en Tánger. Entre instrucciones, maniobras, limpiezas de armas, paseos por la ciudad y realizando sus nuevas funciones de asistente con una responsabilidad encomiable y con gran eficacia.

Estando en otra instrucción, a media mañana, los oficiales dieron un pequeño descanso. En ese momento se juntaron todos “los jefes” (que eran como llamaban los soldados a los oficiales de manera coloquial) para charlar un rato de charla. En medio de la conversación surgió el tema del origen de cada uno de ellos. Cada oficial iba diciendo el lugar de donde procedía. Cuando le tocó el turno al Capitán Alejo Fernández Muñoz, Capitán de la 1ª Compañía y del mismo Batallón, dijo que era de Cantoria. El Teniente Casto, al oírlo, enseguida comentó que su asistente también era del mismo pueblo. Inmediatamente el Teniente Casto mandó a llamar a Juan para preguntarle:

- Pedro, ¿Cantoria se llamaba tu pueblo, verdad?

- Sí mi teniente. De Cantoria soy.

- Ven conmigo que te voy a presentar al Capitán Alejo, de la 1ª Compañía, que es paisano tuyo.

A ambos le ilusionó mucho conocerse y mas cuando Juan conocía a las personas por las que el Capitán le preguntó y pudo obtener noticias de ellos. Esa misma noche, cuando estaba a punto de irse a descansar a su litera, llegó un soldado de la 1ª compañía con la orden de que don Alejo quería verle sin falta a la mañana siguiente. Cuando le preguntó al mensajero por el motivo, no supo contestarle.

Al día siguiente como un reloj se presentó en el despacho del Capitán Alejo y sin ningún rodeo le dijo:

- Buenos días Pedro, le he llamado porque, la verdad, llevo muchos años sin ver a nadie de mi pueblo y al encontrarte a ti me alegré mucho. Al Capitán se le veía contento, hablaba con premura, como con miedo de perder la oportunidad de ofrecerle lo que tenía pensado.

- Me gustaría que fueras mi asistente, me haría mucha ilusión que alguien de mi pueblo estuviese junto a mí y me ayudase en el día a día. Es más, si aceptas, le doy un mes de servicio.

- Mi Capitán, me agrada mucho que haya pensado en mí para ocupar el puesto de asistente, pero me gustaría preguntar al teniente si él me dejaría pues ahora mismo soy su asistente- le contestó Juan con mucha educación y con cierta ilusión.

Y así fue como Juan al día siguiente se presentó en la oficina del Teniente Casto al que le dijo, algo abrumado:

- Mi Teniente, el Capitán Alejo me mandó a llamar ayer para preguntarme si quería ser su asistente. Si lo acepto me da un mes de permiso.

- ¿Qué le has dicho?

- Pues mi Teniente, le dije al Capitán que tenía que preguntarle a usted. Que lo que usted quisiera. Si quiere usted me voy con él y si no, me quedo.

- Pedro, ¿conoces el refrán más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer?

- Sí mi Teniente, sí lo conozco. Y es verdad.

- Conmigo estás a gusto, ¿no? Con él no sabes cómo te va a ir- le dijo el Teniente con intención de convencerlo para que se quedara con él.

- Pero mi Teniente, el Capitán Alejo me ha prometido un mes de permiso si acepto su oferta. Y la verdad, es que llevo mucho tiempo sin ir por mi pueblo y tengo ganas.

- Mira Pedro, si quieres irte, puedes irte, pero que sepas que si él te da un mes de permiso, yo te doy dos si te quedas conmigo.

- Mi Teniente, me quedo con usted.

Una de las mañanas que Juan le llevaba el desayuno al Teniente Casto, que trabajaba en la oficina del Coronel, éste le comunicó que ya tenía los permisos firmados para los dos meses que le había prometido. Y así comenzó sus vacaciones de verano.

El Capitán Alejo Fernández nació en Granada en 1918 y falleció en la misma ciudad en 1986.

Su carrera fue la de Militar del Cuerpo de Infantería, llegando al grado de Coronel.

Estuvo destinado en Granada, Tánger, Alcazarquivir (Protectorado español en Marruecos), en Ceuta, Cádiz, entre otros.

De sus 4 hijos, uno de ellos siguió sus pasos siendo militar de Infantería, alcanzando el grado de General de División.

