Crecer en el seno de mis padres adoptivos, Isabel y Antonio, fue para mí como vivir bajo un cielo siempre sereno: un hogar sencillo, de paredes encaladas y silencios tibios, donde el amor no se decía en grandes palabras, pero se sentía en cada gesto, en cada plato caliente, en cada mirada cómplice. Fueron ellos quienes me enseñaron a caminar, a leer, a mirar el mundo con bondad, sin que jamás me faltara un consuelo ni una sonrisa. Durante mi infancia y juventud, jamás tuve motivos para cuestionarme nada; mi vida transcurría tranquila, con la certeza firme de pertenecer a ese rincón del mundo y a esas dos almas nobles que me habían criado como si llevaran mi sangre.
Nunca se hablaba de mi llegada a sus vidas. No porque se evitara el tema, sino porque parecía no tener importancia: yo era su hijo, sin más. Y así lo creí, con la inocencia de quien confía ciegamente en el amor que lo rodea. Hasta que, ya entrados en los años dorados de sus vidas, aquella tarde de otoño, mientras el sol se deshacía en tonos dorados tras los almendros, y con la voz quebrada por el dolor y el tiempo, me revelaron el origen de mi nacimiento.
—Hijo —comenzó mi madre, apretándome la mano con fuerza, como si temiera que al soltarla se deshiciera algo entre nosotros—, hay algo que llevamos guardando en el corazón desde hace muchos años. Algo que creímos que nunca tendrías que saber, porque el amor con el que te criamos siempre nos pareció suficiente. Pero el tiempo se nos acorta, y sentimos que no podemos irnos sin que conozcas la verdad.
Me quedé en silencio. Ella bajó la mirada, tomó aire, y prosiguió con voz temblorosa:
—Fuiste encontrado una madrugada de junio, frente al Ayuntamiento de Fines. Tenías solo unas horas de vida. Te habían envuelto con lo poco que encontraron a mano, como si intentaran protegerte del frío, pero también del juicio de los demás. Descubrimos que quien te dejó allí fue una mujer llamada Manuela Picazos. No era una desconocida: vivía en Cantoria y era comadrona, según supimos después, era tía del párroco de Taberno. Ese detalle... con los años, fue cobrando un peso que no sabíamos cómo explicarte.
Hizo una pausa, me miró con los ojos llenos de años y silencios, y añadió:
—No lo supimos todo de inmediato. Fue con el tiempo, escuchando a la gente mayor del pueblo, leyendo lo poco que se publicó… que fuimos armando el rompecabezas. El cura... —tragó saliva— el cura no solo estuvo presente cuando naciste, hijo mío. Él... era tu padre.
Yo la miré asombrado: ¿cómo no habíamos hablado antes de aquello? Mientras pronunciaban esas palabras, una punzada de curiosidad y desaliento me atravesó el pecho. Quise saber más; necesitaba poner rostro y voz a quienes habían decidido mi destino antes de que mis pulmones fluyeran su primer aliento.
Pasaron unas semanas hasta que reuní el valor de emprender el viaje al Taberno y a Cantoria, los pueblos de mis origenes, como quien atraviesa un umbral en el tiempo y desnuda a uno de toda su existencia anterior. Mi primera parada fue la vieja parroquia de Taberno. Allí hallé al padre don José, anciano ya, con el hábito deslucido por los años y una mirada resignada.
Cuando por fin me atreví a cruzar el umbral de la iglesia, el corazón me latía con fuerza, como si los años de silencio que me habían precedido retumbaran en cada paso. Allí, en un banco de madera carcomida por el tiempo, estaba él: encorvado, con la sotana algo desgastada y la mirada perdida entre las vidrieras polvorientas. No hizo falta que dijera quién era; sus ojos, al posarse sobre los míos, parecieron reconocer en mí algo más profundo que el rostro.
Me acerqué despacio. Durante unos segundos, solo nos envolvió el silencio.
—Disculpe que venga así —logré decir al fin, con la voz entrecortada—. Hace poco supe cosas que… que me han removido por dentro. Necesito entender. Hay partes de mi historia que me faltan, y todo parece conducir hasta aquí... hasta usted.
Vi cómo su rostro se tensaba, como si una herida vieja se abriera sin aviso. Cerró los ojos, tomó aire, y asintió muy despacio, sin decir aún palabra. Entonces supe que no hacía falta explicar mucho más: él también llevaba años con aquel peso sobre el pecho.
Las explicaciones que siguieron fueron un torbellino de frases entrecortadas, silencios incómodos y una mirada que apenas podía sostenerse en la mía. Habló de tiempos difíciles, de escándalos imposibles de contener, de la presión de la Iglesia y del qué dirán. No justificaba, pero tampoco pedía perdón. Solo intentaba, quizá, encontrar consuelo en su propia versión de los hechos.
