El Cortijo de la Era Grande
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
Me llamo Lola Perona. Cuando la vida urdía esta historia, yo no era más que una chiquilla, apenas lo suficientemente mayor para que la memoria llenara mis bolsillos de imágenes, olores y el eco de las voces de los míos. El tiempo, hábil tejedor, entrelazó mis recuerdos con los relatos que mi madre y mi abuela desgranaban junto al fuego, hasta formar un tapiz vivo que hoy, a mi manera, me dispongo a desplegar ante ustedes.
Mi abuelo, Pedro Esquilache, era un hombre hecho de sal y horizontes lejanos. Casado con Dolores Pardo, destacó en El Ferrol como un mercader de la vieja estirpe, de esos que cruzan el charco hacia las antiguas colonias sin pestañear. Con tres barcos a su nombre y los almacenes a rebosar, la prosperidad era un invitado de honor en nuestra casa. De sus buenos años nació la única hija, Elena, mi madre, un milagro que casi le cuesta la vida a mi abuela. La infección que pilló en aquel parto la dejó estéril, pero también hizo de Elena el centro de un universo. "Era el ojito derecho de su padre", solía decir mi abuela, con una sonrisa llena de orgullo.
Pero el destino, ese viejo traidor, tenía as escondido en la partida de la vida. En el 98, el mundo se les vino abajo. España perdió Cuba, y con ella se hundió la empresa familiar. Mi madre nos contaba muchas veces ese episodio recalcando el abatimiento que sufrió su padre, sus pasos lentos, como si el peso de la ruina lo hubiese hecho encorvarse. Vendió la compañía a toda prisa, un corte de bisturí como quien amputa un miembro para salvar el cuerpo.
Fue entonces, en medio de ese vacío, cuando ocurrió aquel hallazgo que cambió el rumbo de los Esquilache. En el puerto del Ferrol, mientras cerraba los últimos tratos, mi abuelo vio algo inusual: cajas y más cajas, cargadas con ataúdes ricamente tallados y decorados. Se quedó mirando como si contemplara un espectáculo extraño, mientras los estibadores iban y venían sin prestar atención. Preguntó de dónde provenía aquella mercancía de la muerte, y le respondieron que venían del sur, de un pueblo de Almería, embarcados en Águilas. La intriga le picó el alma. Escribió a un primo suyo, un ingeniero de minas destinado en Serón, y la respuesta no se hizo esperar: el Valle del Almanzora era una caldera de prosperidad, movida por el hierro, el mármol y el ferrocarril. "Si buscas fortuna", le decía la carta, "aquí la hallarás".
Y así fue como mi abuelo, con el dolor de lo perdido aún fresco, se lanzó a una nueva aventura. Partió primero solo como explorador, desembarcando en 1899 en el puerto de Águilas. Su primo lo esperaba, y juntos se adentraron en el valle, lo recorrieron palmo a palmo. El paisaje era seco, feroz, pero vibraba con una energía que la verde Galicia no conocía. El Almanzora bullía de trenes cargados con todo tipo de mercancías y un ajetreo incesante de dinero. Al final, decidió que Cantoria sería su lugar, había algo, un pálpito quizás, que se lo decía.
Llegó a la estación de Cantoria, un edificio flamante que prometía el futuro. Desde allí, divisó la monumental iglesia recién consagrada, con sus tejas vidriadas marrones y verdes destellando al sol. Aunque el camino hasta el pueblo era una vereda estrecha, lo que encontró fue un ajetreo de gente en pleno mercado de los miércoles, las voces, el bullicio entre compradores y vendedores.
Se alojó en la pensión de la plaza, y esa misma tarde fue llevado al Casino, centro de reunión de empresarios, señoritos y agricultores importantes. En pocos días ya se sabía en el pueblo que un hombre del norte había llegado con dinero y ganas de invertir. Allí escuchó, observó y midió cada palabra. Descubrió que en Cantoria había talleres de ataúdes, de solería, de fregaderos, de lápidas e imágenes religiosas… pero también algo evidente para él: no existía un aserradero de mármol propio. Todas las planchas llegaban de Fines y Olula en vagones de tren con el coste añadido.