Su relación con Cantoria se debió a que su padre Alejo Fernández, era natural de este pueblo. Por eso Alejo hijo pasó muchos años de sus vacaciones en este lugar, y sintió el cariño familiar a este sitio.

Un permiso que le cambió la vida

Pocos días le faltaban ya a Juan para acabar el permiso cuando un vecino se acercó al cortijo para avisarle de que estaban buscándolo en el Ayuntamiento.

Al día siguiente Juan se acercó a las dependencias de la Casa Consistorial y se dirigió a Pedro Amancio, que era en ese momento el escriba.

- Buenos días, venía a preguntar porque ayer me dijeron que me buscaban aquí.

- A ver, dígame cómo se llama.

- Me llamo Juan Pedro Gea Tijeras.

- Pues Juan Pedro, estás de suerte. Le acaban de mandar tres meses más de permiso.

Juan volvía a casa con una alegría contenida, con paso ligero, como trotando, respirando profundo y pensando en todo para lo que le daría tres meses más en casa. Estaba feliz, muy feliz, y muy agradecido, como no, al Teniente Casto.

En realidad, estos permisos eran normales por estas fechas. El verano era duro y había muchísima faena en el campo: segar, trillar, Por eso se solía dar permisos a todos los soldados que vivían en el campo, así podían ayudar a sus familias. Pero fuera por lo que fuera, lo cierto es que Juan estaba muy agradecido al Teniente.

Antes de llegar a casa, decidió pasar por la casa de su hermano José Gea Castellano, hermano de padre, y de su cuñada María Codina Teruel. Ellos vivían en Albanchez, más concretamente en la Calle Los Caños. Juan solía ir a ayudarlos con el trabajo en el campo, así que pensó pasar para darles la buena noticia. Y no solo a ellos, porque ya había otra persona especial a quien comunicarle la nueva.

Allí precisamente, en una de las visitas a su hermano, fue donde conoció a Remedios. Ella era hija de sus vecinos y coincidían continuamente. En una de esas veces en que Remedios fue a visitar a José y María a su casa, vio una foto de cuerpo entero de Juan vestido de soldado. Nada más verla, pensó: -¡Este es para mí! -. Y lo que no sabía es que no tardaría mucho en conocerlo. La ocasión llegó en uno de esos días en que fue a ayudar a su hermano y se pasó a saludar a los vecinos Antonio Agüera y Encarnación Molina, a la razón los padres de Remedios. Y es cuando surgió la oportunidad de conocerse, y se gustaron al momento. Se estuvieron viendo de vez en cuando hasta que Juan se le acabó el permiso y tuvo que volver a incorporarse al Servicio Militar. A partir de ese momento se estuvieron carteando.

El verano fue intenso, realmente bueno. Y es que a ambos no les importaba el trabajo que hubiera, haciéndose menos pesado si al final de la jornada era el momento de verse. Lo único malo era que cuando se vive así, el tiempo transcurre más deprisa; los días no respetaban el reloj, corrían por delante de las horas y, casi siempre, las dejaba atrás, sin contemplaciones.

Ya faltaba un mes para que Juan se incorporara de nuevo a su destino. Cada día iba a trabajar con un nudo en el estómago de pensarlo, pero se le pasaba cada vez que veía a Remedios. Juan no soportaba la idea de irse del pueblo y dejar a Remedios sola.

- ¿Y si se enamora de alguien?– se preguntaba.

Así que después de pensarlo y requetepensarlo, llegó a la conclusión de que debería de hacer algo, dar un paso importante. Esa tarde, cuando fue a buscarla después de su jornada en el campo, le dijo directamente:

- ¿Te quieres venir conmigo?

A Remedios se le abrieron los ojos como platos a la vez que se le iluminaban, se le encajó una sonrisa de oreja a oreja y emocionada le contestó:

- ¡Cuándo quieras nos vamos!

Ya había pasado una semana desde la propuesta. Estaban felices, pero claro, esa situación no se podía mantener eternamente y requería tomar una decisión urgente ya que le quedaban tres semanas de permiso.

¡HABÍA QUE CASARSE!

Una noche el abuelo de Remedios acompañó a Juan para hablar con el cura a la iglesia. Don Juan era un cura serio, chapado a la antigua y más papista que el Papa. Así que el abuelo entró de manera directa:

- Don Juan, venimos porque los muchachos se han juntado y queremos que se casen antes de que Juan se vaya a Tánger.

