Adolfo López Giménez

Por Ana María López Peregrín

D. Adolfo López, Médico

Adolfo López Giménez era hijo de Juan López Cuesta, también médico de Cantoria, y de Carmen Giménez Saavedra. Nació en Cantoria en 1927. Siguió la tradición familiar ya que su padre, su hermano, su abuelo y bisabuelo fueron médicos. Como era un gran amante de la Historia, siempre le gustaba recordar y decir que su vida había transcurrido paralela a todas las etapas históricas que vivió la España del siglo XX. Nació siendo rey Alfonso XIII. Luego, los años de su vida atravesaron la República, la Guerra Civil, el Franquismo, y, ya con la monarquía de Juan Carlos I, la Transición y la Democracia. Contaba sus recuerdos de la República y de la Guerra. Buen conocedor de la Historia de España, y hombre inteligente, no se quedaba en la superficie de los hechos, sino que a través de lecturas y reflexiones trataba de comprender y entender las razones de unos y de otros. Entender los porqués de los acontecimientos históricos.

Al poco de terminar la Guerra, comienza su vida de estudiante en Cantoria. Asistía a la Academia que formaron don José Giles, don Luis Sáez  y don Andrés, el párroco. Entre sus compañeros se encontraban personas tan entrañables y de tan grato recuerdo para nuestros paisanos como Pepe Liria, Joaquín Picazos, Diego Fiñana, Juan Marín o José Cano.

A los jóvenes que lean esto les resultará inconcebible, pero creo que es interesante recordar que ellos, como todos los estudiantes de aquellas generaciones, se preparaban aquí por libre, y luego se desplazaban hasta Lorca (en un viaje que entonces duraba varias horas) donde tenían que examinarse, de forma oral, de todas las asignaturas en una sola jornada.

Tras siete años de bachiller les esperaba lo que llamaríamos una reválida, que entonces se denominaba Examen de Estado, y que era una prueba temida por todos los estudiantes por su dureza. Lo hacían en la universidad de Murcia, y consistía en una parte escrita y otra oral en la cual entraban todos los temas estudiados en los siete años anteriores, y los examinandos eran acribillados a preguntas por un terrible tribunal… Aprobar ese examen por los pelos ya era un éxito importante. Él sacó un notable.

Comenzó su carrera de Medicina en la universidad de Granada a finales de los años cuarenta. Eran tiempos difíciles para todos. Sus padres pagaban los estudios universitarios de tres hijos: dos de ellos estudiantes de Medicina, y un tercero de Farmacia. Por ello se veían en serias dificultades económicas para poder sacar adelante las tres carreras. Durante sus estudios, Adolfo residió en pensiones baratas y tuvo que hacer permanentes equilibrios para estirar su asignación.

Contaba anécdotas referentes a ello, como la siguiente: un día paseando con unos compañeros metió sus manos en los bolsillos. Llevaba una chaqueta abierta por detrás, como se estilaba entonces, con lo cual, al hacer ese movimiento, dejó al descubierto la parte trasera del pantalón. Uno de los compañeros, que iba detrás, le tocó en el hombro y hablándole en voz baja le dijo: “Adolfo, sácate las manos de los bolsillos porque se te ven los remiendos del pantalón”

También contaba cómo tenía que luchar contra el frío de los crudos inviernos granadinos, sin calefacción. Se metía en la cama vestido y así estudiaba y preparaba los exámenes.

Terminó la carrera de Medicina sin suspender ninguna asignatura. Cuando volvía a Cantoria, al finalizar el curso, su padre lo esperaba en la estación del ferrocarril, y sólo le preguntaba: “¿Cuántas?” Se refería al número de matrículas obtenidas ese año.

Muchos cantorianos desconocen que fue el número uno de su promoción. Desgraciadamente, su padre (ver biografía de D. Juan López Cuesta) no tuvo la satisfacción de verlo: falleció el otoño de 1952, unos meses antes de que su hijo se licenciara… Presintiendo su muerte, como estaba viudo, don Juan dejó a su hermano Ramón el dinero suficiente para que Adolfo pudiera terminar sus estudios.

