Carmen, su madre, habla con el maestro Don Miguel Mirón
Me llamo Joaquín Fernández y nací en Cantoria el 29 de junio de 1900. Aquí viví, aquí enseñé y aquí también descansé por última vez un 26 de marzo de 1968. Nunca me sentí atado a esta tierra: la elegí. Y más aún, la amé.
Fui el más pequeño de cinco hermanos… y el único que sobrevivió. Mi infancia estuvo marcada por el silencio del duelo. Perdí a mi padre muy pronto, y mi madre, Carmen, volcó su vida entera en hacer de mí un hombre de provecho. Aún guardo en la memoria el día que le dijo a mi maestro, don Miguel Mirón:
—Don Miguel, si ve usted que mi hijo sirve para estudiar, dígamelo. Yo me sacrifico por él.
Y don Miguel, a quien siempre consideré como un segundo padre, respondió:
—Carmen, si usted puede con los gastos, lo demás déjemelo a mí.
Y así empezó todo. Con el amor de una madre que ya había perdido demasiado —un hijo mayor que se ganaba la vida como lo hizo su padre, y antes su abuelo, y no erar otra cosa que tratante de ganaderías, fue arrollado por un tren cuando intentaba salvar a unas mulas en la vía— y que se negó a que yo acabara igual. Con mi hijo no contéis para esto —dijo a la familia con la que trabajaba—, bastante he tenido con uno.
Estudié con gratitud y con hambre de saber. Fui buen estudiante, no por orgullo, sino por respeto a los que creían en mí. Terminé Magisterio con 22 años, sin un solo suspenso. Luego vinieron las oposiciones, la interinidad en Vícar, y después mis primeros destinos: Rebordelo, Palomares, Oria... Diez años en este último antes de que estallara la Guerra Civil.
Me tocó servir en filas en 1938. A mi vuelta, vino el castigo. Como tantos otros maestros que trabajamos en zona republicana, fui cesado, sancionado, trasladado a la fuerza fuera de Almería y marcado con una inhabilitación que pesó más en el alma que en la carrera. Pero volví. Porque enseñar era mi vida. Me reincorporé en 1943, primero en “Los Jarales”, después en una aldea de Cartagena… y al fin, volví a mi tierra.
A veces pienso que la frase de Fray Luis de León —“Decíamos ayer…”— me acompañó el resto de mis días. Enseñé bajo libertad y bajo censura. Con entusiasmo y con miedo. Pero nunca dejé de enseñar.
En aquellos años oscuros, tuve que encontrar formas nuevas de seguir siendo maestro. Y lo hice. Preparé a jóvenes para ser maestros por libre, cuando sus familias no podían permitirse pagar una escuela. Carlos Jiménez, Juan Gea, y más tarde otros tantos, pasaron por la sala de mi casa, alrededor de la mesa camilla. Nunca les cobré nada. No hubiera podido. Si mi maestro me hubiese cobrado, yo no habría estudiado. ¿Cómo iba a negar yo lo mismo a otros?
Don Joaquín se detiene frente a la puerta de la escuela después de la guerra, mientras niños juegan en el recreo. Como si estuviera a punto de volver a decir “decíamos ayer”
A veces me preocupaba por ellos más de lo que ellos sabían. Como aquella vez que Juan Gea, durante una formación del Frente de Juventudes, fue reprendido y amenazado con la expulsión. Me enteré y fui a buscarlo. Le eché una buena reprimenda, no por el hecho en sí, sino por el temor de que aquel incidente arruinara su futuro. Y me moví para que todo se resolviera. Porque un maestro, si puede ayudar, debe hacerlo.
Uno de mis grandes orgullos fue ayudar a un muchacho con verdadero talento pero sin medios. Su madre no podía costearle los estudios, y yo le dije:
—Cuando lleves puesta la última camisa, mientras sigas luchando, dile a tu hijo que venga a verme.
