Historias de la Emigración

Por José Luis Castellano y Antonio Luis Molina Berbel

Las mil historias de la emigración

El fenómeno de la emigración presenta siempre mil caras, comprende siempre mil historias. Historias que, aun enmarcadas en diferentes épocas o escenarios, parten siempre desde un difícil comienzo: no se suele emigrar por placer.

Emigración significa distancia; emigración implica desarraigo. Conlleva además otro sentimiento que, en mayor o menor medida, la hace aún menos llevadera: la soledad. La soledad de dejar atrás en el camino ciertos pilares fundamentales como la familia, la amistad o el hogar, que son los que nos arropan o nos hacen más fuertes ante las adversidades de la vida. El emigrante se enfrenta siempre a una serie de desprendimientos que rara vez son fáciles de dejar atrás: la tradición, las costumbres, la rutina, a veces hasta el propio lenguaje…

Escribía Isabel Allende que “al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, y hay que comenzar desde cero. El pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes”.

Bien es cierto que no todo lo implícito a la emigración entraña connotaciones negativas: más allá del duro transcurso de la partida siempre hay un horizonte esperanzador, un anhelo de mejora y una puerta abierta a nuevas oportunidades. Suele ser también, por lo general, una enriquecedora experiencia personal que habitualmente modela y marca de por vida a la persona (afirmaba no sin razón el cosmopolita escritor suizo Nicolas Bouvier que a vecesuno cree que va a hacer un viaje, pero enseguida es el viaje el que lo hace a él”).

Pero, más allá de cuestiones éticas o personales, la emigración es un factor muy relevante, directa e indirectamente, en la estructura social de una población.

En Cantoria, la emigración ha sido a lo largo de su historia un factor muy determinante en la demografía local. Casi se puede afirmar, al igual que sucede a otros niveles, que la migración ha sido el termómetro de nuestra salud socio-económica a lo largo de los siglos: las épocas de bonanza nos han hecho tierra de emigrantes, a la vez que nuestra propia emigración ha sido el espejo de nuestras más duras crisis económicas.

Ya en ediciones anteriores de esta revista se ha tratado el tema de la emigración en nuestra población atendiendo a diversos aspectos: hemos traído al recuerdo a algunos de sus protagonistas, hemos analizado los principales motivos que originaron nuestros mayores éxodos, se han expuesto los destinos o las épocas en que se sucedieron enmarcándolos a la vez en un contexto autonómico o nacional, etc.. Ya fuera por motivos políticos, como las guerras en que indirectamente nos hemos visto envueltos a lo largo de los siglos, como por las penurias causadas por las sequías o las diversas crisis sociales, la historia hizo que cientos de nuestros antepasados tuvieran que partir en pos de una vida mejor. Es a ellos, sobre todo, a quien queremos dedicar toda esta serie de artículos.

En esta nueva edición de Piedra Yllora queremos rescatar una más de aquellas tantas historias de paisanos nuestros que tuvieron que “dejar de serlo”. De aquellas familias que tuvieron que asumir esa dura división en el seno del hogar. De aquellos padres de familia que partieron sin saber cuándo volverían tras sus pasos, o de aquellas familias enteras que partieron sin la certeza si quiera de saber si volverían.

Queremos embarcarles en una historia real de interminables viajes transatlánticos, ligeros de equipaje pero cargados de esperanza. Queremos también contarles el caso  de cómo los recuerdos y la pasión por una tierra son capaces de transitar de generación en generación, y de cómo gentes de ultramar son capaces de añorar un pueblo que nunca antes habían pisado.

En estos días en los que las primas de riesgo y los bailes de déficits nos tuercen, telediario a telediario, el gesto, es buen momento para hacerlo. Buen momento para recordar a aquellos que, en peores circunstancias, se fueron en busca de algo que era mucho menos de lo que hoy poseemos, y es que en estos días de tanta incertidumbre y desasosiego, pocos nos podemos librar de decir que llevamos un emigrante en potencia.