En estas circunstancias hace su servicio militar. Fue destinado a Burgos. De esa etapa solía recordar los terribles fríos que allí pasó. Al terminar la mili le dieron una plaza de médico interino en Cantoria. En el pueblo había ya dos doctores trabajando. Entonces, los ingresos procedían de las igualas y toda la gente estaba ya comprometida con los médicos establecidos.

Recuerdo con qué pena recibió la noticia de boca de Paco Cerrillo, encargado de visitar a la gente del pueblo: la ridícula cifra de los que estaban dispuestos a tenerlo a él como médico. Un vez más se cumplía el refrán: “Nadie es profeta en su tierra”.

Poco después se convocaron las oposiciones para médicos de APD (Asistencia Pública Domiciliaria). Se marchó a Madrid, a casa de su hermana Carmen, y allí estudió como siempre lo había hecho y lo haría en el futuro. Una de sus frases favoritas era: “un médico tiene la obligación y el deber de estar estudiando siempre. Hasta el final de sus días”. Frase que siempre aplicó a sí mismo con entusiasmo y disciplina: hasta días antes de morir aún se metía en su despacho a leer revistas médicas o libros que trajeran las últimas novedades, los últimos avances de la medicina.

Sacó las oposiciones con el número cinco entre tres mil médicos de toda España.

Entonces comenzó su definitiva vida profesional. Volvió a Cantoria, ahora como médico propietario. La casa familiar se había deshecho con la muerte del padre y la boda de su hermana María Joaquina. Él marchó a vivir a casa de su hermano Antonio, farmacéutico, que ya estaba casado con la maestra conquense Conchita Chirveches. Vivió allí hasta poco antes de casarnos (ver biografía de D. Ana María López)

Cuando empezó a trabajar, aún hizo visitas en caballería a los cortijos o zonas más alejadas. Aunque esto duró poco tiempo, porque enseguida hizo su aparición el “fenómeno motocicleta”. Se compró una Derbi y, posteriormente, una Ossa, que aún son recordadas y comentadas con simpatía por sus sobrinos. Esto facilitó sus salidas a Almanzora y Partaloa, pues este último pueblo había quedado sin médico. Ello contribuyó a mejorar su situación económica.

En aquellos tiempos no había servicios de Urgencias. De manera que estaba de guardia las 24 horas del día. Se ponía de acuerdo con el médico que ocupaba la otra plaza para turnarse, y así poder librar uno de cada dos fines de semana.

El horario era durísimo, pues se puede decir literalmente que ¡no tenía horario! Raro era el día que tras recogerse de la consulta lo dejaban comer sin que alguien llamara por alguna emergencia. A veces, en casa, sonaban al mismo tiempo la puerta principal y la de la cocina. Y, en más de una ocasión, también el teléfono lo reclamaba por partida triple y simultánea.

Lo peor eran las madrugadas. En ese tiempo, pocas noches pudo dormir sin avisos. Plena noche y toc, toc, toc… ¡Don Adolfo! Toc, toc, toc… ¡Don Adolfo!... Y don Adolfo dejaba el sueño y la cama; a veces calzaba sus zapatos sin ponerse los calcetines, y salía a la noche y al viento dispuesto a curar.

Por entonces, mediados los años sesenta, llegó al pueblo un nuevo médico, don Joaquín Pareja, y se unieron para trabajar juntos. Compraron un solar en el Paseo y levantaron, con riesgo y sacrificio, la primera clínica que hubo en Cantoria. La clínica les permitió más medios de diagnóstico, rayos X, electrocardiógrafo, amplia sala de curas… Incluso, habitaciones con camas para ingresos.

Hombre de gran vocación, enamorado de su profesión, tuvo a lo largo de su vida muchas satisfacciones personales y profesionales. Se sentía muy satisfecho de que nunca envió un enfermo a un especialista que disintiera de su diagnóstico como médico de cabecera.

