Isabel María Jiménez Collado

Isabel María en la actualidad

Una vida de entrega

Voy a empezar mi historia de salvación por la presentación de mi persona, y aunque la he contado muchas veces, siempre me produce un poco de pereza hablar de mí, aunque unido a un sentimiento de emoción y alegría al mismo tiempo.

Nací  hace ya unos cuantos años en un pueblo de la provincia de Almería, Cantoria, tierra que ha dado y da buenos hijos y excelentes profesionales que brillan en muchos campos de la cultura, comercio, industria, política, etc. Mi tierra fue invadida por los musulmanes y reconquistada por las tropas cristianas, cuenta con una iglesia preciosa del siglo XIX, de la que estamos muy orgullosos. La principal actividad económica es la agricultura y el mármol, aunque esta primera ha decaído bastante. Mis padres fueron Ignacio, de la droguería y Antoñita, como le decía la gente del pueblo. Mis hermanos, Carlos y Juan Ignacio. Me bautizaron y me pusieron el nombre de mis dos abuelas, según el orden y además, el nombre de la patrona del pueblo, así es que mi nombre es Isabel María del Carmen.

Como  digo, aquí nací y me crié, iniciándome en mis primeras letras en la escuela de doña María Gómez que, distraídamente se ponía las zapatillas del revés y miraba por encima de las gafas para mantener el orden de la clase cuando nos llamaba la atención. Nuestros pupitres eran de madera y se repartía leche en polvo, cosa que a mí no me gustaba y por eso nunca me ponía en la fila.

Como los niños de mi edad, estudié en la enciclopedia Álvarez con bolígrafo Bic y goma pelikan. Los domingos salía con mis amigas y me gastaba 5 pesetas en chucherías, pipas, que me encantan, garbanzos torraos y chicle bazoka. Luego, a los 8 años, hice la comunión con don Manuel, el cura de mi pueblo. En las catequesis nos preguntaba el catecismo y cuando contestabas adecuadamente la pregunta, te daba una estampa de algún santo. La mayoría en blanco y negro y cuando había alguna de color alucinabas. El día de la comunión mi padre se hinchó a llorar, yo no sabía por qué, aunque ahora, con el paso de los años, voy entendiendo sus lágrimas, pues hacía dos meses que se había muerto su madre. Mi abuela era una persona buena, pero tenía un genio algo recondenado, y prueba de ello era que le gustaba tirarme de las trenzas y decirme “Isabel del diablo” y no es que fuera tan traviesa, pero seguramente ella no soportaba que pasara por su lado corriendo como cualquier chiquilla de mi edad.

Luego pasé al instituto donde empecé a relacionarme con otros compañeros y otros profesores, y luego hice COU en el instituto Saavedra Fajardo de Murcia. Al año siguiente comencé Filología Francesa en la universidad de esa misma ciudad. El primer año lo pasé en casa de unos tíos míos, pero al año siguiente mis padres decidieron que me alojara en la residencia de las Oblatas de Murcia. En aquel momento era directora Vicenta Martín y le ayudaba en la portería Irene Gómez y María Magdalena. En el mismo recinto del edificio estaba la Parroquia de S. Pablo, que aprovechaba también para hacer pastoral entre las estudiantes. Era una época en que las  comunidades  neocatecumenales empezaban a tener expansión, sobre todo por esta zona del levante y mira por donde la casualidad, que vine a caer en ellas a través de una amiga mía de la residencia, que con frecuencia iba a misa y D. Pedro, el Párroco la invitó a las catequesis, cosa que me salpicó a mí también,  porque mi amiga y yo éramos uña y carne y no era normal que mi amiga fuera sola  a las catequesis cuando íbamos juntas a casi todos los sitios. Las catequesis se daban en el salón de actos de la residencia y no es que nos dijeran mucho, pero no fallábamos cada lunes. Gracias a la catequista comencé a familiarizarme y abrirme y reconocer la presencia del Altísimo. Recuerdo que la catequesis que más me afectó fue la del ciego que gritaba: “¡Señor Hijo de David ten compasión de mí!” y así me pasaba yo el día repitiendo: “Señor Hijo de David ten compasión de mi”, como un mantra.

