Este es un relato que se inspira en hechos reales, y por eso queremos aclarar sin dejar dudas, que es eso, un relato. Algunos nombres, fechas, lugares y acontecimientos han sido alterados o imaginados para preservar la privacidad y enriquecer la narrativa. Desconocemos si Enrique Fornovi llegó a escribir algo sobre el tema alguna vez, por eso hemos querido introducir esta narración con un supuesto diario que escribió "ficticiamente" años después de ocurrir los hechos.
Gracias a a la labor de Juan José López Chirveches y sus artículos publicados en la Piedra Yllora sobre la guerra civil y las posguerra, tenemos una valiosa información sobre ese hecho y la Guerra Civil y Posguerra en general. La famosa lista de los 34 en los que se basa este escrito son reales, tienen su origen en los primeros meses de la guerra civil, cuando el comité toma el mando político y militar de Cantoria.
Las acciones del Comité de Cantoria tuvieron dos caras, El Comité de Cantoria actuó con dos caras. Por un lado, se incautaron las fincas de 22 propietarios y algunos derechistas fueron forzados a ceder parte de sus tierras al Comité. Por otro, el trato a las personas fue, en general, bastante respetuoso.
Pero eso no le bastaba al Artillero. Para él, esa actitud era pura debilidad. No tardó en cargar contra los miembros del Comité, acusándolos de ser demasiado blandos, casi cómplices de la derecha.
Sin dudarlo, elevó sus quejas al temido Comité de Baza, denunciando la “tibieza” de los rojos de Cantoria y acompañando su informe con una lista de 34 nombres: los derechistas más notorios del pueblo, según él.
Y no eligió cualquier destino. El Comité de Baza era conocido por su brutalidad, quizás el más implacable de toda la región. Allí, en los primeros meses de la guerra, se vivieron auténticas atrocidades.
Antes de finalizar la guerra Enrique emigró a Barcelona y tuvo que volver a Cantoria cuando los procesos judiciales contra los republicanos involucrados de una u otra manera en la guerra. Fue absuelto con el testimonio favorable de todas las fuerzas vivas del movimiento en Cantoria. Nunca perdió el contacto con Cantoria y siempre que podía venía, en especial para las carretillas.
Basado en los artículos de Juan J. López Chirveches para la Revista Piedra Yllora y que puedes leer en:
Enrique Fornovi en los años 70. Colección: Familia Lizarte García
El presente texto fue hallado entre los papeles personales de Enrique Fornovi, fallecido en Barcelona décadas después, y conservado por un familiar, quien lo entregó recientemente a este cronista con el deseo de que algún día se conociera la verdad de lo que ocurrió durante aquellos años de guerra.
Fornovi fue una figura discreta, nunca quiso protagonismo ni reconocimientos, y tal vez por eso lo que escribió nunca salió de su escritorio. Pero en estas páginas —fechadas en 1945, unos diez años después de los hechos, se revela con claridad su voz: reflexiva, dolida, valiente. No busca justificarse, ni acusar, ni glorificarse. Solo dejar constancia.
"La noche de la Lista", como ha llegado a conocerse en la memoria oral de Cantoria, fue un episodio crucial de nuestra historia local, donde uno de los médicos que ejercían en Cantoria, Antonio Reche, conocido como el Artillero (tenía 12 hijos), de extrema izquierda, al ver que el comité de Cantoria era demasiado "blando" con las personalidades de derechas, decidió mandar una carta-denuncia al comité mas sanguinario de la zona, como era el de Baza, en el que incluía una lista con 34 nombres que había que liquidar. Este comité mandó a unos milicianos a ejecutar la denuncia con la orden expresa que no debían llegar a la ciudad bastetana.
Este documento aporta un testimonio humano y directo, no exento de contradicciones, que nos permite comprender el grado de tensión, responsabilidad moral y coraje civil que algunos vivieron.
A día de hoy, todavía hay descendientes de aquellos treinta y cuatro cantorianos. Algunos conocen la historia, otros apenas han oído fragmentos. Quizás este cuaderno sirva para completar lo que la memoria nunca se atrevió a contar del todo.
El lector tiene entre manos más que una confesión: un acto de amor a un pueblo, escrito desde la sombra por uno de los hombres que, sin hacer ruido, salvó muchas vidas.
L. J. L. J.
Han pasado diez años, y aún hay noches en las que no puedo dormir. Cierro los ojos y vuelvo a ver las caras. Las de ellos, los que venían a matar. Y las de los otros, los que habrían muerto.
A veces pienso si alguien lo recordará dentro de veinte o treinta años. Si alguien contará que, en una noche sin luna de agosto del 36, treinta y cuatro vidas estuvieron a punto de perderse para siempre. No por azar, ni por combate, ni siquiera por justicia revolucionaria, sino por una sentencia fría, premeditada, firmada al margen de toda humanidad: “No deben llegar a Baza.”
Esa frase iba al final de una lista. Treinta y cuatro nombres. Gente de derechas, sí. Algunos caciques, otros simplemente desafectos o amigos de misa. No eran santos, pero tampoco criminales. Y esa lista, que alguien de aquí —todos sabemos quién— envió a Baza como denuncia, era, en realidad, una condena de ejecución inminente en alguna cuneta de la carretera. Como ya ocurrió con don Juan Antonio, el cura, semanas después. Lo mataron a unos kilómetros del pueblo, en el barranco de la Guarducha camino de Albox. El Comité no tuvo tiempo de reaccionar, estábamos en nuestros trabajos o quehaceres diarios. Nos pillaron por sorpresa, llegaron desde Almería sin previo aviso. Aquello fue una mancha que jamás se borrará. No he vuelto a dormir bien desde entonces.
Ya sabíamos que el peligro no venía sólo de los de enfrente, sino también de los que decían ser del mismo bando.
Cuando los camiones de Baza llegaron, sentí un nudo en el estómago. No era miedo. Era certeza: o los parábamos, o manchábamos de sangre Cantoria para siempre. Los saludamos cortésmente, los invitamos a entrar en el Comité para tomar un refrigerio. Y, alrededor de una mesa de frío mármol, como si la revolución pudiera hacerse a la carrera y sin pensar, mis hombres lo entendieron enseguida. Debíamos actuar con cautela. No podíamos permitir aquella barbarie.
Sonreímos. Brindamos con el vino requisado que teníamos en la despensa... Fingimos. Fingimos que discutíamos la legalidad de la lista cuando nos la pusieron delante. Que algunos nombres estaban mal —inventé que don Agapito Sánchez simpatizaba con la República—, que hacía falta cotejar los datos. Me puse a cortar el jamón que le habíamos requisado días antes a doña Encarnación Giménez. Platos y más platos que devoraban. Dije que Cantoria era generosa con sus compañeros de lucha. Que la revolución también se hacía con el estómago.
Íbamos ganando tiempo. Qué precioso es el tiempo cuando se trata de ganarle el pulso a la muerte…
El vino y la comida empezaron a escasear, y con esa excusa de traer más, mandé a mis hombres a buscar por los bares y cantinas lo que pudieran conseguir. Ocasión que aprovecharon para avisar, casa por casa. A toda prisa, en silencio, señalando con los ojos, tocando a la puerta con una piedra. Algunos ya sabían. Otros se deshicieron en llanto al entender lo que habían estado a punto de ser. Hasta Almanzora fue el alcalde Juan Cerrillo andando por las vías del tren a avisar al Juan Lozano, el cacique local. Todos se escondieron. Algunos se metieron en pajares, otros cruzaron el río hacia Capanas, uno se refugió en la vieja cochera del tren. Se salvaron.
Cuando regresaron, continuamos con la comedia. El vino empezó a correr de nuevo por sus gaznates, sin freno, sin control. Y yo, con la calma que no sentía, cuando los vi borrachos como cubas, les dije que nadie saldría de Cantoria sin una orden legal del gobierno de la República. Que no éramos asesinos. Que si querían revolución a tiros, se equivocaban de pueblo. Tripiana, el presidente de nuestro Comité, habló también. Se nos tensó la voz, pero no temblamos.
"Si vais a seguir adelante con las órdenes que os han traído a este pueblo, hacedlo. Pero sabed esto: sufriréis las consecuencias. Mis hombres están apostados en los tejados, listos para abrir fuego contra vosotros en cuanto dé la señal. Si aún tenéis algo de juicio, daos la vuelta y marchaos ahora".
Y entonces se marcharon. Vacíos. Marcha atrás, para verle en todo momento los ojos a los verdugos.
Nunca sabrán lo cerca que estuvieron de mancharse las manos con sangre inocente. O tal vez sí. Tal vez lo supieron y por eso no insistieron.
Después vino la revelación del autor de la lista, del denunciante. Y no sé por qué, pero ese apodo, el Artillero, no me sorprendió en absoluto. Dejo constancia aquí, en estas páginas, de que nunca lo consideré revolucionario. Era otra cosa. Amargado, provocador, resentido. Con todo y con todos. Él armó el desastre. Y luego quiso esconder la mano.
Nunca olvidaré los rostros iluminados por los candiles aquella noche. Los que buscaban justicia, los que querían que lo mirara a los ojos y les dijera por qué deseaba que lo mataran. Y cómo olvidar los gritos cobardes que salían desde su balcón. Ni la figura de su hija Pepita —la bella Pepita— saltando por los tejados para escapar de la multitud que se concentraba frente a su casa. Cruzó la noche con los pies desangrados, buscando a quien pudiera salvar al hombre que casi provoca una masacre. Qué extraña mezcla es la humanidad.
Yo no soy un héroe. Hice lo que mi deber me dictó. Aun así, no he dejado de preguntarme qué habría pasado si hubiésemos llegado tarde. Como con el cura. Sueño con él todas las noches. Con la cara desencajada me pide auxilio, me suplica ayuda para su sobrina, que queda desamparada… Me pide... Por Dios, no puedo cerrar los ojos sin pensar en qué habría ocurrido si uno de los treinta y cuatro no se hubiese enterado. Si el vino no hubiese bastado para entretenerlos. Si la furia, en vez del juicio, hubiera guiado nuestras decisiones.
No he vuelto a Cantoria desde los procesos judiciales contra los republicanos en el 41. Aunque mi cuerpo vive en Barcelona, mi memoria sigue en aquel agosto interminable que dio paso a un septiembre peor. Cada vez que cierro los ojos, veo la plaza. Veo las caras. Siento el frío del mármol en la palma de la mano.
Hoy, con casi cuarenta años, y con las heridas de la guerra aún visibles en cada rincón de mi pueblo, me permito escribir esto para mí, para el Enrique que fui y que aún no entiendo del todo. Y también, quizá, para el Enrique que vendrá, si alguna vez alguien alguna vez abre este diario.
Para que sepa que una noche oscura del 36, entre balas, venganzas y banderas, en Cantoria ganó la vida.
E. F.
Los milicianos de Baza entrando en Cantoria donde ya lo esperaban el Comité. En el camión principal iba pintada la leyenda "Domador de Caciques"
Enrique y sus hombres brindando con los de Baza mientras el resto de sus hombres, con la escusa de ir a por más víveres, avisan a los de la lista.
Los milicianos, casa por casa avisan a todos los de la lista.
El pueblo entero increpando la actuación del Artillero delante de su casa.