También fueron numerosas las anécdotas. Alguna vez apuntó la idea de recogerlas para reflejarlas en su jubilación en un libro de memorias. Pero la jubilación total nunca llegó, pues siguió manteniendo su consulta particular donde, además de a antiguos pacientes, atendía a los afiliados de las compañías de seguros de Muface. Por esta razón no se encontró en ningún momento inactivo sino que continuó estudiando para seguir ofreciendo a sus pacientes la medicina de calidad que siempre ejerció.

Una vida llena de anécdotas, como cuando un día vinieron a llamarlo a altas horas unas personas muy asustadas porque, allá en las cuevas, a una chica le había salido, de pronto, un gran bulto entre las piernas. Subieron hasta allí, y, a la luz de un candil, pudo ver a una muchacha de unos quince o dieciséis años tumbada en la cama con las bragas puestas. Efectivamente, a través de ellas se percibía un notable abultamiento. La sorpresa del médico fue importante. Sin saber muy bien qué podría ser aquello, sacó una navaja, que le acompañaba en sus cacerías y paseos campestres, y que siempre solía llevar en el bolsillo, y rasgó el lateral de las bragas que vestía la chiquilla. ¡Cuál no sería su asombro al encontrarse, entre las piernas de la muchacha, a una criatura enroscada en posición fetal que asomaba ya casi toda la cabeza, y que a él, al pronto, le recordó a las anchoas que venían antes dentro de las aceitunas rellenas! Una vez fuera del todo la criatura y amarrado el cordón umbilical con un trozo de cuerda que había por allí, preguntó si es que no sabían que la joven estaba embarazada. ¡Nadie sabía nada!... Cuando hubo terminado su trabajo, volvió a la casa con el tiempo justo de asearse y marchar a la consulta, pero sonriendo interiormente por la forma tan peculiar que Dios le había deparado de poder ayudar a venir al mundo a una nueva criatura.

En otra ocasión, llamado de forma particular, tuvo que desplazarse a una de las cortijadas más alejadas de Cantoria. Después de atender al enfermo y hacer las curas, la mujer le preguntó qué le debía. Él le dijo la cantidad (que era la que estipulaba el colegio médico en esos casos). La mujer, entonces, dándole pequeños y cariñosos golpes en el hombro, le decía: “¡ande ya, don Adolfo, ande ya, qué cosas tiene usted! Él le dijo: “pues mujer, haz lo que quieras”. Y se vino sin cobrar una peseta. A los dos días apareció la mujer en la casa trayendo un par de gallinas y un pequeño saco de garbanzos. Dirigiéndose al médico le dijo: “don Adolfo le traigo esto a usted, para que vea”… De manera que el médico no cobró un duro, pero en la casa, eso sí,  nos hicimos un buen caldo de gallina con garbanzos.

¿Qué podré yo decir de él que no sean todo alabanzas? Fue un hombre bueno, temeroso de Dios, enamorado de su profesión, siempre absorbido por la enorme responsabilidad de su trabajo. Y esto es lo que entiendo que de su vida como médico puede interesar a nuestros paisanos.

Por último, quiero agradecer al director de la revista la ocasión que me ofrece de poner por escrito este pequeño homenaje que brindo a quien fue mi querido esposo, Adolfo López Giménez, médico de Cantoria durante más de medio siglo.       

D. Adolfo López a finales de los años 60. Colección: Familia López López

D. Juan López Cuesta, padre de D. Adolfo con su mujer e hijos en su casa de la calle Álamo. Colección: Familia López López

D. Adolfo con su mujer, la maestra D. Ana María López. Colección: Familia López López

D. Adolfo con un compañero en unos cursos en Peñíscola. Colección: Familia López López


In Memorian. Por Juan José López Chirveches

Cuántas noches, don Adolfo, el viento, la noche, el frío; cuántas noches las llamadas a la puerta, los toquidos que decía Miguel Ángel Asturias. Cuántas noches, don Adolfo, los toquidos y las tres de la mañana reclamándole para ir a visitar a alguien que había enfermado de pronto. Cuántas noches, don Adolfo, el sueño interrumpido, el sueño, al que usted dejaba atrás como un gato de aire y de bruma ovillado sobre la piel de las sábanas; cuántas noches el lecho abandonado, el abrigo sobre el pijama y los zapatos desabrochados cubriendo sus pies sin calcetines, porque había prisa. Una urgencia.

Cuántas noches, don Adolfo, el viento, la noche, el frío. Y las tres de la mañana. Y su seat seiscientos bordeando las ramblas de arena y soledad del Almanzora hacia lejanos cortijos donde alguna mujer se había puesto de parto o alguien vomitaba sin parar.

Médico rural: “la profesión más bonita del mundo”, repetía usted siempre con su vocación de hierro, con su amor por las curaciones; usted, centauro de la medicina enfrentando vientos y caminos para llevar alivio y salud a las gentes. Usted, vocación de sangre y vocación de entrañas, usted, nieto, hijo y padre de médicos, usted, médico de Cantoria durante más de medio siglo.

Cuántas noches, don Adolfo, madridista, soy testigo, los apasionantes partidos de fútbol que no vio finalizar; las agradables reuniones que tuvo que dejar; los amigos, las tapas y las cervezas que quedaron en la barra o en la mesa, abandonadas, como exvotos ofrecidos en sacrificio al dios de la Medicina. Luego, cuando volvía, simplemente preguntaba: “¿cómo ha quedado el partido?”, y notábamos su contrariedad por haberse perdido el triunfo del Madrid; pero también notábamos, muy por encima de esa contrariedad, cómo brillaba en sus ojos el orgullo de la curación, del diagnóstico acertado, del deber cumplido.

Cuántas tardes, don Adolfo, nos hacía repetir a sus sobrinos el juramento de Esculapio, y nos animaba a estudiar la carrera; y a alguno que otro nos dejaba usted aterrorizados con aquella frase suya: “un médico nunca puede dejar de estudiar; un médico tiene que estar estudiando siempre: hasta el final de sus días”…

Una madrugada de verano, de hace veinticinco años, un camión cayó a la vía del tren y quedó en medio, sobre los raíles. El camionero, preso de un ataque de histeria, iba, venía, corría por el Paseo, y rebotaba de un lado a otro como una enloquecida pelota humana: “¡qué viene el tren y se van a matar las criaturas!”, repetía compulsivamente, una y otra vez… En aquella madrugada surrealista, con un camión caído y cruzado en la vía, un camionero huracanado, una pareja de la guardia civil a la que superaba la situación, y unas cuantas personas que asistíamos a la escena sin saber qué hacer, alguien, sin embargo, supo dónde estaba la dirección correcta: “avisad a don Adolfo”.

Poco después, cinco de la mañana, allí estaba don Adolfo, en pijama, en zapatillas de casa, con su maletín de médico en la mano. Nos mandó acorralar al camionero y apenas podíamos sujetarlo entre cuatro o cinco mientras él lo calmaba hablándole y le inyectaba un tranquilizante. Cuando la situación comenzó a ser una acuarela pintada y encuadrada en el marco de la lógica, el camionero en razón, la guardia civil avisando a ferrocarriles y la gente retirándose a sus casas, don Adolfo subía solo por el Paseo: a las nueve abriría su consulta. Nunca lo he admirado tanto como la noche del camión.

Otra madrugada, nochevieja, año nuevo, fueron a avisarle de que había habido un accidente de circulación, con heridos, a la salida del pueblo. Cuando llegó al lugar vio a un muchacho tendido sobre el asfalto. Se acercó a él. Lo miró. Era uno de sus sobrinos. Estaba muerto. Un sobrino que llevaba su mismo nombre.

Cuántas noches, don Adolfo, entre el viento, entre la noche, entre el frío, habrá salido usted a curar enfermos. Cuánto habrán visto sus ojos, cerrados ya para siempre; cuánto habrán curado sus manos: “¡de cuántos apuros nos ha sacado, Dios mío, de cuántos apuros!”, decía una mujer en el velatorio con los ojos arrasados de lágrimas.

No hace mucho le pregunté si temía la muerte. Me contestó: “sé que estoy llegando al final; estoy en paz con Dios y con los hombres, así que no temo nada. No, sobrino, no tengo temor alguno”.

