Atanasia Fernández tenía unos treinta y cuatro años, pero el fuego en su sangre era más propio de la juventud que de la madurez. Era de carácter recio, mirada firme y palabras pocas, pero certeras. Estaba casada, sí, aunque aquel vínculo no le bastaba para sofocar sus pasiones. Desde hacía un tiempo, mantenía encuentros furtivos con un hombre apodado el Forrogas, también casado, de esos que andan con la camisa medio abierta y la lengua afilada. Nadie sabía muy bien qué veía Atanasia en él, pero allí estaban, amándose como dos adolescentes entre bancales y ribazos, por el camino del Faz.
Aquella mañana clara de otoño, el azar quiso que Pedro García Gea, hombre sencillo y trabajador, pasara por allí mientras los amantes se entregaban a sus faenas. La escena fue tan clara como incómoda. El Forrogas, sorprendido, apenas tuvo tiempo de subirse los calzones antes de encararse con Pedro con tono amenazante:
—Sigue tu camino y no digas nada. Si en el pueblo corre el chisme, sabré que has sido tú. Y te juro que lo pagas con la vida.
Pedro no replicó. Sabía bien con quién se las gastaba el Forrogas. Hizo como si nada hubiera visto y volvió a sus asuntos, guardando silencio, no por complicidad, sino por temor. Pero ni su prudencia ni su silencio pudieron contener lo que estaba por venir.
Atanasia y su amante no fueron cuidadosos y siguieron con sus "quehaceres" con el peligro de ser visto por alguien mas... como así ocurrió y ni se dieron cuenta. En esta ocasión, las palabras volaron con la ligereza de las hojas secas arrastradas por el viento. En pocos días, el pueblo entero hablaba. Las vecinas cuchicheaban en los lavaderos, los hombres lo murmuraban entre copa y copa en la taberna, y las viejas lo repetían con falsa piedad desde los portales.
El chisme no tardó en llegar a oídos del marido de Atanasia. La enfrentó con palabras duras, con rabia y con la humillación propia del hombre que siente su hombría puesta en entredicho. La llamó infame. La llamó infiel. Le arrojó su propia honra como una piedra al pecho.
Atanasia no lo negó. Pero no lo perdonó. A sus ojos, el responsable de aquella vergüenza pública tenía nombre y apellidos: Pedro García Gea. Aquel que había jurado no decir nada. Aquel que —según ella— había traicionado su palabra.
Sin pensárselo dos veces, cogió un puñal y lo escondió entre su ropa. Caminó con paso firme hasta la casa de Pedro, en la calle de la Plaza, a la altura de San Antón. Allí lo encontró, en la puerta, saludando como cada día, sin saber que la muerte venía con faldas.
—¡Tú! Dijiste que no hablarías, y ahora todo el pueblo me señala. Vas a retractarte, aquí mismo, delante de todos —le espetó con el rostro encendido.
Pedro, confundido, intentó explicarse. No había dicho una sola palabra. Pero no hubo tiempo.
—¡Toma, esto para que no hables lo que no debes! —gritó Atanasia, y antes de que pudiera terminar la frase, el puñal le atravesó el pecho.
Pedro cayó sin un grito. Murió en el acto, ante los ojos horrorizados de los vecinos que volvían de su trasiego diario. Cuando llegó don Antonio López, el médico, ya no quedaba nada que hacer. Solo certificar el fallecimiento y el arma blanca que lo había causado.
Cuentan que, cuando llevaron la noticia a su esposa, que en ese momento acunaba al bebé en brazos, la impresión fue tan grande que se le cayó la criatura al suelo.
Ocurrió el 27 de octubre de 1921. Al principio, muchos en el pueblo simpatizaron con Atanasia, pensando que había actuado en defensa de su honor. Pero cuando la verdad fue saliendo a la luz, con los encuentros, los rincones secretos, las amenazas, el juicio público cambió. Aquella honra que decía defender a cuchillo, la había dejado retozando entre los ribazos de la otra orilla del río.
Diario de Almería del 1 de noviembre de 1921, donde da una versión muy liviana y poco contrastada del suceso.
Diario de Almería del 1 de noviembre de 1921