Fue entonces cuando mi abuelo lo vio claro. Compró terrenos al otro lado del río, enfrente del pueblo, y levantó esta industria junto a la acequia del Prao. Su agua sería la fuerza que haría girar las sierras, y de allí salían bloques transformados en planchas listas para los talleres. Había encontrado su hueco, que lejos de hacerle la competencia a los empresarios locales, les aportaba mercancía inmediata con menos costes.
Cuando el negocio estuvo en marcha y los primeros ingresos asegurados, escribió a mi abuela:
—Dolores, prepara el viaje que voy a por vosotras. Esta tierra ya está preparada para recibiros.
Así fue como mi madre, todavía una niña, y mi abuela se trasladaron al nuevo hogar. Primero alquilaron una casa frente a la iglesia, y más tarde, con el éxito de los negocios, compraron una señorial vivienda en la calle Romero. El mayor gesto de mi abuelo, sin embargo, fue levantar un cortijo en el paraje de Oraibique, El cortijo de la Era Grande. No era una inversión práctica, ni un negocio: era un capricho nacido del amor hacia su única hija. Quería regalarle un lugar donde la tierra y el cielo se encontraran, un paraíso de aire puro y el rumor del agua corriendo por las acequias y el río.
Mi recuerdo de esas casas era de suelos fríos pero muy amplias, de la luz entrando a raudales por esos grandes ventanales, de criadas correteando de aquí para allá, mi madre supervisándolo todo... Pero para mi abuelo, aquel cortijo y aquella tierra eran mucho más: el símbolo de que la vida podía reinventarse, y de que todo lo que había perdido en el Ferrol lo había vuelto a ganar, convertido ahora en un legado para su hija.
Mi madre, Elena Esquilache, fue creciendo en aquel nuevo mundo que mi abuelo había levantado con tanta obstinación. Siempre elegante, con un círculo de amigas selectas: las hijas de don Antonio el médico; las nietas del político don Eduardo Giménez; y tantas otras jóvenes que compartían tardes de paseo, lecturas y confidencias.
En aquellas casas señoriales de sus nuevas amistades, se organizaban veladas de piano y tertulias donde se reunía lo más ilustre de la comarca. Mi madre asistía a todas, deslumbrada por la música y la conversación. Una de esas noches, en la casa de don Alejandro Giménez —un palacete que había pertenecido al marqués de la Romana—, conoció a Agapito Perona. Era un muchacho apuesto, estudiante de Derecho en Granada, destinado a continuar con los negocios de su padre y a llevar la administración de las fincas que todavía conservaba el marqués de Almanzora en la zona.
Pronto se hicieron inseparables. Lo que empezó siendo un cortejo discreto se convirtió en un noviazgo celebrado por ambas familias. El futuro parecía trazado: él, joven prometedor con estudios y posición; ella, la heredera única de un empresario en pleno auge. Todo encajaba.
La boda se celebró con gran pompa. Recuerdo lo que me contaba mi abuela: “se mataron varios corderos, se prepararon dulces de todas clases, y la flor y nata del valle estuvo presente”. En mi imaginación puedo ver aquella comitiva desfilando hacia la iglesia por calles engalanadas y escuchar el bullicio de la plaza, aunque sé que son imágenes prestadas de lo que me contaron quienes lo vivieron con más conciencia que yo.
Tras la boda llegaron los hijos: primero dos varones, Lorenzo y Pedro, mis hermanos, y después yo, la única niña. Yo crecí escuchando las risas y soportando las travesuras de mis hermanos, los pasos apresurados de los criados para separarnos cuando nos enzarzábamos en alguna pelea, y la mirada orgullosa de mi abuelo Pedro, convencido de que había asegurado la continuidad de su linaje.