—La situación... era insostenible —murmuró, como si hablara más consigo mismo que conmigo—. Si aquello salía a la luz, lo habría perdido todo: la parroquia, el respeto del pueblo... mi nombre.
Callé durante unos segundos. Me dolía escucharlo, no por lo que decía, sino por lo que no era capaz de decir: que nunca pensó en mí, ni en mi madre, más allá de cómo encajábamos en su miedo y en su reputación.
—¿Y nosotros? —le pregunté al fin, sin levantar la voz, pero sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Qué fuimos entonces? ¿Un error que había que esconder?
Él bajó la mirada. Y en su silencio, encontré más verdad que en todas sus palabras. Pasó un momento largo antes de que volviera a hablar.
—Encarnación… —dijo al fin, casi en un susurro—. Después de aquello no volvió a servirme. La trasladaron a otra casa, lejos de Taberno. Me escribía alguna carta al principio, pocas, contándome cómo estaba, preguntando por ti, aunque nunca tuvo respuestas. Perdimos el contacto al poco tiempo. Supongo que fue lo mejor, o eso quise creer durante años. Yo... nunca hice el esfuerzo de buscarla. Quería dejar todo aquello atrás.
Lo miré en silencio, mientras mis dedos se apretaban sobre el respaldo del banco. No había ira, pero sí una tristeza honda, áspera.
—¿Y ahora? —dije—. ¿Sabe dónde está? ¿Sigue viva?
El viejo sacerdote negó lentamente con la cabeza.
—Hace muchos años que no sé nada de ella. Pero si alguien puede encontrarla… eres tú. Te aseguro que, si aún vive, no ha dejado de pensar en ti ni un solo día.
Salí de la parroquia con el alma removida. La conversación con aquel hombre, que durante años había sido apenas una sombra en mi historia, me dejó más preguntas que respuestas. Pero algo se había encendido dentro de mí, una necesidad urgente de saber, de mirar a los ojos a la mujer que me trajo al mundo y comprender su silencio, su ausencia.
No tenía un punto de partida claro. Solo su nombre: Encarnación Molina Morcillo. Y el recuerdo de una época ya lejana. Volví a Cantoria, al registro civil, a los archivos del juzgado de Purchena. Rebusqué entre papeles antiguos, legajos amarillentos, notas marginales en libros de bautismo. Me encontré con miradas escépticas, con funcionarias pacientes, con nombres que se repetían en esquinas del pasado.
Dediqué semanas a recorrer pueblos cercanos: Fines, Serón, Partaloa, Albanchez. Iba preguntando con cautela, como si buscara una vieja deuda o un eco extraviado. Hasta que un día, en una tienda de comestibles de Arboleas, una mujer mayor, al oír el nombre de Encarnación, se quedó pensativa.
—Encarnación Molina… me suena, sí. Una mujer callada, muy humilde. Vivía sola en una casa baja, cerca del barranco. Hace años que no la veo por aquí, pero juraría que se fue a vivir con una sobrina, a las afueras de Cantoria.
Esa misma tarde seguí la pista. Caminé por el camino real, entre naranjos y limoneros, hasta dar con una vivienda de tejado bajo, rodeada de una pequeña huerta. Llamé a la puerta con el corazón desbocado, sin saber qué esperar. Una joven abrió. Me identifiqué con cautela, y al oír el nombre de Encarnación, me hizo pasar sin preguntar demasiado.
La encontré sentada junto a una ventana, en un sillón de mimbre, con una manta sobre las piernas y el rostro gastado por los años. Me miró con extrañeza al principio, pero en cuanto me acerqué, sus ojos se llenaron de un temblor que reconocí como un reflejo del mío.
—¿Encarnación Molina? —pregunté suavemente.
Ella asintió, y al verme de cerca, su expresión cambió. Como si de pronto el tiempo se replegara y le pusiera nombre al niño que nunca pudo acunar.
—Soy yo… —dije, apenas con voz—. El niño que dejasteis en la puerta del ayuntamiento, aquella madrugada de junio.
No lloró. No gritó. Solo llevó las manos al pecho, cerró los ojos con fuerza y dejó caer la cabeza hacia atrás. Como si en ese instante pudiera, por fin, soltar una culpa demasiado antigua. Cuando volvió a mirarme, tenía los ojos empapados, pero no había miedo en ellos. Solo una ternura rota.
—He esperado tanto este momento… —murmuró—. No sabes cuántas veces me he imaginado tu rostro, tu voz, tu olor ...
