Me llamo Catalina Pardo Gallego. Nací en la Hoya de Cantoria, cerca de la Rambla de las Arcas, entre secanos de olivos, con el viento recio del valle marcando los inviernos y las chicharras cantando en los veranos. Me casé joven con Andrés Veraguas y con él tuve dos hijos: mi Andrés, que me salió serio y trabajador, y mi Catalina, que heredó mi carácter testarudo. La vida me enseñó pronto que la alegría es frágil; enviudé antes de cumplir los cuarenta, y pensé que ya no me quedaba mucho más por vivir.
Entonces apareció Juan Lurbe. Viudo como yo, con sus manos curtidas por la mina y una mirada que parecía venir de muy lejos, de un mundo que yo no entendía. Hablaba de obreros, de comités, de injusticias… Yo le escuchaba, pero yo de política no sabía ni quería saber. Bastante tenía con sacar adelante mi casa. Nos casamos un 7 de marzo de 1921, en la iglesia de San Miguel de Los Pardos, y nos fuimos a vivir a Los Gitanos, un puñado de casas cerca del Tomillar.
Al principio, todo era sencillo: Juan trabajaba, yo atendía el hogar y los hijos, y en las noches tranquilas salíamos a sentarnos en la puerta, mirando el cielo negro lleno de estrellas. Pero poco a poco, las conversaciones cambiaron. Los nombres de Almanzora, Cantoria, Los Molinas… se colaban entre nuestras paredes. Se hablaba de comités como quien habla de familias enemistadas de toda la vida. Yo no entendía por qué Juan discutía tanto con unos y con otros. Él decía que eran “diferencias ideológicas”, pero para mí no eran más que rencillas que se iban agriando.
En agosto de 1936, antes de que el aire se llenara del olor a pólvora y miedo, ardieron los santos de la iglesia de Los Pardos. Yo lo vi. Entre ellos estaba San Miguel, el patrón, que acabó hecho pedazos bajo un olivo milenario a la salida de la cortijada. Aquel olivo, que tantas veces me había dado sombra en verano, se convirtió en testigo de una escena que no olvidaré. Era costumbre adornar a San Miguel con cintas cruzadas al pecho, llenas de medallas que la gente le regalaba. Ese día, cuando la imagen ya estaba tirada en el suelo, Juan se agachó, recogió las medallas y se las colgó en el pecho. Algunos rieron, otros no tanto. Pedro Antonio Rubio le gritó:
—¡Pareces un fascista, con tanta medalla!
Reí por compromiso, pero en mi interior sentí un escalofrío. Desde entonces, noté que las miradas hacia Juan se volvieron más frías, más largas. Él, que siempre había sido bien recibido en los corrillos, empezó a quedarse al margen. Comprendí que algo se estaba quebrando. Y que en el Comité de Los Pardos, y peor aún, en el de Almanzora, su nombre ya no sonaba limpio.
El 28 de septiembre de 1936 amaneció raro, como si el aire estuviera más pesado. Vinieron a casa temprano, todavía con el sueño pegado a los ojos. Era mi sobrino Cristóbal con unos acompañantes que también eran conocidos, decían que nos íbamos a comer un arroz en Los Pardos. Yo me vestí rápido; pensé que sería una mañana de fiesta.
Pero desde el primer paso fuera de casa sentí algo. El trayecto era corto, pero las miradas largas. El arroz lo comimos en la puerta de la tienda de Herminia. Todos reían, pero era un ruido forzado. Yo me fijaba en Juan: callaba más de la cuenta. Entre bocado y bocado, el tiempo se volvió espeso. Al terminar, dijeron que Juan tenía que ir con ellos. Pregunté qué pasaba. “Nada que te importe”, me dijeron. Pero a mí sí me importaba.
Subimos la cuesta hacia el cementerio.
El camino empezaba justo después de las últimas casas de Los Pardos. No era largo, pero aquel día me pareció interminable. A cada paso, el polvo se levantaba y me raspaba la garganta. Sentía que el aire de la mañana, fresco y limpio en otras ocasiones, pesaba como plomo.
Juan iba a mi lado, serio, con la mirada fija en el suelo. Yo le agarraba del brazo con fuerza, como si pudiera evitar que se lo llevaran apretando un poco más. Delante, tres hombres caminaban en susurrando, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas. Detrás, otros dos, con las escopetas colgando pero listas.
—Catalina, vete a casa —me susurró Juan sin mirarme.
—No —le dije. Ni siquiera lo pensé. La palabra salió sola, seca.
El crujido de la grava bajo las botas era lo único que rompía el silencio. Alguno tosía, otro escupía al suelo. No se oían pájaros. Ni un perro ladrando. Era como si el mundo entero se hubiera quedado quieto, mirando lo que iba a pasar.
En un recodo del camino, vi asomar las cruces negras del cementerio. Allí estaba, sobre el cerro, como un testigo mudo. Me estremecí.
—¿Dónde nos lleváis? —pregunté al hombre que iba delante.
No contestó. Solo apretó el paso.
Cuanto más se estrechaba el sendero, más me golpeaba el corazón en el pecho. Juan respiraba hondo, como si quisiera guardar todo el aire posible antes de llegar.
Uno de los que iban detrás murmuró algo, y el de al lado soltó una carcajada breve, seca. El sonido me hizo apretar aún más el brazo de Juan.
Ya estábamos casi arriba. El cementerio se alzaba delante de nosotros, encalado y silencioso. Sentí que el tiempo se encogía, que cada paso era más corto y más pesado. No quería llegar, pero tampoco podía detenerme.
Y entonces lo vi: un montón de tierra recién removida junto al muro. Me quedé helada.
La tierra amontonada era rojiza y olía a barro recién movido, un olor que siempre me había recordado a la siembra… pero aquel día olía a otra cosa: a peligro.
El hueco de la fosa parecía tragarse la luz de la mañana. Los bordes eran irregulares, y dentro se adivinaba la humedad oscura, fría. Yo sabía lo que significaba antes de que nadie lo dijera.
—Ahí, métete —ordenó uno, señalando a Juan con la culata del fusil.
—¿Qué hacéis? —grité—.
Juan me miró de reojo, intentando que callara, pero yo no podía. El miedo me subía desde el estómago como un fuego.
—Catalina… —murmuró, como si fuera a decirme algo más, pero no terminó.
Le empujaron hacia la fosa. Dio un paso, luego otro. Yo lo seguí, sin soltarle el brazo. El borde estaba a un palmo de nuestros pies. El silencio se volvió tan denso que escuchaba mi propia respiración, rápida, cortada.
Uno de los hombres, el más joven, dudaba. Sus manos temblaban mientras ajustaba el fusil al hombro. El otro le dijo algo en voz baja, y él negó con la cabeza. Fue entonces cuando vi el destello metálico de otra arma, apuntándole.
Yo me interpuse entre ellos, bajé a la fosa de un salto y abracé a Juan con todas mis fuerzas.
—Si vais a matarlo, me matáis a mí también —dije.
No hubo respuesta. Solo el sonido del chasquido del seguro del arma que me heló la sangre.
Escuché el disparo.
Un fogonazo, un estampido que me reventó los oídos. Juan cayó contra mí, el cuerpo pesado, el aliento caliente en mi cuello. Aún estaba vivo, lo sentía temblar.
—¡No! —grité, pero mi voz sonó como si viniera de muy lejos.
El joven miliciano seguía dudando, con los ojos abiertos como platos. No quería hacerlo. Lo vi. Lo sabía. Pero el otro ya le estaba encañonando.
—O la matas… o te mato yo.
El chico apretó los labios, cerró un ojo y disparó. Sentí el impacto seco en el costado, el frío en el pecho, el sabor metálico en la boca. Escuché mi propio aliento acortarse, y dejé de escuchar como si el mundo se hubiera quedado mudo. El aire se me escapó, pero seguí aferrada a Juan. Otro tiro. Esta vez el dolor se apagó enseguida.
