En Cantoria, donde el tiempo se arrastra como un lagarto viejo bajo el sol, la vida suele girar en torno a las mismas rutinas: la misa de la mañana, el pan del horno de Frasquito, las conversaciones a media voz de los señoritingos desocupados en las mesas del Casino. Pero incluso en esos lugares donde la calma parece ley divina, el odio puede echar raíces profundas, como el esparto entre las piedras de los muros.
Carmen Moreno Molina y Ginesa Pedrosa Giménez no siempre fueron enemigas. De jóvenes compartieron amistad y algunos secretos. Se ayudaban con los partos y las penas, como hacen las mujeres cuando el mundo se les pone cuesta arriba. Pero una discusión por un trozo de terreno sin vallar, que separaba malamente sus propiedades, marcó el principio del fin. Dicen algunos que fue porque las borregas de una se comió las tomateras de la otra, otros que dejó la pará de la acequia e inundó el panizo y lo pudrió. Otros aseguran que el motivo real fue un hombre, ya muerto y olvidado, que rondó más de la cuenta por la verja equivocada.
Sea como fuere, la paz entre ellas se quebró como se rompen los platos: de golpe, con estruendo, y sin que después se puedan volver a encajar los trozos. Desde entonces, el saludo se convirtió en silencio, y el silencio, con los años, en veneno. Las palabras que no se dijeron fermentaron. Una vez, Carmen le gritó bruja hija de..., y Ginesa respondió con un escupitajo al suelo. En otra ocasión, alguien colgó una cruz de latón invertida en la puerta de Carmen, de esas que se utilizaban en los ataúdes que se fabricaban en los talleres de ebanistería de Cantoria. Nadie supo quién fue, pero todos sospecharon. Basta decir que Ginesa llevaba años trabajando en una de esas industrias. Desde entonces, ni se miraban.
Carmen, de rostro huesudo y mirada como de cuchillo, cargaba con el rencor como quien lleva una piedra en el pecho. No hablaba de ello, pero el fuego le subía por dentro cada vez que veía a Ginesa sentada en su silla de mimbre, haciendo ganchillo canturreando alguna coplilla, como si nada. Y es que hay odios que no gritan: maduran en silencio, como los higos negros.
Una tarde de agosto, con el calor apretando como una soga, Carmen decidió que ya había esperado suficiente. Llevaba semanas observando a su vecina, memorizando sus costumbres: el momento en que cerraba la contraventana, cuándo sacaba la basura, cómo regañaba a sus zagales desde la cocina. Aquella tarde, esperó junto a la ventana abierta de Ginesa, oculta tras un jazmín espeso que nadie podaba ya. No era un impulso. Lo había soñado muchas veces.
Cuando oyó la voz de su enemiga canturreando, Carmen alzó el revólver que llevaba bajo el mantón negro de luto —luto que, decían algunos, era más por sí misma que por el marido muerto—. El disparo sonó seco, como una bofetada al alma del pueblo. El cristal se astilló, y Ginesa cayó de espaldas con la canción a medio terminar.
Las campanas de la iglesia quedaron mudas, pero no así los vecinos. Unos corrieron a ver, otros cerraron sus ventanas. Carmen no dijo nada. Caminó con paso firme por la calleja de la calle de los Parrales, revólver aún caliente, mirada fría. No fue lejos. El cuartel de la Guardia Civil estaba en la calle Alamicos, a unos metros de donde ocurrieron los hechos, parada frente a la hornacina de una virgen polvorienta, como si pidiera juicio antes que perdón.
No ofreció resistencia. No explicó nada. Entró en el cuartelillo como quien entra a cumplir un destino escrito mucho antes del crimen. Nadie la oyó llorar. Ni una palabra. Ni un lamento. Fría como el mármol, como si el disparo hubiera sido sólo la última página de un libro demasiado largo.
Desde entonces, en Cantoria, ni los pájaros se acercan a la casa de Ginesa. Y cuando las vecinas cruzan la calle dirección al lavadero, se presinan al pasar por su puerta. Porque ya se sabe que, en los pueblos donde todo se oye, a veces es mejor callar lo que arde.
Carmen en el momento de entregarse
El juicio de Carmen. Fría, con la mirada ausente
Este relato está basado en una noticia real publicada en El defensor de Almería. diario independiente de la mañana del 25 de Junio de 1916. Desde hacía tiempo, Carmen Moreno Molina y Ginesa Pedrosa Giménez mantenían una enemistad envenenada por antiguas disputas, de esas que nadie recuerda cómo empezaron pero que todos conocen. Sus encuentros eran breves y tensos, y las miradas cruzadas en la plaza hablaban más que cualquier palabra. Aunque no se supiera a ciencia cierta el motivo de su enfrentamiento, bastaba con verlas para entender que entre ambas mujeres no cabía la paz. (Mas información)