- Me parece que no va a ser posible. Es muy poco tiempo del que disponemos y hay que pedir informe al ejército. Como comprenderá se hace difícil.

- Pues sí don Juan, sí hay que casarlos. Porque si me dice que no puede ser, mañana mismo cojo la primera Alsina que salga para Almería y hablo con mi cuñado don Antonio Molina, secretario del Obispo.

- ¿Es que Don Antonio Molina es su cuñado?– preguntó el cura sorprendido y algo avergonzado.

- Sí.

- Bueno, pues entonces el domingo pondré la primera amonestación en misa de doce, a mitad de semana que es fiesta y también hay misa pondré la segunda, y al domingo siguiente pondré la tercera. Así que, ya en ochos días, pueden casarse– terminó por decir el cura, eliminando de un plumazo todos los problemas.

Y así se casaron a finales de septiembre de 1945.

Remedios, su esposa, madre de sus hijos y compañera de vida. Esta imagen está tomada en el cortijo familiar del Ramul. Colección: Familia Gea Agüera

Fin de su etapa en Tánger

Cuando regresó a Tánger, después de cinco meses y CASADO, se enteró de que habían trasladado al Teniente a Barcelona. Así que, cuando entró a las barracas, ya de noche, los compañeros comenzaron a decirle:

- Hombre Pedro, cinco meses de permiso, ¿te habrás quedado a gusto, ¿no? Ahora ya te vas a joder porque han mandado al Teniente a Barcelona así que a partir de ahora tendrás que hacer lo mismo que nosotros.

A la mañana siguiente, el Sargento de semana le dijo a Juan que fuera a la oficina del Coronel que le habían dejado un recado.

Juan se dirigía a la oficina con premura y paso firme, como hacía siempre. Al llegar, todos lo saludaban con cercanía ya que era un hombre conocido y querido por su predisposición y su buen trabajo bajo las órdenes del Teniente Casto. Todos le preguntaban por sus meses de permiso y todos se sorprendían cuando Juan les dijo que se había casado.

Una vez llegó allí le confirmaron que el Teniente Casto se había ido a Barcelona porque había ascendido a Capitán y que le había dejado una recomendación para darle un buen puesto el tiempo que le quedara de servicio, pero que, como ese tiempo era poco, estaban pensando en darle esa oportunidad a otro soldado y los tres meses que le quedaban prestaría servicios rebajados.

Y así quedó la cosa, con un pase firmado por el Coronel que le permitía moverse por cualquier sitio a cualquier hora hasta que se licenciara.

Escudo del Regimiento de Flechas Verdes en Tánger.

La Fuente de la Hormiga

El tiempo pasaba rápido. Ya había pasado casi un año de su vuelta definitiva de Tánger y el matrimonio tenía que vivir con los padres de él a la espera de encontrar algo donde agarrarse y ganarse el sustento. Las cosas en esa época no estaban muy boyantes.

- Juan, la verdad que estamos muy a gusto con tus padres, pero… ¿tú crees que podríamos irnos a vivir nosotros solos?.

- Claro mujer. Ya llevamos casi un año con ellos, a ver si nos sale lo del cortijo.

Estaban pendientes de alquilar un cortijo a las afuera del pueblo, entre Cantoria y Almanzora. Sería una buena oportunidad ya que La Fuente de la Hormiga, que así era como se llamaba, tenía una fuente propia y así podrían vender agua a los vecinos.

Y al final salió. Se mudaron lo más pronto que pudieron a su nuevo hogar y allí se dedicaron a sus quehaceres, además ahora tenían un ingreso extra gracias al agua. Cobraban 1 peseta por cuatro cántaros. La verdad que las 20 pesetas que pagaban de alquiler se hacían menos pesadas por este negocio.

Allí se dedicaban al cuidado de los animales, a los que les daban de comer. Ordeñaban las cabras para hacer queso con una quesera que compraron en Albox por 40 pesetas y con el suero que sobraba se los daban a los cerdos para engordarlos y poder venderlos luego. Tenían bien alimentadas a las gallinas para que dieran buenos huevos, de los que llamamos ahora ecológicos. Le ponían cacharros con el suero de la leche de cabra y cuando se congelaba se quedaba una capa blanca y cuando pasaba su vecino Pedro le solía decir:

- ¡Juan, ¡cómo no te van a poner las gallinas si le echas hasta leche!

