Ahora que los días se acortan, y el cuerpo me recuerda cada madrugada que se acerca el final, me encuentro en esta habitación humilde de la calle Romero, acompañado por el silencio, por el leve eco de los pasos de don Luis trayéndome la comunión… y por mis pensamientos, que me llevan de nuevo a todos los caminos que he recorrido.
Qué largo y hermoso ha sido este viaje, Señor.
Me bautizaron Leonardo Andrés Ramón, en diciembre del treinta y cinco. Apenas abrí los ojos al mundo, ya mi tío Agustín, cura piadoso y sabio, me ofrecía al cielo en la pila de Olula. De Zurgena éramos, mis padres, labradores de manos duras y corazón blando. En mi infancia ya resonaban las campanas del deber. Yo, un niño obediente y curioso, seguía a mi tío por la iglesia, acólito en sus misas, aprendiendo a amar el altar más que a cualquier otra cosa.
Entré en el seminario en el cincuenta y uno, y desde entonces no he hecho otra cosa que servir. Armuña fue mi primer hogar de fe. Allí aprendí que la vida del sacerdote no es solo rezar, sino también alentar, construir, consolar, dar ejemplo. Luego vino Lúcar, y con mis propias manos levanté muros y reparé tejados. Sentí por primera vez esa chispa de creación, de devolverle dignidad al templo de Dios.
Pero fue en Cantoria donde todo cobró sentido.
Llegué en el setenta y ocho. Aquella iglesia estaba como un cuerpo sin alma. Las capillas de la entrada apenas cubiertas, la nave sin terminar, el coro inexistente, las torres sin levantar, las paredes desnudas… como un corazón que aún no había aprendido a latir.
Y latió, Señor, con fuerza. Vaya si latió, porque le puse mi vida y mi salud entera.
Fui mendigo con sotana. De Madrid traía donativos, cálices, imágenes, cuadros… llamando a puertas, suplicando con dignidad. Los Cañabate me abrieron el camino, el obispo Orberá me bendijo con su apoyo, y hasta la suerte me sonrió: tres mil duros de la lotería… ¿quién sino Tú habría dispuesto tal milagro?
Cantoria se volcó. Hombres, mujeres y niños, sin distinción, se entregaron con alma y cuerpo a la tarea sagrada de levantar aquel templo. Iban a la cantera de la calle San Juan a cargar piedras, bajaban al río para acarrear arena, moldeaban ladrillos con sus propias manos y los cocían en los hornos de sus casas. En muchos de ellos aún pueden verse las huellas de quienes los hicieron, como una firma humilde y eterna de fe, de entrega, de amor por su iglesia. Las mujeres cosían y bordaban el ajuar para los santos oficios; los hombres dejaban el arado y el jornal para alzar muros santos. Aquello no fue solo mi obra: fue del pueblo entero, de su esfuerzo y de su corazón.
Y en esa gran labor, no puedo olvidar la figura de doña Catalina, la marquesa de Almanzora, mi gran amiga, que convirtió su palacio en un faro de apoyo, con una generosidad desmesurada gracias a su fe inquebrantable. ¡Que gran mujer doña Catalina! fue una de mis más grandes colaboradoras en la construcción de este templo.
Por eso le he pedido a ella y a don Luis que, algún día, cuando los tiempos sean más propicios y la tierra lo permita, mis huesos descansen bajo una de sus losas*. Sin nombre, sin epitafio. Porque quiero marcharme de este mundo tal como llegué: desnudo de todo pecado y en silencio.
La Virgen del Carmen… ¿Cómo no traerla con todo mi amor, si fue ella quien me sostuvo en los momentos más oscuros? Aquella primera misa, el 16 de julio de 1885, fue como ver nacer un hijo. El más perfecto de todos.
Después vinieron los años de Cuevas, cuando me apartaron de mi querida Cantoria. Me dolió, sí, pero no dejé de trabajar. Ayudé a fundar el Círculo Católico, busqué fondos, restauré su iglesia, incluso invertí en minas con desigual fortuna… no para mí, sino para seguir ayudando a las casas de Dios.
Y cuando la salud ya no me acompañaba, me dejaron volver. Bajo la sombra protectora de don Luis, entre la ternura de los vecinos, me sentí otra vez en casa, a la sombra de mi gran obra consagrada a ti. Celebré misa en mi propia sala porque mi salud me impedía hacerlo en la iglesia, y vi cómo seguían acudiendo a comulgar como antes, como siempre. Y los que no podían entrar se quedaban fuera, en la calle, firmes y devotos, sin importarles el frío, la lluvia o el viento. Aquel humilde hogar se convirtió en iglesia, y las paredes de mi casa temblaban al compás de sus rezos. Aquello no era solo fe: era una sincera y hermosa gratitud.
Ya no tengo fuerzas, Señor. Pero me reconforta saber que he hecho lo que debía. Que he alzado una iglesia que parece catedral, y que cuando yo no esté, seguirá en pie como testigo de fe, de esfuerzo y de esperanza.
Y si al final no puedo descansar bajo sus muros, que al menos me lleven en sus rezos. No quiero honores, solo la certeza de que dejé algo bello y sagrado en este mundo.
Y ahora, Señor… ya estoy preparado para entregarte mi alma, como ya te entregué mi vida. Escucho el leve traqueteo de un carruaje en la distancia. Seguramente es doña Catalina, fiel hasta el final, que ha venido a acompañarme en este último tramo del camino, como me prometió.
Todo el pueblo, sin distinción participando en la construcción de la iglesia
La primera misa en la iglesia se celebró mientras aún había andamios dentro, todavía quedaban por finalizar algunas bóvedas y la ornamentación.
La muerte de don Leonardo sacudió al pueblo. Acudió una multitud, con gente llegada de todo el Almanzora, donde su obra había dejado huella y admiración.
Leonardo López Miras. Ver biografía.
Don Luis Aliaga Navarro: gran párroco que ejerció mas de 30 años en Cantoria, revitalizó con gran entusiasmo la vida religiosa, fundando hermandades y dando fuerza a las ya existentes.
Los Cañabate: amigos de don Leonardo que ocupaban altos cargos en el Ministerio de Gracia y Justicia.
Catalina Casanova, marquesa de Almanzora. Ver biografía.
* En el siglo XIX, por razones de salud pública, se prohibieron los enterramientos dentro de las iglesias, al considerarse un riesgo para la población. Fue entonces cuando los cementerios comenzaron a ubicarse en las afueras de los núcleos urbanos. Por esta misma normativa, don Leonardo, al fallecer en 1913, fue sepultado en el camposanto de Cantoria, a pesar del deseo popular, y suyo propio, de reposar bajo las losas del templo que tanto amó. Sin embargo, en 1935, más de dos décadas después, su fiel sucesor don Luis Aliaga, acompañado de un grupo de devotos vecinos, solicitó formalmente al alcalde Juan Cerrillo el traslado de sus restos a la iglesia. Querían, por fin, cumplir con aquel último anhelo: que don Leonardo descansara para siempre junto a la gran obra de su vida.