No sabía dónde me estaba metiendo ni por dónde me conducía Dios. Acabadas las catequesis teníamos que hacer la primera convivencia y, muy inconscientemente de nuevo, recibimos la Biblia, de manos del señor Obispo en la Iglesia de S. Pablo. Decía uno por uno: “Isabel María Recibe las promesas hechas a nuestros antiguos padres; recíbelas cumplidas en nuestro Señor Jesucristo y que esta palabra por ti aceptada te lleve a la vida”. Al mismo tiempo que repetíamos estas palabras teníamos que poner la mano derecha encima de la biblia como si se tratara de algún juramento. Era precioso. Seguido nos llevaron el fin de semana entero a hacer la primera convivencia. Catequesis del hijo pródigo. Mi momento de fe estaba enfermizo, alejada de lo que me enseñaron en la familia. Al escuchar esta catequesis te puedo asegurar, querido lector o lectora,  que me creí el hijo prodigo, muy lejos de la iglesia, de la familia y de mí misma. ¿Cómo podía dudar que era Dios el que me guiaba en mi camino?.  Podía haber ido por otros derroteros más insensatos y haber sido una perdida o qué se yo. Acepté iniciarme en la comunidad, como el resto de personas  que allí estaban y así empecé a preparar la palabra, las eucaristías, descubrir la biblia y tomar el estilo y la experiencia del Camino neocatecumenal, que en ningún momento me pesa haber vivido aquella experiencia. Yo siempre digo: las comunidades me enseñaron a descubrir la biblia, las oblatas a tratar con los pobres.

En este  proceso aprendí a tocar (rasgar) la guitarra, porque necesitábamos cantores en la comunidad y no había nadie que hiciera este servicio. Me lancé a ello y fue así como aprendí, no solo a tocarla, sino también a orar con los salmos. Por aquí me llevaba Dios.

Y como dudaba entre las comunidades y las Oblatas, quise probar la experiencia de estas últimas, qué hacían y a qué se dedicaban. Otra vez mi amiga y yo fuimos a preguntarle a Marcela Anel sobre la misión y fue ella, con Carmen Pablos y Arancha Laso las que nos facilitaban el contacto con las chicas de la casa de Murcia. Mi amiga se iba los fines de semana a su casa y yo me quedaba en la resi. Aprovechaba para hacer voluntariado y darles catequesis de confirmación. Las chicas iban tomando confianza y me contaban algo de su vida. Me impactaban sus experiencias, las dificultades con sus familias. Me daba cuenta lo que tenían que sufrir a tan corta edad y casi de la mía. Siempre recordaré a Montse y a una tal Genoveva. Qué traviesas. No paraban. Recuerdo que fuimos a una excursión a Calasparra y Arancha no podía con ellas.

Vuelvo a la comunidad: un día nos tocaba preparar la palabra y me salió aquella de Ios 40: “consolad consolad a mi pueblo y hablad al corazón de Jerusalem y decidle que se acaba su esclavitud”. Esta fue la palabra que me ayudó a optar, a decidir qué hacer con mi vida y para quien. Puedo asegurar que no podía dormir pensando en mi futuro y en Montse y Geno.

Como se me pasaban  bastantes miedos por la cabeza, lo compartí con un amigo, que también tenía las mismas dudas que yo y me dijo por qué no probaba la clausura. Me fui a un convento a la subida de santuario de la Fuensanta y cuando llamé a la puerta y me salió la monja por el torno dije: tengo claro que esto no es lo mío. Mi amigo le saludó, dijo algunas palabras y nos bajamos a Murcia con la convicción de que aquel no era mi camino. Ya tenía claro que Montse y Geno me estaban esperando. Acabé los estudios y me marché a mi pueblo acompañada de José Julio, otro amigo mío de la comunidad y Mª Jesús Equiza  para ir a decirles a mis padres que había decidido irme a Madrid al noviciado y así fue.

Al día siguiente cogí el autobús camino del noviciado de las oblatas.  Aprendí a fumar en la residencia durante las novatas y el día que marchaba para Madrid tomé el ultimo cigarrillo  y hasta hoy.  Aquí tengo que hacer constar que la experiencia de la toma de decisiones también tiene en la vida su parte de espinas o de cruz, pues lo más probable es que alguien de la familia, los amigos o los vecinos no comprenda tu decisión, aunque otros te animaran.