También amasaban el pan y lo llevaban en burro al horno del pueblo para cocerlo. Pero además de esas tareas comunes, cada uno tenía las suyas propias.

Remedios solía ir al río a lavar la ropa y muchas veces se tenía que quedar allí haciendo tiempo mientras las sábanas se secaban extendidas sobre el cañizo. También lavaba en la fuente del cortijo utilizando una piedra para frotar y en un cubo de lata con una tabla de madera. Además se encargaba de hacer la comida y la verdad que nunca se le cayeron los anillos a la hora de trabajar, ni tampoco se quejaba.

Por su parte, Juan se dedicaba a hacer pleitas de esparto que iba cosiendo de forma circular para hacer un orón que lo utilizaban para almacenar, trasportar y para tener a los bebés hasta que empezaban a andar.

Todos los martes Juan iba al mercado de Albox a llevar los huevos que daban sus gallinas y los quesos que hacían con la leche de cabra. Allí los vendía a un hombre que compraba al por mayor y que le pagaba 8 pesetas por cada docena de huevos; por el queso dependía del peso que tuviese cada uno, pero solían pagarle entre 8 y 9 pesetas el kilo. Lo cierto es que sacaba un buen dinero. Ellos nunca pasaron hambre, trabajaban mucho, eso sí, pero nunca les faltó la comida en el plato, ni a ellos, ni a sus hijos.

En estos mercados de Albox, de vez en cuando, le dejaban alguna anécdota curios y divertida como la que paso a relatar, Juan tenía un cesto de esparto donde iba echando los huevos de las gallinas, pero las echaba tal y como salían, o sea, sin limpiarlos. Eso hacía que se liara un mosquerío impresionante y, claro, tanta mosca al final se cagaban en los huevos que se quedaban con unas pintitas negras. Una de las veces que Juan llevó los huevos a Albox, le dijeron que cómo había tenido los huevos para que se caguen tanto las moscas en ellos.

Los naranjos eran otra fuente de ingresos importante. Daban mucho trabajo, pero llegaban a dar hasta 100.000 pesetas por cosecha. Así poco a poco fueron ahorrando, como hormiguitas, haciéndose un buen capital para la época que corría.

- Juan, he visto al vecino y me ha dicho que, si nos apetecía echar un rato de cartas esta noche, ¿tú qué dices? - le preguntó Remedios a Juan.

Ellos nunca iban de bares, ni de fiesta. Sólo, algunas noches se juntaban con los vecinos para jugar a las cartas, los inviernos junto a la lumbre y los veranos a la fresca. Para ir de noche a la casa de los vecinos se movían con un hacho de esparto que encendían como una antorcha. Otras noches iban a los naranjos a cazar pajaritos que dormían en los árboles y al llegar con la luz se encandilaban y no se movían, así podían darle con un palo.

Todo les iba bien, eran muy felices. Allí tuvieron a Loli y a Paco que disfrutaban mucho en el campo. Pero tener una fuente propia no era de todo ventajoso y a los 8 años tuvieron que irse por prescripción médica del cortijo porque a su hijo Paco no le sentaba bien la humedad.

- Yo creo que la mejor opción es irnos a casa de mis padres un tiempo. Mientras miramos casa en el pueblo y en cuanto la tengamos arreglada nos vamos allí a vivir. ¿Qué te parece Remedios?

- ¿Tú crees que será mucho tiempo?

-Pues el necesario.

Así que volvieron a la casa de los padres de Juan durante unos 3 o 4 meses mientras compraron y arreglaron la que hoy es su casa en la Calle Larga. Esta casa les costó 14.500 pesetas que pudieron pagar con sus ahorros.

Sus hijos Dolores y Francisco Gea y en el centro, su primo Francisco Gea Martos. Colección: Familia Gea Agüera

Su nuevo hogar en la calle Larga

Era una buena casa de tres plantas con amplitud suficiente para toda la familia. En la parte de abajo había una pequeña cuadra donde guardaban sus animales. Tenían cabras y con ellas podían vender leche a los vecinos del pueblo. Además, tenían gallinas, conejos, cerdos a los que alimentaban para la matanza y bestias (burros) que accedían a la cuadra a través de la casa y bajando una cuesta. También, en la parte de abajo, había una pequeña habitación para hacer vino. En la planta principal se encontraba una cocina más grande, un par de habitaciones, una salita, el salón, un patio y un aseo. Y en la parte de arriba dos habitaciones y una cámara donde colgaban los embutidos para secarlos después de las matanza.