Agapito empezó entonces a ocuparse de los negocios de su padre, ya muy mayores y, al mismo tiempo, de las tierras de los marqueses. Se movía entre cuentas, escrituras y viajes, con la soltura de un pez en el agua. A ojos de todos, eran la pareja perfecta: él, trabajador y ambicioso; ella, distinguida y respetada. Pero debajo de aquel lienzo de prosperidad, el destino ya tenía escrito el guión de otra realidad.
El verano de 1918 llegó vestido de luto. La gripe, aquella fiebre implacable que segaba vidas sin mirar nombres ni alcurnias, se coló en Cantoria como un vendaval oscuro. Nadie pudo guarecerse: caían lo mismo los jornaleros exhaustos del campo que los hombres encorbatados de más fortuna.
Mi abuelo Pedro, que hasta entonces parecía indestructible, fue uno de los que cayeron. Al principio se resistió a guardar reposo: decía que no era más que un resfriado, que un hombre con tantas obligaciones no podía quedarse en cama. Pero la tos lo fue consumiendo, el cansancio le doblaba los hombros, y la fiebre empezó a arderle en la frente como un hierro candente.
Llamaron a don Antonio López, el médico del pueblo, que lo conocía bien. Mi madre me contaba que al entrar en la alcoba, el doctor se quedó un instante en silencio, observando la respiración entrecortada de Pedro, su piel lívida y los labios amoratados. “Es la gripe y viene fuerte”. Recomendó paños de agua fría para aliviar la fiebre, jarabes calmantes para la tos, y reposo absoluto. Pero en su mirada ya se adivinaba la impotencia del que sabe que nada de eso podía cambiar el curso de la enfermedad, quizás aliviarla, pero no pararla.
Los síntomas se sucedieron con rapidez. Primero el cansancio y la fiebre alta, luego los escalofríos, la sed insaciable, y por último, la dificultad para respirar, como si cada bocanada de aire fuera una lucha contra un peso invisible en el pecho. Mi abuela Dolores lo acompañaba día y noche, con el rosario entre las manos, murmurando plegarias que se confundían con la tos áspera y persistente del enfermo.
Recuerdo el silencio de la casa, interrumpido solo por los accesos de tos que resonaban como truenos. La cocina apagada, las visitas con semblantes graves. Todo giraba en torno a aquella cama. La enfermedad no dio tregua. Redujo a mi abuelo a una sombra. Cuando expiró, las campanas de la iglesia doblaron despacio, anunciando la pérdida de un hombre que había traído prosperidad y había levantado un imperio de la nada, y por segunda vez...
Su muerte fue un terremoto. La seguridad que él encarnaba se esfumó. Incertidumbre, si he de buscar una palabra que definiera ese momento, sin duda era esa. Mi abuela se marchitó de golpe, y mi madre se encontró de pronto con la responsabilidad de mantener un legado que pendía de un hilo.
Con la muerte de mi abuelo, un silencio espeso se adueñó de la casa, como si hasta las paredes guardaran el aliento. La ley puso en manos de mi padre el timón de los bienes de mi madre, pero pronto la fachada se resquebrajó. Lo que antes parecía caprichos menores —una partida de cartas, una copa de más, alguna escapada furtiva— se desbordó en vicios insaciables: el juego, las mujeres y el derroche comenzaron a arrastrarnos, como una corriente ciega, hacia el borde mismo del abismo.
Un día, una de las criadas trajo un chisme que escuchó en el horno e hizo palidecer a mi madre: dos noches antes, un jugador le había ganado la casa a mi padre a las cartas, y según decían, parte de la “apuesta” incluía a Elena. Comprendió que tenía que actuar rápido para proteger su honor y su fortuna.
