Catalina Rodríguez de los Dulces

Catalina en la puerta del cortijo del Antiscal.

De los Cerricos a Cantoria

Catalina era la hija mayor de Ana María y Juan, después le seguirían María Francisca, Antonio y Lorenzo que eran naturales de la cortijada de los Alonsos en los Cerricos (Oria). Su infancia según recuerda su hermana fue muy feliz, porque vivían muy cerca de su abuela Francisca y de su tía Rosa, hermana de su madre. La relación con ambas era muy buena, llegando a decir que llegaron a tener 3 madres. Ellas le enseñaron a rezar y el catecismo, las acompañaban a los rosarios, las prepararon para hacer la primera comunión, hasta la ropa le hicieron y las acompañaban a misa los domingos. También tuvieron una relación muy especial con su tío Lorenzo, hermano de su madre, que era un poco mayor y que se criaron como hermanos por eso lo llamaban cariñosamente “mi Lorenzo”.

Sus padres se dedicaban a la agricultura básicamente, y de animales, sólo dos cabras que le daban leche y juntándola con la de las cabras de los demás familiares, hacían queso que luego vendían. Como complemento, el padre en plena época de siega, ejercía de guarda en una finca de Mazarrón, donde cobraba en especie, teniendo trigo y cebada para todo el año.

Por esa época el gobierno destinó a los Cerricos a dos maestros, don José y doña Anita, pero por causas que se desconocen sólo pudieron estar tres o cuatro meses porque los volvieron a destinar a otro lugar, no cubriendo esas plazas. Viendo que la situación no mejoraba, Juan le ofreció su casa a Pedro Juan, un vecino que aunque no tenía estudios superiores, sabía mucho de letras y le gustaba enseñar, para que diese clases a los niños de la cortijada a cambio de lo que los padres le pudieran dar.

En este caso se cumplía a rajatabla el dicho de “estás pasando más hambre que un maestro escuela”, porque cuando don José veía que sus alumnos llevaban a la escuela cualquier cosa para comer, como higos secos, nueces, frutas, se las ingeniaba para que le dieran una parte.

Las dos hermanas tenían con su abuelo una relación muy especial y le gustaba que lo acompañaban cuando estaba en el campo ya que sufría de sordera, y que aunque por su edad no podían ayudaban mucho, le hacían compañía y le avisaban de cualquier contratiempo.

Yo me he criado sirviendo y no quiero eso para mis hijas” En 1950 cuando Catalina contaba con unos 15 años, la familia decide trasladarse a Cantoria al cortijo que le decían del Antiscal en régimen de aparcería. En los Cerricos el futuro que les esperaban a sus hijas era servir en casa de algún señorito de la zona, y por nada del mundo su padre quería eso para los suyos. Además ya habían nacido sus dos hermanos pequeños por lo que las necesidades iban aumentando.

Esta finca era un gran secano con muchos olivos, y además ese terreno era propicio para cultivar melones y sandías. Llenaron los corrales de toda clase de animales, incluso un rebaño con unas 500 cabezas entre cabras y ovejas, cuya leche se destinaba principalmente a elaboración de queso. De la producción, la mitad era para el dueño de la finca como era la costumbre.

Allí estuvieron 8 años, hasta que Catalina cumplió los 23 años, cuando decidieron trasladarse a Cantoria, donde habían comprado una casa en la calle Tosquilla y arrendaron varios bancales donde cultivaban vituallas.

En esa época, Cantoria estaba inmersa en pleno boom de la emigración, empezando a entrar muchas divisas a Cantoria. Eso animó a muchos campesinos que habían estado bajo la opresión caciquil a buscar nuevos horizontes laborales, abandonando para siempre la servidumbre que tantas injusticias provocaban con los más necesitados, que para ganarse un trozo de pan tenían que dejarse la piel de sol a sol.

Por eso su padre y su hermano Antonio se fueron unos cuantos años a trabajar a Francia, consiguiendo ahorrar el dinero suficiente para comprar algunas tierras, destacando una gran viña en la zona de Torainina, en la que hacía uno de los mejores vinos de Cantoria. Lo que le hizo vivir holgadamente de lo que cultivaban sin tener que dar cuentas a nadie.