Puerto de Dakar a principios del siglo XX. Colección: José Luis Castellano

Estación Monumental de la Constitución en Tandil. Colección: José Luis Castellano

Dos imágenes del Hotel de los Inmigrantes en Buenos Aires. El antiguo Hotel de Inmigrantes fue construido en las inmediaciones del embarcadero del puerto de la ciudad de Buenos Aires a principios del siglo XX con el objetivo de "recibir, orientar, alojar y ubicar"1​ a los inmigrantes que, en ese momento, arribaban desde Europa u otros lugares al principal punto de ingreso de la Argentina 

Contexto histórico del relato

La situación económica y social en Cantoria y la comarca del Almanzora a finales del XIX se tiene que enmarcar en un contexto de crisis a diferentes niveles:

·         Por una lado la profunda crisis agrícola que sufrían nuestras tierras a raíz de la sucesión de las diversas sequías y plagas que azotaron nuestros campos (especialmente a los viñedos) a finales de siglo. Para nuestra tierra, tan dependiente del campo, la mala salud de nuestras cosechas comportaba una la enfermedad de nuestra sociedad.

·         A ello había que sumar la lenta y tardía industrialización de nuestra agricultura con respecto a otras zonas del país, como Cataluña y el País Vasco, lo que implicó unas peores condiciones laborales que derivaron en el éxodo de parte de la población a otras comunidades autónomas.

·         La demografía, a pesar de esto último, sufrió un ascenso debido a la disminución de la mortalidad con respecto a décadas anteriores, lo que produjo un aumento de la población joven en los municipios sin posibilidades de trabajo.

·         Otros factores a nivel nacional, como la pérdida de las últimas colonias de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) en 1898, agravaron aún más la situación económica de la nación y en especial de nuestra comunidad, Andalucía, tan vinculada a la actividad comercial con Sudamérica.

Todos estos factores y algunos otros menores (como el servicio militar obligatorio que suponía una dura ausencia de 3 a 7 años, etc..) dibujaban un sombrío escenario en el futuro de las familias andaluzas, el cual derivó en frecuentes revueltas y levantamientos populares que aumentaron la tensión social.

Ante ese horizonte sin expectativas muchos andaluces, muchos antepasados nuestros, optaron por el éxodo. Miles de familias se vieron de la noche a la mañana divididas por la necesidad de un bienestar mejor, de la procura de una mínima calidad de vida.

Tal fue el caso de nuestro paisano, José Castellanos, a principios del siglo XX. En 1913, como tantos otros paisanos suyos, tuvo que dejar atrás hogar y familia en busca de la prosperidad económica que su tierra no le podía ofrecer. Su destino, Argentina, estaba inmerso entonces en una época de un desarrollo económico abierto a la modernización, que pronto tuvo en consideración a la inmigración como una política de estado más.

Pero lo que en principio pretendió ser para José un viaje de ida y vuelta, el destino lo tardaría convirtiendo en uno de sólo ida. A ese destino, eso sí,  se le unirían con el tiempo sus hijos Claro, Pedro e Ignacio, pero atrás quedarían su mujer, Leonor, y sus hijas Isabel y Encarnación, a las cuales la vida nunca le ofreció más la oportunidad de ver.

Una historia de desarraigo y separación, pero también de esperanza y valor. Una historia, como tantas otras de hoy en día, enmarcadas en un contexto de crisis y desesperanza, pero también cargada de orgullo y tradiciones.

Es para nosotros un placer poderles ofrecer el relato de Juan Castellanos que, gracias a la instruida pluma de su bisnieto José Luis, cautivó a los miles de lectores del prestigioso diario argentino “Clarín”. El texto que leeremos a continuación fue seleccionado, en la navidad de 2011, como uno de los mejores relatos del año (de entre 50.000 cartas recibidas).

Es una historia que quizás conmueva y movilice por, según su propio autor, “lo universal de los sentimientos y convicciones que describe”, que son a la vez extrapolables a cualquier otra época y cultura. Y es además, para los cantorianos, una historia de tradición y orgullo por nuestra tierra, valores los cuales, bien transmitidos, son capaces de traspasar las fronteras de la edad y transferirse íntegras de abuelos a nietos.

Es un relato que queremos dedicar a todos aquellos que, allá por el mes de enero y, lejos de Cantoria, sean capaces de añorar el olor a pólvora quemada de las carretillas. Y todo eso con el añadido de no haber tenido aún el privilegio de haberlas disfrutado.

