"El fuego que no se apaga"
Con los testimonios de María y Carmen Miras
Con los testimonios de María y Carmen Miras
Única imagen que se conserva de Carmen, la que aparece dentro del círculo mas oscuro con sus compañeros del colegio de Oraibique.
"No le busque mal alguno al tío Paco, porque este era mi destino y yo sola me lo he buscado. Y don Antonio, no me cure, que yo estoy bien… sólo le pido que cuide a mi madre, que tiene dos hijas más. A mi familia no le eche la culpa, porque esta… esta es solo mia"
Tenía apenas ocho años, pero las palabras de Carmen atravesaron el tiempo como un cuchillo. La familia del tío Antonio, conocido como el Temprano, nunca olvidó aquella escena. Cien años después, su recuerdo sigue latiendo entre los muros del cortijo y los suspiros de quienes aún la nombran.
Todo ocurrió una mañana de invierno, de esas que cortan el aliento y endurecen las manos. En el cortijo conocido como de las médicas estaban de medieros Antonio Miras y Pilar Pedrosa con sus tres hijas: Carmen, la mayor; María, de unos tres años; y la pequeña Concha, aún en la cuna.
Esa mañana, como tantas otras, los padres bajaron a los bancales a trabajar la tierra. Se llevaron a María con ellos, dejándole a Carmen el encargo de cuidar de la pequeña, que dormía plácidamente. Junto al cortijo de las Médicas en el pago de Oraibique de Cantoria, se encontraba el cortijo del tío Paco Simón, que es donde Carmen se solía juntar algunos ratos con sus amigas y vecinas del pago como Isabel la Turca y Patrocinio la Simona, hija del dueño del cortijo. Las tres se acurrucaban junto al fuego para espantar el frío, cuando Carmen se sentó sobre un tronco que ardía por debajo, sin darse cuenta.
Lo que vino después fue tan fulminante como despiadado. Un calor brutal, las ropas ardiendo al instante, el pánico desatado… y Carmen, envuelta en llamas, corriendo hacia la calle. El viento, cómplice cruel, avivaba aún más el fuego que la devoraba. A su alrededor, sus amigas chillaban desesperadas, pidiendo auxilio, hasta que Carmen, en un último intento por sobrevivir, se lanzó a la acequia que rebosaba de agua. Desde lejos, Pilar, su madre, sintió un estremecimiento. El instinto la hizo volverse justo cuando el resplandor del fuego se alzó y los gritos desgarradores rompieron el aire.
—¡Antonio, que es nuestra hija! — al ver una bola de fuego moverse, gritó, sin dudar.
Corrieron. Sacaron a su hija de la acequia y se les presentó ante si una imagen demoledora. Llamaron al médico don Antonio López Rubio, que llegó sin perder tiempo. Casi todo el cuerpo de Carmen estaba quemado menos la cabeza. La piel de la espalda se le desprendía a tiras, pero su mente estaba lúcida. Y entonces, pronunció aquellas palabras. Las que nadie, ni el tiempo, ha conseguido borrar.
A Carmen la llevaron al cortijo de los padres de Antonio, en Tomácar, por estar cerca del pueblo. Allí, tres días después, se apagó suavemente. Antes de partir, pidió ver a sus hermanas, María y Concha, para despedirse de ellas con la serenidad de quien sabe que el adiós es inevitable.
Pilar, su madre, se quedó ida. Así lo decían entonces. Cuando la enterraron —solo con hombres, como marcaba la costumbre—, el cuerpo de Carmen reposó bajo un simple caballón de tierra. Al poco de marcharse todos, Pilar se fue sin avisar. Caminó hasta el cementerio, buscó entre montículos de tierra removida hasta encontrar el de su hija. Y lo encontró. Se tumbó a su lado, y lo abrazó en silencio. La encontraron horas más tarde, con los patucos de la pequeña Concha en las manos, los que Carmen había ayudado a poner tantas veces.
El dolor era insoportable. Antonio, en un intento por ayudar a su mujer a olvidar, quemó la ropa y pertenencias de la niña en un zarzal cercano al cortijo. Pero el destino es caprichoso. Días después, Pilar andaba detrás de unas gallinas buscando huevos cuando, de pronto, vio entre las zarzas restos calcinados: jirones de ropa, cenizas con memoria. Los recogió con temblor en las manos, los apretó contra el pecho y los guardó en silencio en un arca bajo llave.