Ese niño terminó siendo médico. Eso vale más que cualquier premio.
Don Joaquín habla con una madre humilde en el umbral de su casa. Ella le explica que no pueden pagar estudios.
Los años pasaron, y la amistad con muchos de mis antiguos alumnos creció. Juan Gea, Pepe Liria y otros tantos, ya maestros ellos también, solían acompañarme en el día de San Joaquín. Nos reuníamos en el bar de Pedro Castejón, allí donde Paco Remigio tenía su huerto. Charlábamos horas, compartiendo anécdotas, sueños, frustraciones… y risas. Maravillas, mi mujer, me preguntaba por qué me gustaba tanto juntarme con ellos, siendo yo ya mayor. Le decía la verdad: con ellos me sentía a gusto. El cariño era mutuo.
También estaban las tertulias de la puerta del Casino, en las noches de verano. Un corro variado, quince o más, de todas las ideas y condiciones. Allí se hablaba de todo, con respeto y pasión. Si algo no me gustaba, mascullaba mirando la hora en mi reloj de bolsillo, siempre esperando que mi hijo Baltasar regresara con su taxi. Hasta que no lo veía llegar, no dormía tranquilo. Y muchas veces, tras el Casino, seguíamos la tertulia en el paseo hasta las cinco de la madrugada.
Recuerdo con gracia aquel día que un médico forastero, el doctor Bombín Zapatero, empezó a criticar a Cantoria con arrogancia. No aguanté más y le espeté que enseñara su "carta de llamada"*. Se hizo un silencio. El médico se calló. Cantoria no era perfecta, pero era mi pueblo. Y merecía respeto.
*Una carta de llamada, también conocida como carta de invitación, es un documento oficial que permite a un residente legal en España invitar a un extranjero a visitarlo y alojarse en su domicilio durante un período determinado. Con esta expresión dejó claro don Joaquín al médico Bombín lo desagradecido que era con Cantoria cuando fue esta quien le invitó a que viniese y ejerciese en nuestra localidad.
Don Joaquín ya mayor, sentado junto a la mesa camilla en su casa, preparando a tres jóvenes para los exámenes por libre a magisterio.
Siempre fui observador del campo, del cielo, de lo pequeño. Se decía de nuestros secanos que eran “muy agradecidos”, que con solo un poco de lluvia daban estupendas cosechas. Por eso ya también era así: agradecido por cada oportunidad, por cada alumno, por cada día en el aula.
Me jubilé en diciembre de 1967. Ese día, al cruzar la puerta del grupo escolar, lloré como un niño. Y no pasaba un día sin volver, aunque fuera al recreo, a ver a mis chicos. Antes de enfermar, hablé con Juan Berbel, el director, para dejar organizado un premio a los mejores alumnos, uno por cada sexo. Mil pesetas en material escolar. Con una sola condición: que nadie supiera que era de mi parte. Quería dejar algo útil, sin ruido.
La respuesta con los trámites llegó en abril. Yo ya no estaba. Me fui en marzo.
Pero no me fui solo. Me fui sabiendo que dejaba una semilla. Que mis antiguos alumnos, como Adolfo Pérez, propusieron que me reconocieran como Maestro Distinguido. Y así fue. El Estado me premió. No por méritos extraordinarios, sino por haber hecho lo que amaba durante toda una vida.
Me fui maestro. Y eso, para mí, fue suficiente.
Si alguna vez me recuerdan, que no sea por mis palabras, ni por mis premios, sino por haber creído, hasta el final, que enseñar era la forma más humilde y más poderosa de cambiar el mundo.
Don Joaquín, ya mayor y encorvado, caminando solo por el patio del grupo escolar, mirando a los niños jugar durante el recreo.
Este relato está basado en la biografía de don Joaquín, escrita por su hijo Baltasar, con los testimonios de sus familiares y antiguos alumnos como Jesús Fernández y Adolfo Pérez, y que puedes leer en este enlace.