Inmigrantes españoles comiendo el cubierta antes de desembarcar en Buenos Aires

Al sudeste de la Península Ibérica. Por Jose Luis Castellanos

A finales de la primavera del año 1884, el embarazo de Leonor María Castejón  ya estaba en término y seguramente lamentaba no tener a su madre ya fallecida para que la acompañase en esos especiales momentos. Su padre, Gabriel Castejón Govia, vivía en la pequeña localidad vecina de Partaloa, donde ella también había nacido. Leonor, era menuda, de bellos rasgos y muy coqueta. De niña se había criado entre las herramientas, agujas y bancos de trabajo del taller de su padre que era oficial alpargatero. Un oficio antiguo y tradicional donde con habilidad y destreza se confeccionaba este calzado en forma artesanal. No tenían número y muchos las encargaban tomando la medida del pie descalzo y se entregaba oportunamente cuando estaban terminadas.

El jueves, 5 de junio, los dolores y las contracciones anunciaban el pronto nacimiento y vecinas solidarias hacían de parteras asistiendo a la primeriza madre. A las doce de la noche, el silencio del poblado fue alterado por el llanto de un nuevo niño al que llamarían “Claro Bonifacio”. Al año siguiente, cuando Claro tenía trece meses de vida, la zona sufrió la última gran epidemia de cólera, (entre los días 10 y 25 de Julio de 1.885), desapareciendo a finales de septiembre. Esta no es la única adversidad que debió afrontar en su infancia. Cuando tenía cuatro años, el 6 de septiembre de 1.888 tras un período de 4 días de continuas lluvias se produjeron unas inundaciones de proporciones dantescas y catastróficas en toda la provincia. Se contabilizaron 52 víctimas.

Pero su tierna infancia no entendía de catástrofes naturales, inundaciones o magra economía familiar y una caña, una madera, una rama, una hoja... eran un borrico caminando, un carro, un arma de defensa, un barquillo navegando acequia abajo…

En los días de invierno, cuando la lluvia hace su aparición, era costumbre cocinar migas de harina o de pan, acompañadas con caldo de pimentón, pimientos y tomates secos fritos. También eran muy populares los pucheros, cocinados en sus diferentes formas. En navidad se sacrificaban cerdos y se elaboraban los embutidos como morcilla, chorizo, longaniza y derivados. Era un viejo ritual donde se reunían las familias y amigos, compartiendo los días de fiesta y trabajo, tradición que existe desde muchos años y desde tiempos remotos…Juan era hábil deshuesador y trabajó también de carnicero.

Así su hijo Claro, aprendió con los años, junto a sus hermanos, Ignacio, Isabel, Encarnación y Pedro, a amar sus tradiciones, su pueblo, soportar el sol abrasador del verano y apreciar el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle del Almanzora. El campesino sabía cuidar y transmitir las tradiciones más que nadie. No sabría escribir, pero sabía observar y escuchar y contar lo acontecido.

Los refranes y dichos más frecuentes son sobre el campo, la tierra, la siembra, las labores, la lluvia, el tiempo, etc., pero también sobre la salud y también dejando asomar la ironía sobre el buen comer, la mujer, la vejez, etc. Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo… despertar.

Después de cuatro décadas de vida en la región Juan es seducido por la referencia de parientes de emigrados que hacían propaganda de las buenas posibilidades de trabajo en un país llamado Argentina. Procurarse un buen dinero para fortalecer la economía familiar era el objetivo de todos los emigrantes, ilusionados con un pronto y exitoso retorno. Reunidos en familia, como era costumbre, Juan transmite la decisión dejando las indicaciones necesarias para sobrellevar su ausencia.

Es así como apenas terminada la primera década del siglo XX, con algunas pocas ropas envueltas en humilde fardo al hombro, emprende viaje al puerto de Almería. Su esposa e hijos quedaran presentes en lo más profundo de su corazón, plasmados en el último beso, la lágrima que la mejilla derrama, el pañuelo que lo despide, la oración que lo sigue y la angustia que lo acompaña.

A fines de noviembre de 1913 el clima en la ciudad de Almería se presentaba destemplado y anunciaba la venida del invierno. En las cercanías del puerto, el aire frío cortaba la cara del humilde labrador.

Parado frente al local de “Bulevar del Príncipe Nº 73”, un cartel indicaba: “Hijo de Ricardo Jiménez”. Allí esperó la apertura del negocio que vendía los boletos para embarcar a destinos de Sudamérica.