La Boda con Pedro Alonso

Por ley de vida, los hijos se van haciendo grandes y como es natural, inician el camino de formar su propia familia. Su hermana Francisca fue la primera que se casó y Juan le encargó los dulces a Dora la de los Dulces. Esta mujer estaba casada con Juan Pedro el Turronero, y al no poder tener hijos, criaron a su hermano Pedro Alonso Parra y a su sobrina María que eran naturales de Albox, pertenecientes a una familia con muchos hijos y pocos recursos.

Pedro Alonso llevó estos manjares a casa de Catalina para la celebración y fue en ese momento cuando la conoció, iniciando un noviazgo formal al poco tiempo.

El 3 de marzo de 1959, a los dos años escasos de conocerse, deciden casarse. Después de la boda se instalan en una casa de alquiler cerca del actual colegio donde nació su hija Dori. En esta casa estuvieron unos cinco años hasta que compraron una vivienda en la calle de la Ermita que la fue la definitiva y donde nació su segundo hijo Juan Pedro.

Boda de Catalina y Pedro el 3 de marzo de 1959

Su buen hacer

Al principio trabajaban con Dora, pero como el negocio no daba para tanto, Pedro decide emigrar a Francia, donde ya habían estado su suegro y su cuñado. Allí estuvo un par de años, el tiempo justo para ahorrar algo de dinero y montarse por su cuenta en el oficio que tanta fama les dieron. Mientras tanto Catalina seguía ayudando a su cuñada.  

Según nos cuenta Isabel de Benito, que fue vecina en esos primeros años se iba a pasar las noches con ella porque le daba miedo dormir sola con él bebe. En esas noches de invierno, al calor de la lumbre, le enseñó a coser, bordar y otras tareas de costura que había aprendido siendo pequeña con una familia de los Cerricos que se dedicaba a eso. Gracias a estos conocimientos que tan bien supo transmitirle, pudo entrar como aprendiz en la sastrería de Pepe Luís con 10 años. Recuerda que sabía hacerlo todo, y todo lo hacía muy bien. Siempre la recuerda atareada con algo, siempre trabajando, hasta el fin.

La oposición de Dora a que abandonaran el negocio familiar fue radical desde el principio, haciendo toda la propaganda negativa contra estos jóvenes, pero el buen hacer y el tiempo pusieron a cada uno en su lugar.

Un día de meriendas. En los extremos su cuñada Dora y Juan Pedro el Turronero. Junto con Dora y de pie, Catalina con el pañuelo en la cabeza y su marido Pedro.

Los últimos turroneros de Cantoria

Empezaron cociendo los dulces en el horno de Francisco Cuéllar y después compraron el gran local que fue una almazara perteneciente a la familia de los Llamas en la calle Orán.

Un oficio el suyo duro, una actividad artesana llena de saberes y técnicas heredadas de generaciones pasadas, centrada en un puñado de familias que dio fama a nuestro pueblo, como la familia de Julio el Viejo, los Balazote, María y Pepe el Turronero y su cuñada Dora y Juan Pedro. Su principal mercado eran ferias y romerías de alrededor, con especial presencia en los pueblos del Almanzora, los Filabres y las Estancias que hacían con su siempreterno Land Rover. La temporada de ventas se concentraba principalmente entre los meses de julio a octubre, que es cuando se celebran la mayoría de las fiestas patronales, y luego otras fechas importantes como la navidad, San Antón, la Semana Santa o el Corpus. Complementado el resto del año con los encargos para las celebraciones, ya sean bodas, comuniones, bautizos, etc. y haciendo algún que otro mercado semanal en Albox y en Cantoria.

Y no nos podemos olvidar de los emigrantes, sus mejores embajadores, que venían a pasar las vacaciones y se volvían cargados de tan exquisita mercancía, que al compartirla con vecinos y amigos, los convertían en clientes en la distancia.

Y si por algo era tan especial, aparte del buen hacer de Catalina y Pedro, era por la proximidad de las materias primas. Y podemos decir que el 80 por ciento de las mismas, se podían conseguir de agricultores locales que directamente se la llevaban a la nave, como huevos, almendras, leche, harina, calabazas, miel, cítricos, etc.

