Yo, Hilaria
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
Me llamo Hilaria González del Valle y durante más de veinte años fui la esposa de Teodoro Fernández. Ahora soy también su viuda… aunque nunca hubo entierro, ni lápida, ni despedida. A él se lo llevaron una tarde del verano de 1936 y me lo mataron en noviembre, en un barranco de Víznar, junto a otros hombres buenos. Lo hicieron por ser como era: un hombre que amaba el arte, la enseñanza y la libertad.
Teodoro nació en Cantoria, en 1877, hijo de Juana y Ramón, labradores acomodados. Su padre soñaba con verlo al frente de las tierras familiares, ampliando el patrimonio, como correspondía al hijo de un hombre de campo respetado. Pero Teodoro, desde niño, dibujaba más que araba. No había hoja que no llenara con figuras, ni piedra que no acariciara imaginando lo que podía sacar de ella.
Recuerdo cómo me contó, ya casados, aquel día de juventud que cambió para siempre su destino. Su padre lo había enviado a la Feria de Ganado de Puerto Lumbreras para vender unas vacas, acompañado de un mozo, a ver si así le despertaba el “gusanillo” del comercio y los asuntos del campo. Cumplió con el encargo, pero al llegar a la estación tomó una decisión que lo separaría para siempre de su pasado: compró dos billetes, uno de regreso a Cantoria para el mozo, y otro para él, rumbo a Madrid.
—Dile a mi padre que pronto sabrá de mí —le dijo.
Y supo de él, sí… cuando recibió una carta de la Escuela Superior de Artes e Industrias felicitándolo por los logros de su hijo. Aquello ablandó el corazón de don Ramón, que terminó por ayudarlo. Pero antes de esa carta, para mi suegro, su hijo había muerto el mismo día que se subió a aquel tren cargado de sueños. Fueron años duros, de silencio y distancia, en los que Teodoro no pudo mandar dinero a casa ni volver a ver a los suyos. Pero la carta lo cambió todo: don Ramón comprendió entonces que el destino de su hijo no era el campo, sino la piedra y el yeso, de los que sabía arrancar alma y eternidad.
Nos conocimos en Madrid, cuando él ya despuntaba como escultor y profesor. Nos casamos, y con nuestro hijo recorrimos varias ciudades: Almería, Zaragoza… hasta llegar a Granada en 1920, donde Teodoro se instaló como catedrático de Escultura Aplicada en la Escuela de Artes y Oficios. Granada lo acogió con cariño. Era un profesor exigente, pero cercano, que hablaba del arte como si hablara de un hijo.
Entre sus obras más queridas estaba el gran panteón de la familia Pío, en Albox. Yo lo vi nacer desde los primeros bocetos. Recuerdo aquel invierno que pasamos allí: Teodoro con las manos cubiertas de yeso, modelando la forma que más tarde sería molde; la mirada fija en los planos, el sonido del cincel rompiendo el silencio del taller…
—Este ángel será el alma del panteón —me dijo un día, señalando el molde de escayola que luego usaría para la tumba de sus propios padres en Cantoria—. Debe transmitir serenidad, reflexión… y ese vínculo invisible entre los vivos y sus muertos.
La obra fue colosal: una imponente estructura franqueada por uno de sus dos lados por un Sagrado Corazón que se erige como guardián, y por el frente, aquel ángel de alas desplegadas, listo para alzar el vuelo, símbolo y guía del paso del alma desde la vida terrenal hasta la morada celestial. Durante la construcción, las familias de Albox acudían a contemplar el trabajo, y hasta los niños, fascinados, permanecían en un silencio reverente.
Pero el destino le jugó una mala pasada. Un día, en la cantera de Ramón Carreño que estaba junto al cementerio, de donde sacaban la piedra para las vías del ferrocarril, una explosión lo sorprendió cuando estaba remodelando la lápida de sus padres para poder incorporar el ángel en yeso. Una roca salió despedida y le dañó un brazo para siempre. No volvió a esculpir como antes. “Tendré que enseñar más y tallar menos”, me dijo, intentando sonreír, aunque yo sabía que le dolía más en el alma que en el cuerpo.
