El niño y su perro

Antonio Berbel Fernández

Introducción

"El hombre está dotado con una mente llena de miles de recursos y formas que puede aplicar en cada caso según su creterio. Tú toma este tema como mejor te diga la tuya y así quedarás completamente satisfecho"


En mis tantas y duras consultas, que me ha sido grato realizar, por el Valle del Almanzora y algún que otro lugar de nuestra geografía para la recopilación de acontecimientos del pasado, me he encontrado en algunos de estos viajes el hecho de verme forzado a olvidarme de su contenido, pues algunos no mostraban su total realismo y en otros se me pedía que ocultase los hechos, e incluso desformase su texto dándoles una redacción disimulada en forma de fábula, dejando así la historia con la incógnita de su veracidad.

Todo ello se convierte en el antídoto necesario para que, traspasando el temor a la literatura, intente dar forma impresa a una de las informaciones a las que tuve acceso y que guardé en el baúl de mis recuerdos, con el sólo deseo de que en un futuro no muy lejano seria el tema para uno de mis artículos.

Sentado en la puerta de mi casa, donde me hallaba disfrutando de la fresca brisa marinera que el viento norteño nos regala a los habitantes de la Cuenca del Almanzora, no sabiendo con certeza en qué estado me hallaba... Creo que estaría en el planeta de los recuerdos, en el de los misterios en los que ningún ser humano se atreve a hurgar por temor a no encontrarles el más mínimo de los sentidos, pasando alguien frente a mí, pudiendo saludarme, pero yo inmerso en mi absoluta abstracción me quedo con la incógnita de si correspondí a su cumplido.

Despertando y bajando de la nube de los sueños, afloró en mi mente la promesa, que hace algún tiempo había hecho a un viejo amigo: «Dar forma escrita a uno de los temas ocurrido en nuestro Valle».

Relato

En el atardecer de un soleado día de invierno, sobre un pequeño páramo, en el inicio de la Sierra de Los Filabres, allá donde nace el río y comienza el Valle del Almanzora. Oculto entre largos y recios tallos espinosos de un frondoso zarzal, con techumbre semihundida y puertas desencajas, se haya la sombra de lo que en el pasado fue un agraciado cortijo, que tras el paso del tiempo, se ha visto convertido en la morada de una desdichada familia de campesinos, a los que el azar del destino los cubre con el negro manto del dolor. Familia que desde entonces, no sabe de bonanzas ni de alegrías, donde todo se convirtió en un largo y pedregoso caminar, siendo Pablo, el benjamín de la familia, el protagonista de esta historia…

Pablo emprendió, como cada tarde, su habitual paseo por la falda de la montaña, acompañado por su inseparable perro, al que él había puesto por nombre “Fiel”. Transcurriendo el movimiento de las manillas del reloj con total normalidad sin que ninguno de sus familiares lo echara en falta.

Pasan las horas y el cielo comienza a teñirse de oscuro, dejando el Valle en penumbras. Observando, su hermano Juan, el mayor de los cuatro, que todavía las bestias del establo, habiéndose escondido ya el sol, están sin alimento. «¿Dónde está Pablo?»  Ninguno de los otros miembros de la familia sabe contestarle a tal interrogante, comenzando así la búsqueda por las inmediaciones del cortijo. Mirando con cierto temor sobre el brocal del pozo… nada se ve… Se registra el pajar, las cuadras y el granero… nada se encuentra... Los nervios afloran, sobre todo en la madre, que sufre un desmayo. Se hace sonar la cuerna para avisar al resto de los habitantes de la Cuenca, que tras ser reunidos en la era, se les pone en conocimiento de la perdida de Pablo, pidiéndoles ayuda para encontrarlo. Formándose así pequeños grupos de lugareños dispuestos a ayudar todo cuanto fuese menester. Pasando las horas y amaneciendo un nuevo día sin la menor pista del niño y su perro...

Transcurridas dos semanas, los vecinos del Valle dan por finalizada la búsqueda del chico, pues han mirado todos y cada uno de los rincones de la zona sin encontrar el más mínimo vestigio del muchacho. Siendo Juan, el que trasmite a sus padres la noticia del desistimiento. El padre lo aprueba con resignación, la pérdida de un hijo es dura, pero los campos no pueden estar más tiempo sin ser atendidos, necesitando los brazos de sus otros tres hijos para la labranza de las tierras, quedándole la esperanza de que, el día menos pensado, la puerta del cortijo se abrirá de par en par, dejando entrar a su hijo pequeño. La madre, no lo afrontó con la misma serenidad, pues ya es sabido que un hijo para una mujer es carne de su carne y no puede conformarse con una negativa, necesita saber por qué su hijo abandonó la casa sin decir nada, pues siempre todo lo ha sabido y no puede dejar en el olvido tal interrogante. Pero las explicaciones y los motivos que le daba Juan eran tan veraces que no le quedo más remedio que calmar su ira y entrar en estado de resignación.