Desde entonces, Carmen se convirtió en la hija más recordada por su madre. Entre las siete que llegó a tener, ella siempre fue “la más buena, la más lista”, decía Pilar. Y su trágica historia, se hizo eterna. No solo por lo que ocurrió, sino por cómo vivió sus últimos días: con una madurez que asombró incluso a quienes la amaban.
La muerte de Carmen dejó una herida imposible de cerrar, pero el tiempo —con su ritmo implacable— siguió avanzando. Tal vez como forma de escapar al dolor, o tal vez porque así lo quiso el destino, poco después al tío Antonio el Temprano le llegó una nueva oportunidad: cambiar de cortijo. Dejaban atrás aquel lugar que ya nunca sería el mismo, y se trasladaban como medieros al cortijo del Moral, en un pago alejado, por encima del paraje de Capanas. Un rincón que parecía arrancado del mundo: un pequeño valle entre ramblas, con una fuente que nunca se seca y apenas tres o cuatro cortijos desperdigados a lo largo de varios kilómetros.
Pilar y Antonio el Temprano, padres de Carmen
Pero aquel lugar, sereno y silencioso, casi idílico, no estaba libre de su propio pasado. Apenas un par de años antes, allí se había cocido durante años una tragedia digna de los mejores dramas del cine: una historia de amor prohibido, viejas rencillas vecinales y una muerte que selló con pólvora lo que durante años fermentó con odio.
El detonante fue el romance entre dos jóvenes: Diego Sánchez Gavilán y Manuela Picazo Galera. Se amaban en secreto, con esa intensidad que solo conocen los que aman a escondidas. Pero el amor no brotaba en tierra fértil. Diego era hijo de Diego Sánchez Jiménez, dueño del cortijo del Moral, y Manuela, nieta de Antonio Galera García, apodado el Bodega, con quien la familia Sánchez mantenía una enemistad tan vieja como las piedras del lugar.
Cuando el padre del muchacho supo de aquel amor, trató de cortar por lo sano: le compró un billete a su hijo para Buenos Aires, con la esperanza de que la distancia apagara el fuego. Pero Diego, decidido a no renunciar, se llevó consigo a Manuela. La aventura acabó en el puerto de Almería, con una denuncia por rapto y la detención de ambos justo antes de embarcar.
El escándalo fue mayúsculo. La tensión entre las familias, insostenible. Hasta que un día, como si el siglo XIX no se hubiese terminado, los dos patriarcas se vieron cara a cara, pistolas en mano, en los terrenos del cortijo. Según los atestados, Diego padre disparó dos veces sin éxito. Antonio Galera respondió con mejor puntería: su bala fue certera, y con ella se cobró la vida de su viejo rival.
Así era el cortijo del Moral: un lugar hermoso, sí… pero también marcado por la pasión, la violencia y el peso de historias que se niegan a desaparecer. Allí llegó el tío Antonio el Temprano con su familia, cargando con su propio duelo, y buscando el consuelo de un lugar diferente, quizás sin saber que se instalaban en un paisaje donde los ecos del pasado seguían resonando entre las paletas y los muros encalados y el silencio pesaba mas de lo que parecía.
En esta imagen vemos a las cinco hijas que sobrevivieron de las siete que tuvieron Pilar y Antonio. De izquierda a derecha: Gracia, Carmen (la cuarta hija, que llevó el nombre de su hermana fallecida como un tributo silencioso), Concha, María y Pilar. Posan en el cortijo familiar de Tomácar, ese lugar lleno de recuerdos donde vivían sus abuelos paternos cuando todo ocurrió… y al que, con el corazón en un puño, llevaron a Carmen para pasar sus últimos tres días.
Paraje de Oraibique con el puente de la Jata al fondo. A la izquierda el cortijo de las Médicas donde Antonio y su familia estaban de medieros y a continuación, las ruinas que se ven en el centro de la imagen, es el pequeño cortijo del tío Paco Simón, donde ocurrieron los hechos.
Pilar en el túnel de ferrocarril fotografiada por su nieto Pedro Cortés.
El médico don Antonio López, padre de don Juan López Cuesta y abuelo de don Adolfo. Fue el facultativo que atendió a Carmen.