Desde el mismo instante en que llegué a este mundo, mi vida estuvo marcada por una culpa que no era mía. Fui señalado sin haber hecho nada, rechazado por una parte de mi familia que me convirtió en extraño antes incluso de conocerme. Aquella carga, tan injusta como incomprensible, se convirtió en el punto de partida de todo lo que vino después: mis primeros pasos por la calle Larga, los sueños que me llevaron lejos y los regresos que siempre me recordaban aquel estigma.
Yo siempre digo que, si algo no me faltó en la vida, fue cariño. Desde que tengo memoria tuve el calor de mi abuela paterna, Jacoba, de mis tías Encarna y Concha, y, sobre todo de Joaquín, mi padre, conocido como el Zoril. Ellos se encargaron de criarme como si entre todos formaran un mismo corazón que latía por mí. Nunca dejaron que sintiera la ausencia de una madre, y quizás por eso crecí ligero de tristezas, con la risa fácil y la virtud —que dicen que es rara— de hacerme querer. De ellos también aprendí a mirar hacia adelante sin cargar con pesares.
Cuando murió mi madre, mi padre y yo nos trasladamos a la casa de mis abuelos paternos, Jacoba y Juan Pedro, en la calle Larga. Allí tuve el calor del hogar y, además, la suerte de que una vecina, Lola la Blanca, que acababa de dar a luz, me amamantaba junto con su hijo hasta que ya no hubo mas. Entonces mi tía Concha compró una cabra para que no nos faltase la leche, tanto a sus hijos que mas o menos eran de mi edad, como a mi.
De pequeño, nunca me di mucha cuenta de ciertas cosas. Jugaba por las calles del pueblo, corría con mis primos Ricardo, Juan Pedro, Fina y Conce, y aunque algunas puertas se cerraban con portazo a mi paso, yo seguía a lo mío, convencido de que la vida era eso: jugar, reír y buscar siempre compañeros de aventuras. Decían que tenía la virtud de hacerme querer, y quizás por eso nunca me detuve demasiado en las sombras.
Recuerdo, por ejemplo, una vez que me encontré por la calle a un vendedor ambulante que llevaba un manojo de molinillos de vivos colores, de esos que giran con el aire y que nos dejaba hipnotizados. Yo me quedé embobado mirándolos, pero no tenía un duro en el bolsillo. El hombre, al ver mis ojos brillando, me dijo en tono pícaro:
—"Si me das tus pantalones, el molinillo es tuyo".
Y sin pensármelo dos veces, me los quité allí mismo y se los di. Me fui más feliz que unas castañuelas, descalzo y con el juguete en la mano, como si hubiera ganado un tesoro. Sabía que pantalones no me iban a faltar, porque mi tía Concha tenía arte para eso y para mas: cuando a su marido —que era muy corpulento— se le rompían los suyos, ella les sacaba tres vidas nuevas. Dos pares iban para sus hijos y el tercero, para mí. Así que, aunque volviera en calzoncillos, para disgusto de mi tía Encarna que salió como una furia en busca del vendedor, yo sabía que pantalones nunca me iban a faltar. Ah, y del vendedor nunca mas se supo.
Ante la insistencia de que mi padre debía de casarse porque un hombre no debía estar solo y menos con un hijo, que debía buscar para mi una figura materna, decidió proponerle matrimonio a Soledad, una mujer soltera, con casa, tierras, y con un carácter un poco... bueno dejémoslo en un poco fuertecillo. A ojos de todos un pedazo de partidazo. Y no voy a negar que cumplió con todas las letras el papel de madrastra. No era cruel, pero tampoco entregaba ternura. Había en sus ojos una distancia que yo, desde niño, aprendí a aceptar. No me dolía demasiado, ni le echaba demasiadas cuentas porque, como he dicho, por falta de cariño no era.
Al poco de la boda, cuando yo tendría unos cuatro años, emigramos a Mataporquera cerca de Santander, en Cantabria. Allí vivía una de mis tías, Esperanza, con su marido José, que era el encargado de una cementera y gozaba de muy buena posición en aquel lugar. Mi padre entró a trabajar en la fábrica, y para mí aquellos años fueron un regalo. Mis tíos no tenían hijos, y me llegaron a querer como si lo fuera. Me cuidaban, me colmaban de atenciones, e incluso me llegaron a pagar un colegio privado durante toda mi etapa escolar, algo impensable para el hijo de un jornalero de Cantoria.
Fueron años felices. Allí descubrí un mundo distinto, más amplio, lleno de oportunidades. Tanto me llegaron a querer que, cuando fui creciendo, insistieron en que me quedara con ellos para continuar los estudios superiores. Me ofrecieron pagarme la universidad, abrirme un futuro que yo ni siquiera me había atrevido a soñar. Me lo decían con ternura, con esa mezcla de ilusión y esperanza que solo tienen quienes desean lo mejor para alguien al que sienten como propio.