Aun así, siguió dejando huella. Decoró casas en Cantoria que todavía conservan sus ricas yeserías y la que un día fue suya se ha convertido en un símbolo: los poyetes de su puerta. Publicó su libro Estelas funerarias y cada año participaba en la suscripción para los regalos de Reyes Magos del Centro Artístico y Literario de Granada. Era muy querido y respetado por todos.
Pero la vida volvió a golpearlo. Nuestro único hijo, ayudante de ingeniero industrial, murió de unas fiebres siendo aún muy joven. Aquel maldito día la ciudad se detuvo para llorar con nosotros: los comercios cerraron, los taxis y los colegios públicos permanecieron inactivos durante todo el entierro. Aquel maldito día la mitad de mi corazón se fue con el. Aquel maldito dia...
Fue una muestra de duelo, pero también de respeto, cariño y gratitud hacia Teodoro, el maestro bueno, el artista generoso, y fue ahí cuando me di cuenta de lo que significaba mi marido para Granada.
Él, sin embargo, nunca se repuso del todo.
Pero también tenía convicciones políticas firmes. Amaba la República porque creía en una España donde el arte y la educación fueran para todos. Firmó manifiestos, asistió a reuniones. No se escondía.
Amaba la República porque creía en una España donde el arte y la educación fueran para todos. Firmó manifiestos, asistió a reuniones, defendió con uñas y dientes sus ideas con dignidad.
No se escondía.
Y fue por eso que cuando llegó el golpe de Estado la represión fue inmediata. La Escuela de Artes recibió órdenes nuevas: separar por sexos, vigilar ideologías, elaborar informes políticos de los profesores. A muchos compañeros de Teodoro los suspendieron o expulsaron. Él seguía yendo a clase… hasta que dejó de hacerlo.
A finales de agosto de 1936 vinieron por él. No hubo golpes ni gritos. Solo un par de hombres que lo llamaron por su nombre. Me miró antes de salir, como si quisiera grabar mi cara para siempre.
—No te preocupes, volveré pronto— me dijo, pero vi en sus ojos que sabía que no. Y se fue.
Nunca volvió. Pregunté en comisarías, en la Escuela, en casas de conocidos. Nadie sabía, o nadie quería saber.
Un día, mucho después, supe que lo habían subido a un ómnibus junto a veintiocho hombres más, entre ellos el rector Salvador Vila. Los llevaron a Víznar. Allí los fusilaron el 22 de noviembre. Los enterraron en una fosa anónima. Uno de ellos, Nicolás Quintanilla, se salvó por la intervención de un capitán… pero Teodoro no tuvo esa suerte.
No hay tumba a la que llevarle flores. Pero su memoria late en cada alumno que lo recuerda, en cada casa que aún guarda el pulso de su arte, en las páginas de su libro, en aquel panteón de Albox que sigue implorando silencio.
A veces busco consuelo en el pequeño rincón del cementerio de Cantoria. Allí me detengo, frente a ese ángel que nació de sus manos. Le hablo, le rezo y en su mirada de yeso siento que él me escucha.
Es allí donde más cerca lo siento, donde su espíritu parece fundirse con la calma del lugar. Porque mientras su nombre siga pronunciándose, Teodoro seguirá esculpiendo —no ya en piedra—, sino en el alma agradecida de quienes lo amaron y en la eternidad serena de ese ángel que vela por él.
Este relato, está basado en la biografía que se escribió sobre Teodoro Fernández, primero para el Independiente de Granada y después para la Piedra Yllora por parte de Silvia González Alcalde (Silvia es vocal de Familias e Investigación de la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica) y Andrés Carrillo Miras, director de esta página. Enlaces para ver ambos artículos: