Este relato se inspira en hechos reales. Sin embargo, algun nombre y acontecimientos han sido alterados o imaginados para preservar la privacidad y enriquecer la narrativa.
Este relato está basado en los testimonios de Casto Uribe y Paco Cuéllar y los artículos de Juan José López Chirveches y para la Revista Piedra Yllora, que pueden leer en:
El Artillero redactando la lista
Nunca olvidaré aquella noche en que Cantoria estuvo a punto de arder. No por fuego, sino por odio. Por miedo. Por la amenaza de sangre.
Me llamo Pepita, soy hija del Artillero, y aunque lo que voy a contar me arde todavía en el alma, necesito hacerlo. Para que no se olvide. Para que se entienda.
Mi padre… era un hombre difícil. De palabra fácil, de carácter levantisco. Muchos lo llamaban follonero. En casa lo llamábamos padre. Y yo, aunque no compartiera sus gritos ni sus ideas, lo quería. Era mi padre. Era mi sangre. Y eso, en mitad de una guerra, es tanto una verdad como una condena.
Aquel día, llegó la noticia como un cuchillo. Dos camiones venían de Baza y Caniles. Traían una lista. Treinta y cuatro nombres. Treinta y cuatro vidas. Al pie de la hoja, alguien escribió:
“No deben llegar a Baza.”
Esa lista-denuncia la había entregado mi padre.
Fue como si el mundo se partiera. Las gentes del pueblo —los de derechas, los de izquierdas, todos empezaron a murmurar, a señalar. Mi madre, que era una mujer de armas tomar, temblaba de miedo, no dejaba de llorar, pero en voz baja, porque llorar fuerte era dar motivos. Y en aquellos días, los motivos eran peligrosos.
Al caer la noche, la plaza frente a casa se llenó. Gente con lámparas de aceite, candiles, con piedras, con gritos en la boca y rabia en los ojos. Querían a mi padre. No para hablar con él, sino para acabar con él.
Y yo, desde el altillo, los vi. Vi a nuestros vecinos, a los amigos de infancia, a los que le debían favores médicos, a los que habíamos saludado mil veces.
Todos allí.
Y mi padre respondiendo desde dentro a los que lo provocaban, que eran todos. No lo podíamos callar.
“No saldrá vivo de esta”, dijo mi hermano Juan.
Y entonces, sin pensarlo, subimos al tejado. Dejamos a nuestra madre tranquilizando a nuestros hermanos y al Artillero encerrado en el sótano. Cruzamos los tejados como gatos asustados, descalzos, sin más luz que la luna. El polvo de las tejas me raspaba las manos. Juan me llevaba de la mano, tirando de mí, y yo temblaba, no sé si de miedo o de vergüenza.
Saltamos a un patio, luego a otro. Y al fin, llegamos al río. El agua estaba helada a pesar de ser agosto. Me cortaba los pies como cuchillas, pero seguimos. Río abajo, siete kilómetros de barro, zarzas, y espanto.
Al llegar a Almanzora, ya no podía más. Los pies ensangrentados, los zapatos rotos, el vestido empapado. Llamamos a la puerta del comité de Albox cuando el gallo aún no había cantado. Nos miraron con sospecha. ¿Quién viene así en mitad de la noche?
“Soy Pepita, la hija del Artillero, vengo con mi hermano desde Cantoria” dije.
Y se hizo un silencio espeso.
Contamos lo que pasaba en Cantoria. Les pedimos ayuda. Para salvar a un culpable, y evitar otra tragedia. Yo no sé si entendieron mi desesperación, pero vinieron. Gracias a ellos, la muchedumbre abandonó la puerta de mi casa.
Mi padre vivió.
Los treinta y cuatro cantorianos también.
Pero yo nunca volví a ser la misma.
El comité de Albox medió como pudo, habló con unos, contuvo a otros. Las gentes se fueron dispersando de la plaza, todavía con rabia en la cara y piedras apretadas en los puños. No hubo linchamiento. No corrió la sangre aquella noche.
Pero la historia no acabó ahí.
Nos salvamos, sí, pero ya éramos otra cosa. La familia del Artillero. La familia del que pudo haber sido el asesino de sus padres, de sus hermanos, de sus vecinos.
Desde ese día, caminar por las calles de Cantoria fue como andar entre cuchillas. Los murmullos. Los insultos. Las miradas. Escupitajos. Sólo salíamos de noche, cuando sabíamos que no había nadie en las calles.
Hasta que mi madre dejó de hacerlo. Yo iba por el pan con la cabeza agachada. Juan, que hasta entonces era un muchacho alegre, dejó de reír.
Y mi padre…
Mi padre dejó de tener pacientes. Nadie quería que el “médico de los traidores” les curara una fiebre, les cosiera una herida. Ni los suyos ni los otros.
Él, que siempre se creía por encima de todos, empezó a marchitarse en silencio.
No tuvimos más remedio que marcharnos.
Valencia fue un refugio y un exilio. Allí intentamos rehacer una vida que ya estaba quebrada desde dentro. Pero ni siquiera eso nos salvó. Al acabar la guerra, mi padre fue procesado. Ya no era el Artillero, era solo un viejo con las manos temblorosas. Murió a comienzos de los años cuarenta, entre papeles, recuerdos y un silencio lleno de gritos.
Y yo sigo aquí.
Sigo siendo la hija del Artillero.
La que aquella noche cruzó tejados y ríos, no por ideología, no por valentía, sino por amor.
Un amor sucio, contradictorio, desgarrador.
El amor que aún se tiene por un padre… incluso cuando casi se convierte en verdugo.
La masa enfurecida increpa al Artillero en la puerta de su casa
Pepila y Juan logran escapar por los tejados hasta llegar al río y desde allí, rambla de Albox hasta la localidad vecina
Los hermanos Rodríguez con los miembros del Comité Revolucionario de Albox
Exilio...