Me arrodillé frente a ella, tomándole las manos temblorosas, huesudas, y durante un rato no hablamos más. Solo nos miramos. Porque a veces, cuando las palabras no alcanzan, la verdad se encuentra en el silencio de dos almas que al fin se reconocen.
— Me dormía pensando en ti... en si estabas bien, en si alguien te querría como yo no pude hacerlo.
—Me quisieron —respondí con voz baja—. Me criaron con ternura, con respeto… Me dieron una infancia feliz. Pero siempre hubo algo dentro de mí que no sabía nombrar. Un hueco. Y ahora empiezo a entender por qué.
Encarnación cerró los ojos, como si le doliera incluso respirar. Apreté un poco más sus manos.
—Cuéntame —le pedí—. Cuéntame lo que pasó. Qué fue de ti después de aquella noche.
Ella asintió muy despacio, y su voz, aunque débil, comenzó a deshacer el nudo de los años.
—Después de dejarte allí... no volví a ser la misma. No dormía. No comía. Oía tu llanto en cada rincón de la casa. Pero no era mi casa. Yo vivía bajo su techo… del cura. Me había fiado de él. Me prometió que no te faltaría nada, que lo hacía por el bien de todos. Me pidió que guardara silencio… y lo hice. Por miedo. Por vergüenza. Porque no tenía otra salida.
Hizo una pausa larga. Sus ojos se perdieron en el patio, como si hablara desde lejos.
—Me mandaron a servir a otra casa, en Vélez-Rubio —continuó Encarnación—. Me pagaban poco, pero me dejaban dormir bajo techo y tener algo de dignidad. Nunca volví a ver a tu padre. Ni lo busqué. Me marché con la culpa cosida al pecho… pero sin fuerzas para enfrentar nada más.
Hizo una pausa larga. Sus ojos se perdieron en el patio, como si hablara desde lejos.
—Pasaron los años. Viví donde pude, de lo que pude. Cuidé ancianos, limpié casas, fregué suelos en silencio. Siempre en silencio. Hasta que los huesos empezaron a dolerme más que la memoria y ya no podía valerme sola. Fue entonces cuando mi sobrina, la hija de mi hermana, se empeñó en traerme de vuelta. Ella ya vivía aquí, en las afueras de Cantoria. Al principio me negué… no quería regresar al lugar donde empezó todo. Pero al final cedí. Era eso o acabar mis días en un asilo, sola entre desconocidos.
Bajó la cabeza, como si aún le costara aceptar aquel regreso.
—Volver a Cantoria fue como volver a pisar la escena de un crimen. Al principio no salía de casa. Me parecía que todos iban a reconocerme, a señalarme con el dedo. Pero ya nadie recuerda. O fingen no recordar. Los rostros han cambiado, y los viejos, los que sabían, ya casi todos están bajo tierra. Así que me fui quedando… sin hacer ruido. Como siempre. Esperando, sin saber qué. Y entonces… llegaste tú.
—¿Nunca te atreviste a contarle a nadie? —pregunté con suavidad.
—Solo a mi hermana, años después —dijo—. Me escuchó y luego hizo como que lo olvidaba. Jamás volvió a mencionarlo. En mi entorno, una mujer sola, criada y madre sin marido… era una sentencia. Así que aprendí a callar. A sobrevivir. Me hice vieja sin saber si estabas vivo o muerto, si habías crecido con rabia o con amor. Cada junio... cada once de junio... me encerraba en mi cuarto y rezaba por ti.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, sin ruido. Me senté a su lado, sin soltar su mano.
—Estoy aquí —le dije—. No para juzgarte. Solo para entender, para conocerte. Para que, al fin, podamos mirar de frente a lo que fuimos y dejar de escondernos.
Ella me acarició la mejilla con los dedos ásperos por los años de trabajo.
—Eres más de lo que soñé —murmuró—. Más de lo que merezco.
—No digas eso. No vinimos al mundo para merecer o no el amor —le respondí—. A veces, solo basta con encontrarlo. Aunque sea tarde.
En ese momento supe que algo había cambiado. No podía recuperar el tiempo perdido, pero sí podía cerrar el círculo. La historia que nació entre sombras y silencio, al fin respiraba luz. Y yo, aquel niño dejado en la puerta de un ayuntamiento, ya no era un secreto ni una carga. Era un hijo. Era alguien que buscó su origen... y lo encontró.
Este relato está basado en una noticia publicada en 1910 sobre el abandono de un bebé en la puerta el Ayuntamiento de Fines y cuando las autoridades, en sus investigaciones dan con los padres de la criatura y la historia que arrastraban. (ver noticia)