Pero como otros se encargaban de decidir por mí, cuando todavía no había cumplido los diecisiete años volvimos a Cantoria. La culpable: la Soledad. Nunca le gustó vivir en el norte. No se acostumbró al clima, ni a la gente, ni a aquella vida que a mí tanto me llenaba. Ahora que desde la distancia del tiempo veo las cosas de otra manera, creo que ni a mí se llegó a acostumbrar. Solo tenía en su boca y en su mente a sus sobrinos. No había ojos para nadie más. Y mi padre, que siempre buscó la paz en casa, cedió y decidió regresar. Tampoco atendió a las súplicas de mis tíos para que siguiera estudiando en Cantabria. Para mi padre, Joaquín el Zoril, la familia era una unión inquebrantable.
Pero antes de volver, mi padre fue preparando el terreno de lo que me podía encontrar en Cantoria. Ya tenía una edad para comprender las cosas. Una tarde, cuando estábamos solos en la casa, me llamó y me dijo que me sentara. Y empezó a hablar. Me contó que María, mi madre, murió cuando yo apenas tenía cuarenta días de vida. Una infección, causada porque al dar a luz se le quedó dentro parte de la placenta. Toda la familia de ambas partes, desesperada, pusieron el dinero que tenían y lo que faltó lo sacaron de vender bancales para pagar al mejor médico de la zona, con la esperanza de salvarla. Pero no hubo nada que hacer.
Ahí entendí muchas cosas. Supe entonces que la familia materna —mis abuelos y mis tíos— me habían repudiado. Que nunca quisieron saber nada de mí, porque en su dolor me vieron como el culpable de aquella pérdida y mi sola presencia bastaba para recordar y mantener abierta una herida que no sabían cerrar.
Establecernos de nuevo en Cantoria fue como abrir un libro que había quedado a medias. Yo tenía diecisiete años, tenía otra mirada, con recuerdos del norte que me habían marcado, y con la sensación de que la vida me colocaba en un tablero distinto. Pero, en aquel regreso, hubo una persona que resultó clave para que no me sintiera extraño en mi propio pueblo: mi tío materno Juan, al que todos llamaban Juan Tijeras.
Juan era distinto a los demás, tenía unas miras más amplias, menos ataduras a las costumbres de siempre y con una sensibilidad especial. Desde el primer día que regresamos, me acogió como si quisiera recuperar de golpe todos los años perdidos conectando desde el primer momento mas allá del vínculo familiar, incluso casábamos con los mismo ideales de la vida. Tenía la suerte de que vivía muy cerca de nosotros en esa calle Larga de mi infancia, y no tardó en pedirme que lo acompañara a su trabajo: él era el encargado de proyectar las películas en el Teatro Saavedra y en la terraza Altafer, y allí encontré un mundo fascinante. Con los ojos muy abiertos, lo acompañaba cada sesión a la cabina.
Y mientras mi padre trabajaba las tierras de Soledad, yo decidí aprender los secretos de los rollos de celuloide, la precisión del proyector, el arte de hacer que la luz atravesara la oscuridad y diera vida a las imágenes. Recuerdo las noches de estreno: Juan con su pipa en la boca, la sala llena expectante, y yo, adolescente, sintiendo que era parte protagonista de un ritual mágico. El haz de luz iluminaba el polvo en suspensión y, al mirarlo, me parecía que marcaba un camino hacia los sueños.
No eran fáciles aquellos años de juventud, pero mi Juan, con su carácter abierto, me dio un refugio. Yo siempre digo que él fue, en aquel tiempo, el puente entre lo que había sido y lo que estaba por venir.
“Con todo el dolor de mi alma te tengo que dejar entrar en mi casa”
Y como la vida se empeña en enredarlo todo, antes de marchar a la mili me enamoré de una prima hermana. Fue un amor limpio, de esos que te hacen sentir que todo encaja, pero claro, las cosas nunca eran tan sencillas para mí. Mi suegro, que era a la vez otro de mis tíos maternos, me lo recriminó con dureza, siendo las frase anterior sus primeras palabras cuando entre por vez primera en su casa.
Aquellas palabras me pesaron como una piedra en el pecho. Sentí que se repetía la la historia que me había contado mi padre sobre mi familia: otra vez el rechazo, otra vez las puertas cerrándose y las miradas tras los visillos de las ventanas a mi paso. Esta vez sí era plenamente consciente, aunque me resultaba incomprensible que, después de tantos años, siguieran culpándome de algo que yo ni siquiera había llegado a vivir. ¿Cómo podían exigirme responsabilidades por hechos ocurridos cuando apenas acababa de llegar al mundo? ¿Era justo que me trataran como si fuera un asesino?
En esos menesteres me hallaba cuando me llamaron a filas. Yo pensaba que, por ser huérfano de madre, me destinarían a Almería, cerca de casa. Pero no: me mandaron a Madrid. Tenía allí a mi tío por parte de padre Sebastián López Rubí— que era Comandante en la Capitanía General,. Muchos creyeron que aquello me facilitaría las cosas, que me asignarían a su cuartel, pero la vida siempre se empeña en contrariar los planes: me destinaron a otro.
Mi cometido en el servicio militar fue, paradójicamente, el de chófer. Yo, que jamás había tocado un volante ni tenía carnet. Me enseñaron a conducir, me pagaron los papeles, y pronto llevaba entre manos camiones y coches con la soltura de un veterano. Cuando por fin obtuve el carnet, mi tío Sebastián reclamó mi traslado a su cuartel. Eso no sentó nada bien al comandante que me había tenido bajo su mando; pero las órdenes son órdenes, y tuve que cambiar de destino.
Allí, de nuevo, el cine se cruzó en mi camino. Como mi tío Juan Tijeras me había enseñado los secretos de la proyección, mi nueva función fue precisamente esa: recorrer los cuarteles proyectando películas para los soldados. De noche trabajaba con el proyector; de día, recorría Madrid como un explorador, descubriendo sus avenidas, sus plazas y sus rincones llenos de tradición.descubriendo sus calles y su vida bulliciosa.
Y llegó la boda, unos de los días felices de mi vida, actuando de padrinos fue mi tío Sebastián y Encarna Jiménez la de Juan el Gaspirre y la celebración, como no podía ser de otra manera, fue en el Teatro Saavedra. La luna de miel, en Cantabria porque quería enseñar a mi mujer el lugar donde pase gran parte de mi infancia y mi juventud.
Los años fueron asentando mi vida como quien ve crecer un árbol: lento, pero firme. Las aguas revueltas poco a poco se fueron tranquilizando y la familia de mi madre fue aceptándome. Tal vez el tiempo cure más heridas que las palabras, o tal vez yo, con mi manera de ser, supe ganarme los espacios que antes me negaban. Llegaron mis dos hijas, y con ellas descubrí una ternura distinta, hecha de desvelos, de juegos, de esa alegría que solo un hijo sabe dar. Después vinieron los nietos, y con ellos entendí que la vida es un círculo que siempre se renueva.
Tuve la suerte de montar un pequeño taller de mármol “Marmoles Quinito”. Me labré el futuro y crié a mi familia a base de cincel y martillo, esculpiendo imágenes para el cementerio, después de aprender el oficio en el Taller de los Pallarés. Y luego los veranos seguía proyectando películas hasta el fin del cine en Cantoria. Hasta Juez de Paz fui dos lustros siendo alcalde Joaquín Balazote.
Viví con paz. No una paz ruidosa ni perfecta, sino esa paz interior que se logra cuando uno deja de mirar atrás con rencor. Supe ser agradecido con lo que tuve, con lo que logré y, sobre todo, con la gente que me quiso bien.
Pero incluso en esa calma hubo un hecho que me recordó que el destino nunca deja de mover sus fichas. Fue en el año 1981, durante aquel intento de golpe de Estado de Tejero. Corrían rumores macabros, y uno de ellos resultó ser cierto: en Cantoria había circulado una lista de personas que, si triunfaba el golpe, tenían que desaparecer.
En esa lista estaba mi nombre.
Dicen que fue alguien del propio cuartel de la Guardia Civil quien la filtró, quizás por humanidad, quizás por miedo, nunca lo sabremos. Lo cierto es que cuando me enteré, me quedé frío. Pero lo que más me impresionó fue la reacción de mi amigo el párroco don Francisco Serrano. Aquella tarde tocó en mi puerta y me dijo con su voz potente, aunque los ojos le delataban la preocupación:
—"Espero que hayas preparado cena porque esta noche la paso en tu casa".
El sabía que si estaba a mi lado, nadie se le ocurriría venir a hacerme nada. Pasamos la noche en vela, con la radio encendida, siguiendo los hechos. Cada noticia era un golpe seco en el pecho. Recuerdo el silencio de la casa, apenas roto por las voces de los locutores y el tic-tac del reloj. Ni él ni yo pegamos ojo, esperando que el amanecer nos trajera otra realidad. Y así fue. El golpe fracasó, y Cantoria volvió a su rutina de siempre. Pero aquella noche me quedó grabada como un recordatorio: incluso en la calma, la historia siempre puede sacudirte.
Hoy, cuando miro hacia atrás, me reconozco como alguien que nunca estuvo solo del todo. Nunca conocí a mi madre, y tampoco tuve una madrastra cariñosa, pero jamás me sentí huérfano. Criado entre manos que me cuidaron, señalado por otras que me rechazaron, y al final abrazado por la vida que, con sus vueltas, me dio lo más importante: familia, paz y memoria.