De los dos barcos programados para viajar a Brasil, Uruguay y Argentina, de la Compañía de navegación “Societe Generale de Transport  Marìtimes a Vapeur”, el vapor de correo francés “Plata”, es el que le tocó en suerte a Juan, que partiría el 2 de diciembre de 1913.

Se los anunciaba como unos “magníficos trasatlánticos, de gran tonelaje, dos hélices y telégrafo sin hilos”.

El viaje duraba 18 a 20 días y hacían escala en el puerto de Dakar (África), para abastecerse de carbón y agua. Luego viajó su hijo Claro. Cada partida era una parte del cuerpo de su madre Leonor, que se desgajaba, pero la sostenía la esperanza de un reencuentro no lejano. Cuando Claro emprendió el viaje, las nuevas experiencias por vivir y los proyectos que colmarían sus expectativas le habrían dado las fuerzas necesarias para afrontar la partida.

En el horizonte se perdían los mástiles de los barcos anclados en el puerto. Mirando la estela luminosa que deja la nave, lo invadía la angustia que oprimía al corazón y enmudece el alma.

Claro dejaba atrás el sol abrasador del verano, el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle del Almanzora.

Certificado de arribo en América de Juan Castellano el 20 de diciembre de 1913. Colección: José Luis Castellano

Acta literal de la partida de nacimiento de Claro Bonifacio Castellanos en 1884. Colección: José Luis Castellano

Imágen al anochecer de Tandil

En Argentina

A principios del siglo XX, Argentina era un país con un alto crecimiento, abierto a la modernización y con una economía en franca expansión. La educación, el desarrollo, la inversión extranjera y la inmigración eran políticas de estado. En cuanto a la economía ocupaba el octavo lugar en el mundo, superando a Francia y España.

Buenos Aires era una ciudad pujante, que ampliaba su población año a año, impulsada por la inmigración y extendiendo sus barrios a los lugares donde antes había chacras y descampados.

Juan Castellanos Torres, había dejado atrás a su familia, amigos y su pueblo natal, Cantoria, el 2 de diciembre de 1913. Su padre, Mario Castellanos Martínez, era labrador y su madre se llamaba Juana Torres Giménez. Nació en 1858. Juan es registrado en el Hotel de los Inmigrantes, a su llegada al puerto de Buenos Aires, el 20 de diciembre de 1913, con el nombre de Juan Castellano Torres (Torres es su apellido materno). Declara ser español, de 55 años, de profesión jornalero. (Base de datos del CEMLA – Centro de Estudios Migratorios Latino Americanos)

A principios del siglo XX, los terratenientes precisaban labradores y mano de obra para sus campos y demandaban al gobierno, del que también formaban parte, contingentes de inmigrantes que atiendan esta necesidad. En la oficina de trabajo del Hotel de Inmigrantes, los recién llegados serían persuadidos para dirigirse a estos predios.

Seguramente, Juan tendría la referencia de coterráneos, respecto a las bondades de una región del sudeste de la Provincia de Buenos Aires, conocida como Tandil, donde las actividades agropecuarias y ganaderas eran muy prósperas, debido a la fertilidad de las tierras y la benignidad de su clima. El medio de transporte para el pueblo de Tandil, era “El ferrocarril del Sud”. Salía de la Estación Constitución, que ostentaba una construcción monumental, abrumando con su imponencia al viajero.

Cuando llegó a Tandil, el paisaje serrano era sorprendentemente parecido a su tierra, despertando una añoranza reprimida por las circunstancias. Las vestimentas y varios usos y costumbres que encontró en los criollos reunían también similitudes con los andaluces. Era así porque justamente el gaucho, tomo muchas referencias culturales de los habitantes de esta región de España. Ernesto Quesada (1858-1934), un escritor nacionalista, afirmó en 1902 que los gauchos argentinos eran “andaluces de los siglos dieciséis y diecisiete trasplantados a la pampa” (Los gauchos y el ocaso de la frontera, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1985, pág. 23).

La mayoría se abocó a tareas rurales, como arrendatarios o jornaleros rotando en las diferentes chacras en común cooperación con labradores vecinos. En general encontraron en esta región un clima templado, pero las mañanas solían ser muy frías, incluso en verano. La niebla era muy frecuente en otoño e invierno y abundantes las heladas. No era raro soportar días con mínimas inferiores a -5º C. Las lluvias se daban en cualquier época del año, siendo más frecuentes en la época estival.