Subió al despacho de su padre, donde aún se conservaba la escopeta de caza, y pidió al cochero, su criado de confianza, que la enseñara a utilizarla en los bancales del cortijo, lejos de los ojos y oídos del pueblo. Su obstinación fue tal que a los pocos días se desenvolvía con el arma con tal soltura, que parecía una extensión de su mismo brazo. Cada disparo era una dosis de confianza.
El día que el acreedor llegó con el notario para formalizar la deuda, Agapito se quedó a un lado, con la cabeza gacha, impotente. Mi madre abrió la puerta, examinó los documentos y firmó: la casa pasaba a manos del jugador. El notario y los testigos se marcharon, satisfechos con la rápida formalidad de la operación.
Pero el hombre, altivo y desvergonzado, reclamó la otra parte de la deuda: a ella, como si fuese mercancía. Mi madre no titubeó; llevaba tiempo preparada para ese instante. Con gesto sereno pidió retirarse un momento, fingiendo querer arreglarse para la ocasión. Y volvió, sí, acicalada… pero con la escopeta de dos cañones bien sujeta entre las manos.
Apuntó al pecho del intruso y, con voz firme como piedra, le advirtió que si se atrevía a ejecutar aquella deuda, debería afrontar también las consecuencias. El jugador, convencido de que era un simple farol, avanzó para arrebatarle el arma. Entonces, en un movimiento certero, Elena alzó la escopeta hacia el techo y disparó. El estruendo sacudió la estancia; cascotes de yeso cayeron como lluvia áspera. Sin apartar la mirada, volvió a encañonarlo y le advirtió: la siguiente bala encontraría su corazón si no se largaba de inmediato.
El hombre, comprendiendo al fin que aquella mujer no conocía el miedo, huyó despavorido, como alma que lleva el diablo. Agapito, hundido en la vergüenza, no pudo más que presenciar cómo su esposa, con un solo gesto, había revelado una autoridad que no conocía y que él jamás tuvo.
Después del enfrentamiento, Agapito no volvió esa noche a la casa. Tampoco los días siguientes, prologándose la ausencia durante una semana en la que nadie supo de él. Mi madre mantenía la calma, aunque su mirada reflejaba una decisión tajante: la relación había cambiado para siempre.
Cuando finalmente se dignó a aparecer, encontró casi todo empaquetado. Los enseres de cada habitación estaban listos para la mudanza al cortijo de la Era Grande. Sus ojos recorrieron los muebles, las cajas, las cortinas cuidadosamente dobladas, y notó que sus cosas seguían intactas en un armario. "¿Qué significa esto?", preguntó confundido.
Mi madre le respondió con una frialdad que helaba el alma:
—“Tú no vienes con nosotras. Vete a la casa de alguna de tus queridas. Por lo que a mí respecta, lo nuestro terminó. No quiero volver a verte jamás. Ya he puesto en marcha el proceso para inhabilitarte como gestor de mis bienes: incapaz, putero y borracho, y así ha quedado escrito y justificado por testigos ante el notario. Mi abogado me ha confirmado que, de manera cautelar, no podrás decidir nada sobre lo que me pertenece. Desde hoy, yo misma, con la ayuda de mi madre, tomaré las riendas de mi vida, de mis hijos y de todo lo que es mío”.
A Agapito la verdad lo golpeó de lleno, sin tiempo para reaccionar. Se levantó, con la cabeza baja, e hizo lo que mejor sabía en esas situaciones, marcharse.
El cortijo de Oraibique se alzó entonces como bastión y refugio, emblema de la libertad recién conquistada por mi madre. Entre sus muros recios reorganizó la vida familiar, tomó las riendas de los negocios del abuelo y comenzó a luchar contra un mundo de perjuicios. Y lo hizo erguida y serena, enseñando sin pronunciar palabra que la dignidad y la determinación bastan para torcerle el brazo al destino.