Con los animales siempre tenían muchas anécdotas, algunas serias y muchas graciosas. Un día de invierno, se dispusieron a coger un chino para hacer matanza. Ese chino era como una mesa camilla, era impresionante. Allí estaba Juan con sus dos hermanos y su cuñado, pero dijeron de ir a buscar a alguien más ya que era muy grande.

-Voy a llamar a Julio el Viejo que seguro que dice que sí- dijo Juan a sus hermanos.

Juan se acercó a su casa y le preguntó:

- Julio, ¿quieres venir a ayudarnos a coger un chino para hacer matanza.

- Claro que sí Juan. ¿Hace falta alguien más? - le contestó Julio.

- No, ya estamos suficientes.

Y se dirigieron a casa donde le estaban esperando. Al entrar Julio vio al chino, pegó un salto y gritó:

- ¡Dios, éste nos come!

Y es que, cuando pesaron al chino ya muerto con la romana que Julio había traído, pudieron comprobar que pesaba alrededor de 200 kg. De ahí salió muy buen embutido.

En esta casa tuvieron a Encarna. Loli y Paco ya estaban mayores. Allí disfrutaban mucho porque la casa tenía muchos recovecos por dónde meterse, jugar al escondite, jugar con los animales. Además, la Calle Larga siempre estaba llena de niños y niñas con los que jugar.

Irremediablemente el tiempo fue pasando hasta que una noche cuando los los niños ya dormían en sus habitaciones, Juan y Remedios se sentaron en sus sillones. Remedios guardaba algo de dinero entre las pastas de un libro. Siempre les gustaba tener 2.000 o 3.000 pesetas en casa para cualquier imprevisto.

- Juan, ¿te acuerdas cuando encontramos estas pastas de libros? Fue en los alrededores del cortijo, ¿no?- preguntó a su marido.

-Sí, es verdad, fue alrededor del cortijo. Alguien que pasaría por allí las perdería. Digo yo.

- ¿Pues sabes que te digo? Que siempre las vamos a llevar con nosotros para guardar el dinero aquí- dijo terminando de meter el dinero entre ellas y acoplando la gomilla que lo ajustaba. Después hubo un momento de silencio donde los dos fijaron su mirada al frente, al infinito. Y de pronto Remedios espantó los ángeles que pasaban:

- Juan, ¿y ahora qué?

- ¿Ahora? Pues criaremos estupendamente a nuestros hijos. Se casarán y tendremos una familia estupenda y grandísima. Con muchos nietos y biznietos, y nunca nos faltará nadie.

- ¿Tú crees Juan?

- ¡Claro que sí! ¿Te imaginas que un día se juntan todos y nos hacen una fiesta sorpresa?

- Anda, anda calla Juan, siempre estás igual.

Juan se quedó callado, pensativo. Agarró la mano de Remedios como hacía todas las noches.

- Seguro que será cuando cumplamos los 90 años…

Juan y Remedios con sus nietos en la azotea de su casa de la Calle Larga en 1975. Colección: Familia Gea Agüera

Galerías de Imágenes

Boda de Francisco Gea e Isabel en 1951 en la que Juan y Remedios actuaron de padrinos. Colección: Familia Gea Agüera

Francisco y Encarna Gea en el año 1955 en su cortijo de la Fuente de la Hormiga. Colección: Familia Gea Agüera

Juan, Remedios con su hija Encarna en unas meriendas en la zona del Puente de Hierro. La imagen fue tomada por Juan Chacón el Retratista. Colección: Familia Gea Agüera

La familia de Juan de meriendas en el 65. Colección: Familia Gea Agüera 

Celebración de las bodas de Oro en el 1995 en la casa de Juan y Remedios donde los propios hijos y nietos hicieron de padrinos, de cura, de monaguillos, etc. Colección: Familia Gea Agüera 

Celebración de las bodas de Oro. Colección: Familia Gea Agüera