Mucho fue el humo que salió por la chimenea de su obrador, inundando esa zona del pueblo a ese olor a bizcochos, yema tostada, cabello de ángel, turrón de almendra, merengue quemado, etc. En cualquier época del año había una fecha señalada que era costumbre celebrarla con un determinado dulce. Quien pasara por su calle sabía perfectamente que festividad estaba a punto de comenzar sólo por el olor que impregnaba el ambiente. Un tipo de repostería artesanal que necesitaba grandes dosis de paciencia, sobre todo para la elaboración del turrón, donde los días se juntaban con las noches y el reloj dejaba de contar las horas.

Catalina y Pedro en una celebración familiar.

Despedida

Pasaron los años y la falta de relevo generacional hizo que este oficio se perdiese en Cantoria, siendo Catalina y Pedro los últimos en echar el cierre cuando se jubilaron después de 40 años. Esto ocurrió en 1998, llevándose con ellos un sinfín de recuerdos y olores que jamás podremos recuperar.

Pero siempre al pie de cañón, hasta cuando enviudó en 2009, cuidando de su familia, ayudándoles en todo, sobre todo a su hija en su cafetería, y con sus nietos, su gran pasión y alegría de vivir. Ni siquiera el cansancio podía con su fuerza, ni con su capacidad de sonreír por cualquier detalle.

En 2017 emprendió un viaje que el resto de la humanidad no podemos o no queremos entender, y que sólo nos queda respetar como un ciclo vital de la vida. Con ella se fueron muchas cosas, pero se quedó lo más valioso, su ejemplo y su cariño.

Catalina en la cocina de la cafetería de su hija Dori con su familia.

Una Arquilla de Dulces. Testimonio de J. Pardo de Overa Viva 

Si algo no podía faltar en las fiestas de la Ermita de La Concepción era una buena arquilla de dulces de Cantoria. La arquilla era de finas tablas de madera y menos profunda que las habituales arcas para guardar la ropa. En ella, muy bien organizados, se apilaban los bizcochos, medias naranjas, almendrados, roscos de viento… 

Un exquisito manjar para la chiquillería, aunque estuviesen hechos siempre de la misma o parecida forma: bizcocho bañado en agua azucarada que al solidificarse formaba una dura costra y en su interior guardaba la sorpresa del sempiterno cabello de ángel. Otro clásico eran los enormes trozos de calabaza confitada. 

Juan Pedro era su dueño y atendía con esmero y una gran amabilidad a sus entregados clientes. Tenía un aire desgarbado, era alto y huesudo, con nariz larga y afilada y unos grandes ojos saltones.

Como bebida ofrecía anís y coñac para los hombres y licor café y beso de novia para las mujeres. También tenía una botella de licor de menta, pero advertía de su fuerte picor y unos “raros efectos” que hacía peligroso su consumo.

Al finalizar la procesión nos arremolinábamos sobre el puesto de dulces, la mayoría a mirar y algunos privilegiados a que su padre o padrino le comprara un dulce. La mayoría, niños y mayores, se conformaban con la visión de aquellos inalcanzables manjares. Otros, los más pudientes, compraban un cartucho de estraza de medio kilo para llevárselo a la familia como postre extraordinario para después del arroz con pollo del día de la Virgen.

De pronto, la noticia corría como la pólvora por la pequeña aldea:

- ¡ Qué fulanico, el de américa, ha comprao 3 kilos de dulces de Cantoria…!

- ¡Y una botella de anís dulce…!

- ¡Vaya suerte tiene su familia¡

- ¡Qué buenas fiestas van a pasar…!

Pedro Alonso Parra

Una arquilla de turrón. Colección Decarrillo

Catalina en un taller de repostería que impartió en las cocinas del CEIP Cerro Castillo. Colección: Decarrillo

Catalina con las alumnas del taller de repostería. Colección: Decarrillo

Catalina con el resto de ponentes y autoridades en las I Jornadas de la Mujer Rural y el Emprendimiento, que se celebraron en el Centro Cultural en 2015. Colección: Decarrillo

Catalina en el momento de su ponencia en las I Jornadas de emprendimiento de la Mujer Rural. Colección: Decarrillo

Su hija Dori

Su hijo Juan Pedro