Mientras tanto, aquel primer verano en la Era Grande fue, para mí, un paréntesis luminoso, quizá el más feliz de mi infancia. Vivía en un mundo distinto, ajeno a los problemas de los mayores, ocupado en preocupaciones más propias de mi edad: vencer a mis hermanos y a los hijos de los cortijos vecinos en las carreras hasta las charcas del río, zambullirme en sus aguas cristalinas que estallaban de frescura, y sentir que cada jornada se abría como una promesa infinita de juegos y descubrimientos.
En el cortijo de Oraibique Elena aprendió contabilidad, de pagarés, de letras de cambio, para llevar directamente las cuentas. En las fábricas organizaba envíos, supervisaba compras y contrataciones, y se aseguraba de que cada taller y cada trabajador funcionara a pleno rendimiento. Con paciencia y fuerza, logró reactivar los negocios que casi se habían paralizado durante los días de caos, demostrando que la herencia de su padre no solo estaba a salvo, sino que podía crecer de nuevo bajo su dirección.
Al mismo tiempo, los rumores sobre Agapito llegaban de todas partes. Se decía que vagaba por los pueblos vecinos, visitando casas que no le pertenecían, buscando la protección de antiguas amistades o de mujeres con las que había compartido tiempo y secretos, incluso en prostíbulos como el de la niña dormida. Que lloraba por lo que había perdido, que la vergüenza lo consumía y que su vida había quedado reducida a fragmentos de lo que antes había tenido.
Elena escuchaba esos comentarios como quien escucha llover. Cada palabra que llegaba reforzaba su seguridad de que había hecho lo correcto, que su decisión de cerrar la puerta de su vida a aquel hombre había sido la única manera de protegerse.
Yo recuerdo que se podía ver el entusiasmo en sus ojos mientras hablaba de los negocios: “Nada volverá a detenernos. Lo que es nuestro, lo vamos a defender y a hacer crecer”. Entre sus gestos y su voz, aprendí entonces que la fuerza de una mujer podía sostener el mundo si se lo proponía.
No solo gestionaba los talleres y la fábrica; comenzaba a tejer una red de confianza, estableciendo alianzas, escuchando consejos y tomando decisiones estratégicas que marcarían la prosperidad de los años siguientes. La independencia que había ganado frente a su marido, se convertía en su verdadera fortaleza, y cada paso que daba dejaba claro que ya no había vuelta atrás.
Había transcurrido un par de años desde aquel fatídico episodio de la liquidación de la deuda, cuando una noche de invierno, de esas que traen el frío cortante de las montañas de Bacares que se clavan hasta los huesos, resonaron golpes insistentes en la puerta del cortijo. Golpes desesperados buscando clemencia.
Elena se acercó al comedor con el corazón acelerado, y miró por la ventana. La escena que vio la llenó de sorpresa y repulsión: era Agapito, que apenas podía mantenerse en pie, tambaleándose con cada paso, la ropa hecha jirones y borracho como una cuba. La noche lo hacía parecer más pequeño, ridículo y a la vez más peligroso.
Mis hermanos y yo nos despertamos, bajamos preguntando qué pasaba. Mi madre nos mandó a la cama, con una orden tajante: "No temáis, el que está tocando a la puerta es un mendigo". Yo, sin embargo, desde mi balcón, me asomé y vi la figura de aquel hombre. Mis ojos no tardaron en reconocer a aquella figura encorvada. Aquel espectro desfigurado era lo que quedaba de mi padre. El asombro se mezclaba con la tristeza y quizás hasta un poco de ternura, de ver a un hombre que tanto había significado, ahora reducido a la nada.
La puerta no se abrió, dejando a su suerte a aquel vagabundo. Al poco, los golpes cesaron, dejaron de escucharse los lamentos pidiendo auxilio y el silencio se adueñó de nuevo de la estancia.