Todos sabíamos, don Adolfo, que tuvo usted un brillantísimo expediente en la carrera. Que pudo aspirar a puestos de más notoriedad. Todos sabíamos que usted no movió un dedo por subir en vanidades. Que su pasión era curar, y que su vocación era ejercer entre sus paisanos. Como su padre. Como su abuelo. Médico rural: “la profesión más bonita del mundo”. Y todos sabíamos que usted era uno de los grandes.

Cuántas noches, don Adolfo, el viento, la noche y el frío, que tantas veces han sido sus únicos compañeros, irán ahora  a admirarle y rendirle homenaje al cementerio de Cantoria.  


Publicado en Ideal (edición de Almería), el 27 de enero del 2009 por Juan Chirveches.

D. Adolfo al poco de terminar la carrera de medicina. Colección: Familia López López

D. Adolfo en sierra nevada. Colección: Familia López López

D. Adolfo recogiendo un premio en la competición de Tiro al Plato de la que era un aficcionado. Colección: Familia López López


Testimonio. Por Amparo García García

Para hablar de D. Adolfo López tendría que remontarme al año 1975, entonces yo tenía unos 8 años y mi hermana no hacía mucho que había cumplido 5. Tras un hilvanado cúmulo de casualidades las dos fuimos enviadas a sendos especialistas, mi madre fue a Lorca con mi hermana y mi padre conmigo al endocrino a Almería.

Regresamos con un diagnóstico de leucemia y de diabetes melitus (él ya había acertado desde el primer momento). Yo fui la más afortunada, pero a pesar de que mi hermana murió con 20 años pude disfrutar de ella 15 años gracias a él. En una de sus tantas visitas que mi hermana pasaba (y de las que requería ser internada durante 3 o 4 meses) mientras le ponían el tratamiento en Granada, yo caí muy enferma. Recuerdo que era la feria de Cantoria y me fui a pasarla allí, empecé a sentirme muy mal y mi hermano al día siguiente me llevó al consultorio, pero--- para mi infortunio D. Adolfo no estaba. Como era de esperar cuando regresé a Almanzora me encontraba cada vez peor… Mi abuela y mis tías que eran mujeres de mucha entereza, asustadas, veían que aquello era más grave de lo que parecía. La verdad es que ya  me costaba trabajo hasta respirar. Buscaron a mi padre y le dijeron que no se viniese sin D. Adolfo porque me moría. Se encontraba en el cine, yo no sé cómo se enteró mi padre, pero allí se dirigió, le pidió al acomodador que lo llamase, y así lo hizo. D. Adolfo le indicó que el médico de guardia ese día era su compañero, pero este le explicó que el señor venía de Almanzora y que estaba dispuesto a esperar pues la situación estaba muy mal. No lo dejó concluir. Salió y se fueron juntos a mi casa. Me hizo un reconocimiento y volvió a Cantoria trayéndose a Pedro el practicante y la medicación.

Recuerdo como me pusieron el suero, no lo perdían de vista, pero yo sólo quería dormir, que me dejasen tranquila. Vi mis ansias frustradas, no había manera, se empeñaba en hacerme hablar; me hicieron contar una y otra vez las colañas del techo de la habitación. Después le pidió a mi abuela que me hiciese una sopa, y con toda la paciencia del mundo se puso y me la dio. Cucharada a cucharada. Con una dedicación digna sólo de una buena persona.

La noche era larga y no querían que me durmiese, constantemente miraban y cambiaban el suero, así que para entrar en calor se turnaban de vez en cuando en la chimenea que mantenían encendida, escuchaba como les explicaba que esas doce horas eran cruciales, de ellas dependía mi vida. Está claro cuál fue el resultado, me salvó (otra vez) la vida. Por eso es difícil olvidar a un médico que hacía la labor de un Dios de bata blanca y fonendoscopio y aún menos a un hombre con total humanidad.

D. Adolfo con unos familiares en la casa de su padre en la calle Álamo. Colección: Familia López López