Me llamo Hilaria González del Valle y durante más de veinte años fui la esposa de Teodoro Fernández. Ahora soy también su viuda… aunque nunca hubo entierro, ni lápida, ni despedida. A él se lo llevaron una tarde del verano de 1936 y lo mataron en noviembre, en un barranco de Víznar, junto a otros hombres buenos. Lo mataron por ser como era: un hombre que amaba el arte, la enseñanza y la libertad.
Teodoro nació en Cantoria, en 1877, hijo de Juana y Ramón, labradores acomodados. Su padre soñaba con verlo al frente de las tierras familiares, ampliando el patrimonio, como correspondía al hijo de un hombre de campo respetado. Pero Teodoro, desde niño, dibujaba más que araba. No había hoja que no llenara con figuras, ni piedra que no acariciara imaginando lo que podía sacar de ella.
Recuerdo cómo me contó, ya casados, aquel día de su juventud que cambió su destino: su padre lo envió a Puerto Lumbreras a vender unas vacas, acompañado de un mozo. Cumplió el encargo, pero en la estación, en vez de volver a casa, compró dos billetes: uno para el mozo, de regreso a Cantoria, y otro para él, rumbo a Madrid. “Dile a mi padre que ya tendrá noticias mías”, le dijo. Y las tuvo… cuando recibió una carta de la Escuela Superior de Artes e Industrias felicitándolo por sus logros. Aquello ablandó a don Ramón, que terminó ayudándolo.
Nos conocimos en Madrid, cuando él ya despuntaba como escultor y profesor. Nos casamos, y con nuestro hijo recorrimos varias ciudades: Almería, Zaragoza… hasta llegar a Granada en 1920, donde Teodoro se instaló como catedrático de Escultura Aplicada en la Escuela de Artes y Oficios. Granada lo acogió con cariño. Era un profesor exigente, pero cercano, que hablaba del arte como si hablara de un hijo.
Entre sus obras más queridas estaba el gran panteón de la familia de los Píos en Albox. Yo lo vi nacer desde los primeros bocetos. Recuerdo el invierno que pasamos allí: Teodoro con las manos blancas de yeso, la mirada fija en los planos, el sonido del cincelado de la piedra...
—Este ángel será el alma del panteón —me dijo un día, señalando el molde en escayola que luego utilizaría para la tumba de sus propios padres en Cantoria—. Tiene que transmitir serenidad, reflexión y la simbiosis entre los vivos y sus difuntos.
La obra fue colosal: una imponente estructura franqueada por uno de sus dos lados por un Sagrado Corazón que se erige como guardián, y por el frente, aquel ángel de alas desplegadas, listo para alzar el vuelo, símbolo y guía del paso del alma desde la vida terrenal hasta la morada celestial. Durante la construcción, las familias de Albox acudían a contemplar el trabajo, y hasta los niños, fascinados, permanecían en un silencio reverente.
Pero el destino le jugó una mala pasada. Un día, en la cantera de Ramón Carreño que estaba junto al cementerio, de donde sacaban la piedra para las vías del ferrocarril, una explosión lo sorprendió cuando estaba remodelando la lápida de sus padres para poder incorporar el ángel en yeso. Una roca salió despedida y le dañó un brazo para siempre. No volvió a esculpir como antes. “Tendré que enseñar más y tallar menos”, me dijo, intentando sonreír, aunque yo sabía que le dolía más en el alma que en el cuerpo.
Aun así, siguió dejando huella. Decoró casas en Cantoria que todavía conservan sus poyetes y sus yeserías. Publicó su libro Estelas funerarias, y cada año participaba en la suscripción para los regalos de Reyes Magos del Centro Artístico y Literario de Granada. Pero también tenía convicciones políticas firmes. Amaba la República porque creía en una España donde el arte y la educación fueran para todos. Firmó manifiestos, asistió a reuniones. No se escondía.
Y entonces llegó el golpe de Estado. En Granada, la represión fue inmediata. La Escuela de Artes recibió órdenes nuevas: separar por sexos, vigilar ideologías, elaborar informes políticos de los profesores. A muchos compañeros de Teodoro los suspendieron o expulsaron. Él seguía yendo a clase… hasta que dejó de hacerlo.
A finales de agosto de 1936 vinieron por él. No hubo golpes, ni gritos. Solo un par de hombres que lo llamaron por su nombre. Me miró antes de salir, como si quisiera grabar mi cara para siempre.
—No te preocupes, volveré pronto— me dijo, pero vi en sus ojos que sabía que no. Y se fue.
Nunca volvió. Pregunté en comisarías, en la Escuela, en casas de conocidos. Nadie sabía, o nadie quería saber.
Un día, mucho después, supe que lo habían subido a un ómnibus junto a veintiocho hombres más, entre ellos el rector Salvador Vila. Los llevaron a Víznar. Allí los fusilaron el 22 de noviembre. Los enterraron en una fosa anónima. Uno de ellos, Nicolás Quintanilla, se salvó por la intervención de un capitán… pero Teodoro no tuvo esa suerte.
No hay tumba para visitarlo. Pero su memoria vive en cada alumno que lo recuerda, en cada casa que conserva su arte, en las páginas de su libro, en aquel ángel del panteón de Albox que sigue implorando silencio. Yo sé que, mientras se pronuncie su nombre, Teodoro seguirá esculpiendo, no en piedra, sino en la memoria de cuantos los conocieron.
Este relato, está basado en la biografía que se escribió sobre Teodoro Fernández, primero para el Independiente de Granada y después para la Piedra Yllora por parte de Silvia González Alcalde (Silvia González es vocal de Familias e Investigación de la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica) y Andrés Carrillo Miras. Enlaces para ver ambos artículos: