Venganza y Verdugo
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
Me llamo Antonio. Soy el menor de cinco hermanos y pongo voz a este relato que me persigue desde hace años. Es un peso inevitable, con aristas que hieren cada vez que lo repaso en la memoria.
Lo que voy a contar no es una crónica de héroes ni de villanos. Es la historia de una familia —la mía— que creyó que otra vida era posible. Y es también la historia de un hombre, mi hermano Carlos García, cuya venganza acabó por romperla en pedazos.
Llegamos a Lorca con la esperanza puesta en las manos de mi padre. Teresa y Pepe, mis padres, vendieron la tierra, cerraron el pequeño taller de lápidas en Cantoria —que apenas daba para sobrevivir— y se jugaron la vida en busca de prosperidad y de estudios para sus hijos.
En la pensión Almanzora, cercana a la estación de ferrocarril, nos recibieron Carmen y Juan, conocidos de mis padres y oriundos de nuestro pueblo. Ellos fueron los primeros en darnos cobijo, en ayudarnos a buscar un local para la fábrica textil que mi padre soñaba y una vivienda donde instalarnos.
Por esas fechas, a mi hermano Antonio lo llamaron a quintas cuyo destino fue Tetuán, en el protectorado de Marruecos, donde el ejército español tenía un campamento. Los demás comenzamos el instituto, muy cerca de la calle Corredera.
La familia prosperó poco a poco, aunque no sin tropiezos: algunas facturas pendientes, jornadas de trabajo interminables y noches en que mi madre doblaba camisas hasta el amanecer para estirar la economía.
Carlos volvió del servicio militar y se incorporó al negocio con entusiasmo. Representaba la juventud y la fuerza en una empresa que empezaba a despegar. Aprendió a remendar, a arreglar la maquinaria, a discutir con proveedores. Luchaba por nosotros como si llevara nuestras vidas en los bolsillos. Era el hermano mayor, y lo ejercía con orgullo.
Las luces de aquellos primeros tiempos en Lorca se fueron apagando. Primero fueron nubarrones, de esos que anuncian tormenta. Y fue la lluvia traicionera de ese mes de octubre del 55, lluvia que no entiende de sueños de hombres la que lo cambió todo. El agua entró como un río en el taller y lo que habíamos levantado con tanto esfuerzo se volvió barro.
Mi padre buscó dinero donde pudo: en amigos, en pequeños créditos… hasta que acabó en las manos de Atanasio Cáceres, un prestamista con una sonrisa tan afilada como un cuchillo. El papel que nos hizo firmar era una trampa cruel: dinero hoy a cambio de tu vida mañana.
Pagamos lo que pudimos. Reparamos máquinas, remendamos hilos, volvimos a dar puntadas. Pero el mundo no se alimenta solo de trabajo: también pide fortuna, y la fortuna no regresó. Cuando un mes no pudimos pagar, Atanasio no ofreció tregua. Exigió, ejecutó y, con la frialdad de quien recoge a toda prisa las verduras en el mercado, se quedó con el taller y la casa.
Aquel día en que nos arrojaron a la calle vi en los ojos de mi padre un brillo apagado, el de un hombre despojado hasta del derecho de sentirse vivo.
La pensión Almanzora volvió a ser nuestra tabla de salvación. Carmen y Juan nos acogieron otra vez, ayudaron a mi padre a encontrar trabajo como barrendero y a mi madre a colocarse de costurera en un gran comercio de ropa de celebración. Cada día agradecíamos su hospitalidad, pero el orgullo estaba roto en mil pedazos y moral de la familia tirada por los suelos.
Ver a mis hermanos dejar horas de estudio para arrimar el hombro, dejar incluso de asistir a clase algún día, asumir tareas que no les correspondían, me resultaba insoportable. Sentía que el futuro que habíamos perseguido con tanto empeño se deshacía como la tela mojada entre las manos de mi madre.
Carlos no soportaba la humillación. Vernos reducidos a un colchón en una pensión lo consumía por dentro. Se le notaba en los ojos: algo tramaba en esa cabeza que pensaba demasiado. Y así fue. Empezó a seguir a Atanasio como quien sigue la señal de una desgracia próxima.
Con paciencia aprendió sus horarios, los nombres de sus clientes, hasta las voces de quienes le suplicaban. Descubrió que Atanasio no era solo un usurero: tenía poderosos contactos en el régimen. Se decía que era íntimo amigo del gobernador civil de Murcia, Manuel Cabrera. Y también que en sus visitas a Lorca había reuniones privadas, fiestas donde el gobernador, arropado por Atanasio, se entregaba a apetitos poco discretos, a menudo en compañía de chicas demasiado jóvenes.
Carlos no se conformó con rumores. Buscó una forma de entrar en su vida y la encontró cuando supo que Atanasio necesitaba chófer y guardaespaldas. Se presentó con referencias de la mili en Marruecos y hasta inventó batallas contra el infiel. Pasó las pruebas y consiguió el empleo.
Ejerció con eficiencia. Con frialdad. Llevaba en la chaqueta una pequeña cámara, casi un juguete, y cada vez que podía apretaba el disparador. No contaré escenas detalladas —hay límites a lo que conviene recordar—, pero diré que una noche, tras una cortina que olía a perfume barato y tabaco, obtuvo lo que necesitaba: el gobernador y Atanasio ligeros de ropa, con muchachas que no superaban los 16 años en actitudes que bastaban para destruir la reputación de ambos.
Las jóvenes que los acompañaban resultaron ser hijas de un comerciante extorsionado por el prestamista. Podrían haber sido mis hermanas y eso se me helaba la sangre. Carlos distorsionó sus rostros en las fotos, pero dejó ver claramente la evidencia: abuso de poder, corrupción y sexo.
El primer intento fue el chantaje. Puso las fotos delante de Atanasio y pidió la restitución de lo nuestro: la casa, el taller, la dignidad. Atanasio pasó cada foto con calma, una por una, hasta que, mirándolo a los ojos, las rompió en pedazos. Se las lanzó a la cara y se rió.
—Con una sola llamada puedo hacerte desaparecer. Márchate. Y que no me cruce contigo nunca más, o será tu perdición.
Esa risa fue un veneno. Encendió en Carlos una rabia sin retorno.
Entonces ideó otra forma. Mandó imprimir carteles en una imprenta clandestina con las imágenes: el gobernador y Atanasio en escenas comprometedoras; los rostros de las menores borrosos. Menores que, en realidad, eran hijas de un cliente del prestamista, un hombre al que Atanasio extorsionaba porque no podía pagar. Carlos lo sabía bien: en más de una ocasión, como chófer, lo había acompañado hasta la empresa de aquel comerciante.
Una noche entera se dedicó a empapelar Lorca: fachadas, farolas, parques, plazas. Y al amanecer, la ciudad despertó con el escándalo extendido como un incendio. Unos murmuraban, otros decían que era un montaje, muchos ardían de indignación. La presión social fue insoportable.
Atanasio, hundido por la vergüenza, se quitó la vida. Algunos lo llamaron justicia popular; otros, simple ruindad devorada por sí misma.
El gobernador no salió indemne. Antes de ser cesado, ordenó a la Guardia Civil que detuviera a Carlos. No lo encontraron en la pensión —había huido a un cortijo amigo— y en su ausencia la venganza se descargó sobre nosotros. A mi padre lo golpearon hasta dejarlo sin cabello. A mi madre y a mi hermana les raparon la cabeza, las desnudaron, las montaron en un coche y las abandonaron a pleno mediodía en la plaza del ayuntamiento y a mí me pegaron una paliza que por pocas me matan. Una humillación pública destinada a borrar cualquier resto de dignidad.
Aquella escena fue la que rompió definitivamente a Carlos. Lo que empezó como un intento de recuperar lo perdido se convirtió en una guerra sin retorno. Justicia ciega. Justicia absoluta. No había vuelta atrás.
No daré pormenores técnicos de cómo terminó con Manuel Cabrera. Basta con decir que mi hermano no se conformó con ver caer al usurero. Cuando supo lo que el gobernador había hecho a nuestra familia, decidió viajar a Murcia. Allí lo siguió con la paciencia de quien ya no tiene nada que perder. Lo observó durante días: sus rutinas, sus pasos, los lugares a los que acudía cuando no lo protegían ni escolta ni protocolo.
Y una tarde, en una calle secundaria donde nadie podía socorrerlo, se plantó frente a él. Lo encañonó sin titubeos. El primer disparo fue a la entrepierna, para obligarlo a arrodillarse. El segundo, cuando ya suplicaba clemencia, le abrió la cabeza a la altura de los ojos.
Carlos no huyó. Esperó a que llegara la Guardia Civil y se entregó. Lo encerraron, y en un juicio sumarísimo, sin apenas defensa ni tiempo, lo condenaron a morir en el garrote vil. Así se selló su destino: un hombre que desafió al poder y allanó su propio camino al cadalso.
En la cárcel aguardó el final con una entereza que yo jamás tuve. Los días caían lentos, marcados por la luz de los ventanucos, y nosotros apenas podíamos visitarlo con permisos contados y vigilados. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado: un visitante pidió verle. Carlos pensó que era un sacerdote, pero no. Era el juez que lo había sentenciado.
Entró en la celda con paso firme, sin apartar la vista de él. Se sentó frente a Carlos y pidió que lo dejaran a solas.
—¿Sabes quién soy? —preguntó.
—El juez —respondió Carlos, con una media sonrisa cansada.
El hombre negó despacio.
—Y también soy el hijo de Atanasio Cáceres. Ese hombre que llevaste a la tumba. El mismo al que llamaste verdugo de tu familia.
Carlos apretó la mandíbula, pero no dijo nada.
—Quería mirarte a los ojos antes de que mueras —continuó el juez—. Porque tú me dejaste sin padre, lanzaste a mi familia a las cloacas… y yo te he sentenciado a muerte.
El ambiente en la celda se volvió tan denso que se podía cortar con una navaja.
—Entonces es tu venganza —dijo Carlos al fin.
—La justicia se viste de toga, pero no siempre dicta sentencia conforme a las leyes —replicó el juez. —Y yo firmé tu condena.
Carlos sostuvo la mirada, sin parpadear.
—Pues que lo sepas: tu padre eligió morir. Yo solo fui el espejo de su vergüenza.
El juez se inclinó hacia él, con el rencor intacto en la voz.
—Y tú serás el espejo del mío. Cuando una de estas madrugadas ajusten el garrote, recordarás mis palabras: Fui yo quien te mató. El que apriete el garrote, lo hará en mi nombre.
Después se levantó sin añadir nada más y salió de la celda, dejando a Carlos en un silencio todavía más profundo que el que traía.
Yo no estuve allí, pero cuando Carlos nos lo contó en su última carta, sentí el peso de ese momento: dos hombres frente a frente, separados por un apellido, por un disparo, por la ley y por la sangre, y unidos por el convencimiento de que la venganza nunca devuelve lo perdido; solo lo multiplica.
Esa fue la última pieza del relato de mi hermano. El hijo de Atanasio guardaba la llave que cerraba el círculo. Y Carlos, aguardando un amanecer que ya no vería, comprendió que su guerra no solo había matado a dos hombres: había condenado a dos familias enteras a vivir bajo las sombras.
—¿Y si volvieras a nacer? —le preguntó un día un carcelero con el que hizo cierta amistad.
—Si volviera a nacer, haría lo mismo —respondió.
Yo, que fui testigo de su transformación, pasé noches enteras pensando en lo que hicimos bien y en lo que destruimos. Carlos no era un monstruo ni un santo, era un hombre que, al vernos despojados de todo, eligió sostener la verdad con sus manos, aunque esas manos acabaran manchadas.
La condena cayó con la naturalidad cruel del mundo que no sabe llorar el dolor ajeno. En la morgue de la historia quedó Atanasio, muerto por vergüenza; el gobernador, abatido; el hijo del usurero, convertido en juez. Y quedó Carlos, cuya venganza nos libró de la humillación pero nos condenó a una pena mayor: la pérdida de un hermano, la mancha pública que no se borra y la pregunta que nunca supimos responder.
Hoy, tantos años después, cuando miro a mis hijos y sobrinos, me pregunto qué justicia debemos enseñarles. La venganza tiene la virtud de ser clara en su propósito, pero atroz en su alcance. ¿Reconstruimos la vida sobre el acto heroico que derriba a un tirano, o aprendemos que la venganza devora hasta la última casa que pretende proteger?
No traigo lecciones. Aún sueño con los pasos en la pensión Almanzora y con el ruido de la máquina de coser. A veces me parece ver a Carlos en la puerta, con la cámara en el bolsillo, con la misma mezcla de ternura y rabia. Otras, miro la foto de mi padre con las manos gastadas y pienso en lo que pudo ser.
La última imagen que guardo es sencilla: Carmen tendiendo sábanas en la pensión y mi madre pasando una plancha con calma, como si alisar la ropa pudiera planchar también las arrugas de la historia. Y yo, narrador involuntario, sigo preguntándome en voz baja si lo ocurrido fue justicia, o si la justicia, disfrazada de muerte, nos dejó más pobres a todos. Carlos pagó con su vida. Pero ¿qué precio pagamos los que quedamos? Esa es la pregunta que, al final, nos condena.