No faltaron comentarios de todos los gustos, sobre la pérdida, hubo quien aseguró haberlo visto días después por un paraje montañoso conocido como «La Gruta Encantada», de la que nadie quería hablar por las viejas leyendas que pesaban sobre ella.

Otros decían haber escuchado en las fuertes noches de tormenta, entre el crujido del trueno, tres terribles aullidos de un perro.

Se dio como certero que no pasaba ni un solo dos de Noviembre «día de todos los difuntos», en el que al sonar las tres campanadas de la madrugada se les uniese dichos aullidos caninos.

Un anciano que caminaba por esos parajes en cierta hora nocturna, cuenta que estuvo a punto de caer de su montura, cuando su caballo se desbocó al verse sorprendido, en la oscuridad, por la silueta de un perro sobre el que cabalgaba un niño con una cabellera que cubría todo su cuerpo dando una imagen terrorífica.

Conforme avanzaban los meses, las historias iban pasando de boca en boca y no tardaron en aparecer en ferias y mercados los antiguos cancioneros, pregoneros de verdades y mentiras, que escritas a su manera, las exponían al público junto a una fotografía cualquiera, sin que tales imágenes tuviesen nada que ver con el caso al que se le adjudicaban. Eran tan dramáticos en su forma de actuar que hacían aflorar el sentimiento de pena de quienes les escuchaban.

El tiempo no cesaba, pasaron algunas décadas del suceso, dicen que el transcurrir del tiempo todo lo borra y este caso no iba a ser una excepción. Sólo el dolor y la esperanza, seguían en aquel ya olvidado cortijo, donde dos cuerpos arrugados podían vivir gracias al recuerdo constante de su hijo; abrazados a su dolor y con las miradas pérdidas en el horizonte, por donde un lejano día vieron partir a su hijo en compañía de su leal perro “Fiel”.

Las cumbres de Bacares y picachos de la sierra de Los Filabres se cubrieron una vez más de blanca nieve, las alamedas a ambos márgenes del río mostraban sus hojas de color púrpura. El río dejaba oír la pequeña corriente de agua cristalina en su transcurrir por las grises arenas y el cansancio se hizo presa del agotado corazón de la madre, perdiendo la vida en una fría noche de un mes de Diciembre.

Una escasa comitiva transportaba a hombros el féretro con el cuerpo sin vida de aquella anciana y mártir mujer. Ángeles y Querubines, en forma de pequeñas avecillas saltaban de rama en rama. Posado sobre un chopo, el dulce trinar de un ruiseñor con su plumaje engrifado por el frío,  como homenaje póstumo a quien tanto había sufrido en su vida terrenal. Tampoco faltó quien dijo que aquel ruiseñor era el alma de Pablo recibiendo el espíritu de su madre. Abajo, en el suelo y oculta por la dorada alfombra que formaban las hojas caídas, una saltarina ardilla se dejaba entrever a la altura del arco de entrada de la enrobinada puerta del camposanto.

En el silencioso cementerio se empezó con la labor de dar sepultura al féretro, rompiéndolo únicamente la plegaría del sacerdote rogando a Dios por el alma de aquella mujer. Una vez hubo terminado el sepulturero y cuando los asistentes abandonan el santo recinto, unidos a los fuertes crujidos que produjo el cerrojo de la reja, se escucharon tres aullidos de perro, los allí presentes quedaron anonadados y para no ser tomados por mentes enloquecidas, regresaron a sus hogares en silencio y guardando en secreto lo que acababan de vivir.

Olvidado lo sucedido y quedando como una leyenda más del Valle del Almanzora, una de esas que se cuentan en las acampadas de las noches veraniegas, o en esas noches de invierno junto al fuego de la chimenea, un grupo de tres jóvenes adolescentes, que desde siempre han oído hablar de «La Gruta Encantada» y de todas esas viejas historias que sobre ella se narran, sin que nadie llegue a afirmar y desmentir su veracidad. Tal y tan extraños comentarios oídos desde su niñez, hizo que se les llenaran las cabezas de grandes aventuras, sintiéndose atraídos por aclarar tales melodramas. Prepararon sus mochilas, sus sacos de dormir, algunos alimentos y hasta una baraja de cartas para no aburrirse en las horas de descanso, y se lanzaron a descubrir tantos misterios…

Después de un largo y duro camino divisaron un pequeño hueco cubierto por matorrales entre rocas por las que se deslizaba suavemente un reptil «¡Aquello debe de ser la entrada de La Gruta Encantada!», afirmó Paco el más vigoroso y valiente de los amigos, adelantándose, corriendo como loco, buscando en su mochila las tijeras de podar y empezó a cortar las ramas de los matorrales para despejar la entrada de la cueva.