Esa noche quedó grabada en mi memoria como la noche en que la justicia y la dignidad se impusieron sobre la pena y el arrepentimiento. Elena, de pie en el umbral del hogar que ella misma defendía, nos enseñó sin palabras que quien traiciona y pierde su lugar, queda a merced de sí mismo.
A la mañana siguiente, cuando una de las criadas abrió la puerta del cortijo, se encontró con el cuerpo acurrucado sin vida de Agapito. Su cuerpo, exhausto, no había resistido. En su bolsillo, una carta. Una disculpa tardía, un intento de redimir lo irreparable:
“Elena, esta puede ser la última vez que mis palabras lleguen a ti. Sé que no merezco tu perdón, pero necesito pedirlo. Fui débil, orgulloso y necio. Te fallé en todo, destruyendo lo que más valía, y lo que un día me regalaste con tu confianza y tu amor, yo lo convertí en cenizas. Mi vida es ruina y vergüenza, y con ella he arrastrado el recuerdo que dejaré a nuestros hijos. No pido nada, porque no lo merezco, salvo que algún día ellos sepan que, detrás de mis errores, había un hombre que los quiso. Que Dios te dé la fuerza que a mí me faltó siempre y cuida de nuestros hijos para que no sigan mis pasos.
Agapito”.
Yo la leí mucho después, cuando mi madre me permitió acercarme al silencio que siempre la rodeaba en esos momentos.
Para Elena, sin embargo, no hubo compasión ni tristeza. La muerte de Agapito fue, ante todo, la liberación completa, el cierre definitivo del peor capítulo de su vida. Con la serenidad que caracterizaba sus decisiones, llamó a su cochero y le ordenó encargarse del entierro.
“Bajo uno de los olivos de la finca, que su cuerpo abone el fruto que luego comerán mis hijos. Que en vida apenas pudieron disfrutar de un padre, ahora recibirán algo a cambio, aunque sea de la tierra”.
Lo enterraron en secreto. Para Elena, era un acto de justicia serena y práctica, un gesto que cerraba aquel capítulo en el que la autoridad masculina había intentado doblegarla. Liberación, eso fue lo que sentimos los del cortijo, sin amenazas ni remordimientos.
Cuando alguien le preguntaba por Agapito, ella simplemente sonreía y contestaba: “Se fue a Argentina a probar fortuna, ya que la que tenía aquí la perdió”. Nadie dudaba de que detrás de esa respuesta había más verdad de la que el mundo podía entender.
Fue una decisión desgarradora: dejar que muriera el hombre que había sido su marido, aunque ya apenas respirara vida. No seré yo quien juzgue, porque he tenido la fortuna de no enfrentarme nunca a dilemas semejantes, y si hubiera estado en su lugar, no sé qué habría hecho. Lo cierto es que la comprendo. Aquel día, estoy convencida, algo dentro de ella se quebró para siempre, aunque supiera disimularlo con una entereza inquebrantable.
Con los años, la vida en Cantoria siguió su curso, y la casa de la calle Romero que mi padre había perdido en aquel maldito juego, fue finalmente recuperada por mi madre, comprada a su nuevo dueño, otro jugador, tras un duro proceso de negociación. Así, el hogar que había sido escenario de traiciones y conflictos volvió a ser nuestro, y la familia recobró el lugar que por derecho le correspondía.
Mi madre fue un ejemplo de vida, de dignidad hecha mujer que supo transformar la injusticia en libertad y nos dejó un legado moral que aún resuena en nosotros.
Y el Cortijo de Oraibique seguirá erguido como un gigante silencioso, con la altivez de quien ha visto pasar la vida sin moverse de su sitio. Es sin duda el estandarte de una estirpe, el escenario donde se celebraron triunfos y se lloraron derrotas, donde cada muro guardaba la memoria de un susurro, de un secreto o de una decisión que cambió destinos. Testigo mudo y fiel, acompañó a la familia en su ascenso y también en su caída, con la misma serenidad imperturbable con la que contemplaba el paso de los años.