Con el tiempo se va reuniendo con Juan, sus hijos: Claro, Ignacio y por último Pedro, de solo 14 años. Este último prefiere procurarse su propio destino lejos de sus parientes y deambula por otros pueblos de la región. En Tandil, aparecen las primeras construcciones públicas y privadas. Se construyó el Nuevo Palacio Municipal y se delineó la Plaza.

Más tarde, los hermanos sufrirán la pérdida de su padre Juan, que llevó hasta su muerte la esperanza de reencontrarse con su esposa e hijas en España. Claro e Ignacio se consolaban, trabajaron muy unidos, pero añorando su tierra y recordando experiencias vividas. Ocupaban los campos conocidos como “Cuartel 12”. Tierras que arrendaban a la familia Piñero.

Pasa el tiempo y el hermano más chico, Pedro, vuelve a visitar a sus hermanos, y estos le trasmitirán las malas nuevas. Allí se entera de la muerte de su padre en Tandil y la muerte de su madre en España. La comunidad hispana se agrupaba en reuniones, bailes y tertulias, sosteniendo su identidad, modismos y costumbres. Ignacio y su hermano entablan una buena amistad con Carmelo Cruz. Este presentaría a Claro a su hermana, quien sería la principal protagonista en el escenario de su vida. Se trataba de Mercedes Cruz, que vivía en Sarmiento y Chacabuco. Ella había nacido el 29 de abril de 1889 en Macael, famosa por la extracción de mármol. Su madre se llamaba María Fernández Pastor y su padre Antonio Cruz. En el acta de nacimiento figura que llamarán a la niña, María de las Mercedes y su padre firma el acta con una perfecta caligrafía, indicando que pertenecía a la privilegiada minoría que sabía leer y escribir. Poseía un cortijo y un pasar sin apremios.

Luego de unos años, de duro trabajo en el campo, una gran pérdida afecta a Claro y su esposa, por la muerte de su hija Mercedes de 8 años de edad, aparentemente afectada por apendicitis. En los años siguientes, la llegada de otros hijos atenuaría aquel dolor. Los campos que ocupaban estaban ubicados en la intersección de la ruta 226 y la ruta 30. Por este lugar pasaba la hacienda que iba al remate. Muchas veces los arrieros pedían quedarse estacionados con las vacas, uno o dos días, y le pagaban a Claro, una suma convenida por el servicio. Pero en una oportunidad irrumpió la policía e identificó a la hacienda estacionada como robada. Claro fue detenido y sufrió el oprobio de la cárcel en la localidad de Azul, hasta que fue esclarecido el hecho e identificado el verdadero responsable, señalado a los gritos por Mercedes.

La adversidad, la vergüenza y su alma herida, afectaron su salud. Sus jóvenes hijas eran inexpertas para las tareas rurales y se expuso con tesón, pero con pocas fuerzas a frías mañanas de laboreo. Mercedes, no tenía ninguna vocación por los trabajos de campo y siempre tuvo una actitud negativa frente al destino de vivir en la chacra. Seguramente añoraba una mejor suerte después de un pasar holgado en su comarca natal. El alma de Claro sufría,… pero su cuerpo suplicaba.

El invierno fue más frío en aquel año de 1929. Una implacable enfermedad doblegó la salud del labrador y las manos curtidas por el ámbito rural, no tuvieron más fuerzas. Los escalofríos intensos, fiebre de 40º, dolor toráxico, y una persistente tos, indicaban un claro cuadro de neumonía que era la causa mas frecuente de muerte en adultos en aquella época.

En la calle Pelegrini 551, a las doce y veinte horas del 25 de agosto, Claro Bonifacio dio su último aliento a los cuarenta y cinco años de edad. Dejó varias herramientas de campo, algunos animales, una viuda desamparada, cuatro hijos tristes y un bebe de casi tres meses con su mismo nombre… Se llevó el sol abrasador del verano andaluz, el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle de Almanzora.

En la intersección de las rutas 226 y 30 en Tandil (Provincia de Buenos Aires). Los campos arrendados por la familia, estaban ubicados en esa intersección. Colección: José Luis Castellano