No me fue fácil salir de casa y dejarme a mi madre llorando y a mi padre muy, muy cabreado. Pero Dios te la fuerza para seguir adelante. Y llegué al noviciado desde Murcia, acompañada de M. Jesús Equiza, que entonces era la superiora de la comunidad.

Al llegar a Madrid, que entonces el noviciado estaba en Madrid, nos recibió la madre maestra: Mª Cruz Ciordia, otra lucecita en mi vida, que me acogió con la bondad, la alegría y buen humor que le caracteriza, además Lucia y Emiliana y demás novicias, entre ellas mi compañera de camino, Feli Martínez, pedazo de mujer en todos los sentido. Alguna vez bromeando me confesó que se reía de mi porque yo no sabía utilizar el libro de la misa cuando la preparábamos para la eucaristía en la capilla. ¡Qué tiempos!. Al día siguiente de llegar me pusieron a barrer hojas del patio. Sobre todo me sirvió para ir conociendo a Feli y tomando confianza con ella, pero también me preguntaba si el noviciado seria barrer y limpiar todo el tiempo. ¿Dónde estaban las chicas? Decía yo.

Esta etapa fue muy rica en experiencias fundamentales. Fue una época de encuentro con la Congregación, la historia de los Fundadores, oración, estudios en el Instituto teológico y aprender a cocinar y otros muchos quehaceres de la vida cotidiana. Lo de cocinar no es que se me diera muy bien, prefería planchar u otros menesteres. Lo de cuidar al perro Hausen tampoco, pues un día fui a echarle de comer, se me enganchó de la manga y no había forma de quitármelo de encima. Menudo susto.

Este periodo de noviciado me permitió ir descubriéndome a mí misma con el acompañamiento de la Madre Maestra y demás compañeras. Hice las experiencias en Tenerife, durante un periodo de 6 meses y al volver  ya habían entrado otras compañeras: Marisa y Josefina, e hicimos la 1º profesión Feli y yo en D. Orione, en presencia de nuestras familias y amigos. Seriamos en total unas 75 personas comiendo en el comedor del noviciado. Pero mi padre, por cabezón, no estaba, en su lugar vino mi hermano mayor, mi cuñada, mi madre, mis sobrinas y la comunidad de “kikos”.

Mi primer destino fue Alicante, con un grupo de adolescentes y una comunidad de 20 hermanas. Estuve dos años y enseguida me destinaron a Zaragoza, donde pasé por todas las casas, que en ese momento existían en esta augusta ciudad: comunidad de 25 hermanas, grupo de chicas en situación de exclusión, casa de madres solteras y comunidad de 4. Al mismo tiempo estudié Trabajo Social y cuando terminé, tuve nuevo destino a Tarragona, donde pasé 9 años con un grupo de adolescentes y una comunidad de 5 hermanas. Así me fui haciendo Oblata.

En esta época murió mi padre de infarto y me llevé a mi madre a vivir conmigo, con el beneplácito de la comunidad. Fue otra experiencia muy fuerte. Yo la viví como un apoyo grande de la comunidad y la congragación hacia mí y mi progenitora, pues ella también se sintió muy acogida por las hermanas de la casa de Tarragona. Por razones de reestructuración el grupo de menores tuvo que suprimirse y entonces me destinaron a la comunidad de Murcia. Otra experiencia bien gratificante, pues dejaron que mi madre estuviera conmigo. Disfruté mucho de ella en los últimos días de su vida y ojalá hubiera disfrutado más. Eso solo lo puede entender la persona que lo ha vivido. 

Y si tengo que hacer lectura espiritual de este momento de mi vida también reconozco la presencia de Dios que guía y me conduce y me demuestra cada día que me  ama y me salva, a pesar de mi pecado y mis incongruencias, sabiendo que lo importante no es ser perfecta, sino saberse en crecimiento y en paz interior y exterior.

Mi actividad principal en este momento es la participación en el programa Oblatas, y mi relación con las mujeres me llena, visitarlas a la cárcel, en la calle, verlas cambiar de vida y hacer esfuerzos ellas solas por sacar a sus hijos adelante. Son especiales los momentos en que muestran su agradecimiento y expresan que te sienten como una hermana o como una madre y amiga. Ya no se desea otra cosa cuando esto sucede.

TODO ES GRACIA EN ESTA VIDA

Isabel María de pequeña en la ventana de su casa. Colección: Familia Jiménez Collado