Nunca pensé que por una historia de amor —si es que aquello podía llamarse amor, porque el amor lo sentía ella sola, y casi de manera compulsiva— acabaría encerrado en la cárcel. Yo jamás había ofendido a nadie, ni tenía cuentas pendientes con la justicia. Mi vida era sencilla: cazar, pastorear las cabras por la rambla de la Jata, hacer mis tareas en el campo y volver a casa. Pero a veces la desgracia viene disfrazada con un rostro dulce, y entonces esa es difícil verla venir.
Mi compañero de cacerías tenía una hermana, Luisa. Se encaprichó de mí y buscaba conversación a cada momento. Yo, sin embargo, no sentía nada. El corazón no me daba esas cosquillas de las que hablan los poetas. Un día me invitó a los baños de la balsa del Fax. La miré y adiviné sus intenciones en el brillo de sus ojos.
—No, Luisa —le dije con suavidad, pero manteniéndome firme—. No me pidas eso, porque soy incapaz de darte lo que me pides. Mi corazón manda y no siento nada por ti.
Y rechacé la invitación. Pensé que ahí acabaría todo… pero fue el principio de mi desgracia.
Herida en su orgullo, decidió vengarse. Escribió una carta como si hubiera sido yo: “Abajo España, arriba Francia”. Le pegó un sello republicano y la echó al correo. ¿Qué podía imaginar yo? Si no sabía ni leer ni escribir. Pero el administrador, Moisés, al verla, se la llevó directo a la Guardia Civil.
No tardaron en venir a buscarme. Me arrestaron y me llevaron a la comandancia, la que luego sería una casa de Pepe Tapia. Allí me enseñaron la carta.
—¿Esto es tuyo? —Me preguntó un guardia.
—Yo no sé leer ni escribir. No puede ser mío —contesté.
El hombre me miró con ojos fríos y soltó:
—No te creo. Y como no aclares esto pronto, en tres días estás fusilado.
Sentí que la sangre se me helaba en las venas. Yo, un pobre pastor, contra la palabra de una familia bien vista en el pueblo. No tenía escapatoria.
En la cárcel donde me encerraron en la zona del Saliente de Albox, me encontré con unos estraperlistas. La mayoría no sabía bien por qué estaban allí, ni quién los había denunciado. La comida era miserable: patatas cocidas, y si eran grandes tocaban menos. Al principio daban arroz con conejo, pero cuando el conejo se acababa solo quedaba el arroz, pegajoso, imposible de despegar del plato aunque lo volcaras.
Pero lo peor no era la comida. Lo peor era cuando me llevaban a una sala oscura llena de manchas y charcos secos oscuros.
—Confiesa —me ordenaron.
—No puedo confesar lo que no he hecho —respondí.
Entonces vinieron los golpes. Me apretaron contra la pared, me ataron las manos, me dejaron sin aire. Cada vez que caía al suelo, me levantaban a patadas.
—Dilo de una vez. Si lo confiesas, se acaba.
—No sé escribir. No fui yo —repetí, una y otra vez. A cabezón no me ganaba nadie.
Preferí el dolor a la mentira. Nunca quise cargar con una culpa que no era mía.
Los días pasaban lentos, entre las llagas del cuerpo y la sarna que me cubría entero. Para desinfectarme me dieron Zotal. Yo, ignorante, me lo apliqué sin agua. El ardor fue tan insoportable que me restregaba las manos por la piel como si quisiera arrancármela.
Así pasaron tres meses y ocho días, un infierno que nunca olvidaré.
Fue el padre de Luisa quien escuchó unos comentarios de su hija a una amiga sin que se dieran cuenta de que él andaba cerca y descubrió la verdad. Se plantó delante de ella y la enfrentó:
—Si no dices que has sido tú, a Alberto lo van a fusilar y eso estará en tu conciencia los restos de tu vida.
Ella, temblando, fue a la comandancia y confesó. La metieron en la cárcel de mujeres, pero a mí el daño que me hizo y me hicieron lo arrastraba mi cuerpo.
Una noche, el capitán vino a mi celda.
—Puedes marcharte —me dijo.
Me quedé helado. Por un instante pensé que aquello no era libertad, sino una trampa. En aquellos tiempos era común que a los presos incómodos los soltasen para después abatirlos a tiros, alegando que habían intentado huir. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Miré al capitán, buscando en sus ojos alguna señal, y no dije nada.
Él pareció leer mis pensamientos y añadió, con voz más tranquila:
—No tengas miedo. No van a disparar contra ti. Una muchacha de tu pueblo confesó que fue ella y ayer se la llevaron a la cárcel de mujeres.
Me quedé en silencio, incrédulo. Así que todo aquel infierno terminaba gracias a que ella, al fin, había dicho la verdad.
El capitán consultó su reloj.
—Son las nueve de la noche. ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Te marchas para Cantoria a estas horas?
Yo lo miré, recogí mis pobres cosas en un hatillo y, con la necesidad de respirar aire libre cuanto antes, le respondí con media sonrisa cansada:
—Pues ya ves… de una corrida.
Salí de la cárcel con paso rápido, como temiendo que en cualquier momento cambiaran de opinión. Tomé el camino de la rambla del Saliente, luego la de Albox, hasta llegar al camino que une Albox con Cantoria. El sendero me era familiar ya que todos los años subíamos a ver a la Virgen del Saliente a su Santuario la víspera de su día. Cada piedra, cada recodo, pero lo recorría con un cansancio que nunca había sentido, pero contento con esa sensación de libertad que hasta el frío que hacía, en ver de helarme los huesos, parecía que me acariciaba la piel.
El hambre apretaba. Llamé a varios cortijos, golpeando las puertas en busca de un pedazo de pan, de un sorbo de agua. Pero nadie osó abrir. En aquellos tiempos corría el miedo: pensaban que podía ser algún emboscado de la cuadrilla del Carbonero, que andaba haciendo tropelías por la zona.
Ya sin fuerzas, en el llano de Los Olleres vi la iglesia abierta. Entré y el cura, al verme deshecho, se apiadó de mí. Me llevó a su casa, donde su criada me puso delante un currusco de pan y una sopa de ajo. Ese plato sencillo me supo a gloria y me devolvió el aliento. Al ver mi ropa echa girones y llena de manchas de suciedad y sangre seca, me dio unos pantalones y un abrigo suyo para que cuando llegara a mi casa, mis padres no me vieran en tan lamentable estado.
Con las fuerzas recuperadas, reemprendí la marcha. Al llegar a la rambla de la Jata, no pude evitar recordar las veces que había pastoreado allí, o cuando salía de caza sin más preocupación que volver con algo para la mesa. Cuando llegué a Cantoria, eran las cuatro de la mañana. Toqué la puerta de mi casa y grité con voz entrecortada:
—¡Soy yo!
Mis padres saltaron de un brinco. Abrieron la puerta y, entre gritos de alegría y lágrimas, me abrazaron como si hubiera vuelto de la muerte.
Al poco tiempo de haber regresado a casa, vino a buscarme mi amigo, el hermano de Luisa. Se presentó serio, con la mirada baja, y me dijo:
—Alberto… vengo a pedirte perdón en nombre de mi familia. Ya sabes que mi hermana no se arrepiente de lo que hizo. Si confesó fue porque mi padre la obligó. Pero quiero que sepas que nuestra amistad está por encima de todo. Yo no tengo culpa de su locura.
Le apreté la mano. Aquel gesto me demostró que la verdadera lealtad no se rompe ni con el dolor más grande.
Tiempo después, cuando Luisa salió de la cárcel, unos vecinos me contaron que la habían visto: iba con el pelo cortado casi al ras, envejecida, como si los meses entre rejas le hubieran robado la juventud de golpe.
Desde entonces, si alguna vez nos cruzábamos por la calle, ella me rehuía. Agachaba la cabeza y pasaba de largo, como queriendo desaparecer. Nunca más volvió a mirarme a los ojos.
Y así, tras meses de dolor y humillación, comprendí que a veces un “no” puede costarte la vida entera.