Con aspecto de mazmorra donde se suponía jamás había pisado ningún ser humano desde tiempos ancestrales, el resto del grupo se acercaba perplejo por el hallazgo, se miraban el uno al otro comprobando que en su rostro era compartido un reflejo de alegría.

Una vez despejada la entrada de la cueva y eufórico por el hallazgo, Paco, sin poderlo evitar, se dispuso a entrar. «¡Entremos! ¡Seguidme!» gritaba Paco eufórico, linterna en mano adentrándose en la oscura cueva. Recorrieron largas y estrechas galerías, encontrándose restos de murciélagos, y de alguna que otra alimaña, pero todo dentro de la normalidad de tal lugar. Durante su caminar encontraron pequeños trozos de cerámica y algún que otro objeto sin demasiado valor histórico. Continuaron adentrándose hasta una larga distancia, quizás dos kilómetros, donde hallaron una gran roca desprendida del techo que les impedía seguir avanzando.

El cansancio ya era dueño de sus cuerpos y en cada saliente rocoso, sus pupilas veían una imagen terrorífica e incluso su propio respirar les hacia escuchar sonidos donde no los había.

En consenso total decidieron regresar al exterior, pero no antes sin hacer una parada donde poder tomar un sorbo de agua y reponer unas pocas de fuerzas que les hiciese menos pesado el camino de regreso.

Uno de ellos se sentó en el suelo estirando las piernas, otro prefirió quedarse de pie apoyado en la húmeda pared de la cueva y el último tomo asiento sobre un pequeño saliente de la gran roca. Siendo en el instante de dejar su mochila en el suelo cuando fijó su vista en el reducido espacio entre la roca y suelo, y con gran nerviosismo grito a sus compañeros: «¡Mirad lo que hay bajo la roca!» Los otros dos dirigieron sus miradas sobre el punto indicado, quedando sus mentes en blanco y sin encontrar razón a tal hallazgo... ¡Aquello eran restos humanos junto a los de un animal!

Tan pronto como pudieron salir de su asombro y acercionados de lo que se trataba, intentaron recuperar algo de los despojos humanos y de los del animal. Al producirse el contacto manual con aquellos restos, un sonido atronador invadió todo el recinto escuchándose, tres fuertes aullidos de perro.

Estos aspirantes a arqueólogos no se lo pensaron dos veces y salieron corriendo hacia la apertura de entrada, dejando sus pertenencias en el lugar de tal magistral hallazgo. Siendo el silencio el acompañante de estos tres muchachos durante el camino de regreso a sus casas. Nunca llegaron ha hablar del tema, ni siquiera querían escuchar la leyenda que hablaba de la pérdida de un niño en compañía de su perro y jamás pusieron palabras en sus bocas para recordar la hazaña vivida en La Gruta Encantada.

Ya nadie recuerda, ni en lo más remoto, el suceso del aquel joven llamado Pablo, ni siquiera queda rastro alguno de los miembros de aquella familia. Algún anciano dice haber escuchado la leyenda de un muchacho que se perdió junto a su perro por la montaña, pero nunca han sabido narrarla con exactitud, quedando este tema recogido en una frase muy usada "Aquello es agua pasada y con agua pasada no muele el molino"...

¿Puede que este soñando? ¿O tal vez mis recuerdos me estén engañando? Posiblemente estoy atrayendo aquellos recuerdos de mi niñez, junto al fuego de la candela, sentado a los pies de mi anciano abuelo, escuchándole narrar sus historias y leyendas que solía contar antes de irnos a dormir…

Este autor, ni miente ni afirma, cumple cuanto prometió a quién tan amablemente facilitó los informes en los que se basa este relato…

«El hombre está dotado con una mente llena de miles de recursos y formas que puede aplicar en cada caso según su criterio. Tú toma este tema como mejor te diga la tuya y así quedarás completamente satisfecho»

Dedicado a quien puso esta historia en mi camino

Cumplo cuanto he prometido

en nuestra larga entrevista

e intento ocultar la pista.

Y cual frase sin sentido,

de tus informes me olvido.