Nunca imaginé que escribiría estas líneas. Mucho menos con el corazón tan encogido.
Me llamo Álvaro Ríos, juez municipal de Cantoria desde hace más de veinte años, pero hoy no os hablo desde la toga ni desde el estrado. Hoy os hablo como vecino, como amigo... como testigo incrédulo de algo que me dolió más de lo que cualquier artículo del Código Penal podría prever.
Pedro Calacapanas era —y cuesta ya conjugarlo en pasado— uno de los nuestros. Hombre discreto, educado, de esos que no levantan la voz ni para celebrar cuando ganaba una partida. Nos juntábamos a menudo en el Bar Casino, después del almuerzo, a echar unas manos de dominó o a discutir, sin mucha convicción, sobre política o sobre los partidos de fútbol, en espcial cuando jugaba el Cantoria. Pedro tenía esa forma de estar que no molestaba, pero se hacía notar con su sola presencia. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, se escuchaba.
Por eso, cuando lo vi cruzar la plaza del pueblo, esposado entre dos guardias civiles, no supe qué hacer. Me quedé congelado en la puerta del Ayuntamiento, con el alma hecha un ovillo. Era una mañana soleada, limpia, casi cruel por lo clara. La gente salía de sus casas como hormigas sacudidas de su rutina. Había murmullos dentro de un silencio espeso. El tipo de silencio que sólo aparece cuando lo imposible ocurre.
La acusación era clara: había robado una cabra del corral de Diego, aprovechando que este estaba de viaje en la capital. Saltó la tapia como un chiquillo —¡Pedro, que ya no estábamos para esos trotes!— y se llevó el animal, que luego vendió en Albox por cuatro perras. Con ese dinero se compró unas botas nuevas, una gorra, y una bufanda de lana que, por lo visto, le pareció el colmo del buen gusto.
Esa bufanda... nunca creí que una bufanda pudiera doler tanto.
Porque cuando me tocó presidir la vista —y creedme, luché por recusarme, pero no hubo quien me sustituyera, al fin al cabo esto es un pueblo con un solo juez—, allí estaba él, con las botas relucientes aún puestas, la barbilla alzada y esa bufanda roja al cuello, tan fuera de lugar en su rostro apagado como un sombrero en un entierro.
Yo conocía esos ojos. Habíamos compartido muchas tardes mirando el mismo tablero de dominó, y nunca me habían resultado extraños. Hasta ese día. Esa mañana, sus ojos no me buscaron, no me reconocieron. O quizá sí lo hicieron, pero eligieron no detenerse en los míos.
No hay artículo legal que prepare a un juez para juzgar a un amigo.
Lo declaré culpable, como debía hacer. La ley es la ley, aunque pese. Dicté sentencia con voz firme, pero por dentro me temblaban hasta los recuerdos. Pedro bajó la mirada por primera vez en todo el juicio, y por un segundo, vi en él algo que no era vergüenza, ni rabia. Era tristeza. Una que ni las botas ni la bufanda podían disimular.
Unos días después, vencido por la inquietud que me rondaba el alma, fui a verlo a la cárcel. Ya no como juez. Como Álvaro. Como el amigo que había compartido con él tantas sobremesas. Me recibió sin rencor, aunque con ese orgullo seco que a veces da la desesperanza. Le pedí, sin rodeos, que me dijera la verdad. Que me hablara no al juez, sino al hombre que le tenía estima.
—Pedro, por lo que más quieras... ¿por qué lo hiciste? ¿Fue por necesidad? Y si lo fue, ¿por qué no viniste a mí? ¿Por qué no me pediste lo que te hiciera falta?
Se quedó en silencio un buen rato. Luego, con voz cansada, me dijo:
—No fue hambre, Álvaro... Fue cansancio. De no tener. De ser siempre el que va justo, el que mira dos veces una peseta antes de gastarla. No fue por la cabra. Fue por las botas. Por sentir, aunque fuera un solo día, que podía caminar con la cabeza un poco más alta.
No supe qué decir. Porque lo entendí. Y me dolió aún más.
Hoy, cuando paso por la plaza y veo su silla vacía en la terraza del Casino, me duele el hueco que dejó. Ya nadie menciona su nombre en voz alta, pero todos lo piensan. A veces, creo escuchar su risa en el murmullo del viento, y me descubro buscándolo entre los bancos. Es absurdo, lo sé. Pero la memoria es terca.
Dicen que una reputación tarda años en construirse y segundos en caer. En Cantoria, bastó una cabra, unas botas y una bufanda para derrumbar a Pedro Calacapanas. Pero yo no lo olvidaré así. Porque también fue un amigo, y eso —aunque la ley no lo contemple— también tiene su peso en la balanza de la vida.
Este relato está basado en una noticia del año 1926, cuando la prensa local recogió una noticia insólita: un vecino, hombre de trato afable y cierta buena fama, fue acusado de robar una humilde cabra. Aquel gesto, tan inesperado como incomprensible, no solo le costó perder los beneficios que sacó de su venta, sino que lo condenó al mayor de los castigos en un pueblo pequeño: el destierro social y la pérdida irremediable de su buen nombre.