Me caí de lado contra la pared de aquel agujero. El cielo se volvió una mancha blanca y vibrante. El murmullo de los hombres era cada vez más lejano.
Oí pasos. Un tercero se acercó. Era mi sobrino Cristóbal. El olor a pólvora llenaba la fosa. Hubo un silencio breve… y luego disparó.
No sentí nada.
Solo quedé yo, sin cuerpo, mirando desde algún lugar que no sé nombrar. Vi cómo se marchaban, cómo quedábamos ahí, Juan y yo, abrazados en el fondo de la tumba.
El viento comenzó a soplar sobre el cementerio. Levantó polvo, cubrió nuestras caras. Y supe que nadie nos sacaría de allí.
Ahora, desde esta tierra que me cubre, sé que no hay tumba que calle del todo lo que pasó. Aquí seguimos, Juan y yo, en el cementerio de Los Pardos, bajo los pasos de quienes vienen a visitar a otros. Nadie pone flores con nuestro nombre. Nadie reza por nosotros. Pero yo sigo aquí, esperando que alguien, algún día, cuente la verdad.
Porque yo lo dije y lo cumplí: fui con mi marido hasta el final.
Otoño de 1939
Me llamo Baltasar Jiménez Gómez y tengo apenas veinte años, aunque siento que viví cien en los últimos cuatro. Llevo semanas tosiendo sangre y los médicos dicen que no pasaré del invierno. No me importa. Lo que de verdad me pesa no son los huesos gastados, ni el hambre, ni la humedad de estas paredes negras… lo que me pudre por dentro es la memoria.
Y antes de morir necesito contar la verdad, aunque nadie la escuche.
Yo tenía 16 años, sí, 16 años, y a veces pienso que en aquella edad lo único que debería haber ocupado mi cabeza eran las primeras fiestas de San Ildefonso o de la Asunción, las carreras de chiquillos por la rambla o quizá las miradas furtivas con alguna muchacha de Almanzora. Pero no. A mí me tocó otra cosa. Me tocó cargar con un recuerdo que me acompaña como sombra, y que nunca he sabido dónde dejarlo.
Yo no era un hombre, apenas un crío cuando todo ocurrió. Era hijo de un capataz del ferrocarril. Vivíamos en Los Coloraos de Almanzora, en una casilla junto a la vía, donde el ruido de los trenes marcaba las horas del día. Mi padre me decía que aquel trabajo era duro pero honrado, que la tierra y el hierro nunca fallan y que gracias a él nunca nos faltaría pan. Yo lo creía. Hasta que la guerra vino a romperlo todo. Y entonces falló el mundo. Falló el país. La guerra vino y nos barrió como una riada.
En septiembre del 36, la voz del Comité mandaba más que la del propio alcalde o la del cura. Y un muchacho como yo, con los brazos recién hechos al trabajo y con ganas de demostrar que valía, no tenía escapatoria. El Comité era la ley, la justicia y el miedo, todo junto. Cuando Pedro Antonio Rubio o el Saturnino decían “ven con nosotros”, un muchacho de mi edad no decía que no. Decir que no era ponerse la soga al cuello. Así me vi yo aquella madrugada, subiendo a Los Pardos con ellos, sin entender bien a dónde me llevaban ni por qué.
Nos dijeron que íbamos a darle un “escarmiento” a Juan Lurbe. Que se había pasado de listo, que andaba con listas y amenazas, que había puesto en riesgo a vecinos suyos. Que el sobrino de la mujer de Juan, Cristóbal, era nuestro compinche y sería el encargado de iniciar el paripé. A mí me repitieron que no me preocupara, que solo iba a acompañar, a aprender, a estar presente. Yo asentí. Me temblaban las manos, aunque procuraba que no se me notara.
Cuando llegamos a Los Pardos todavía no había despuntado el sol. Nos metimos en la tienda-taberna de Juan Pardo y Herminia, y allí se improvisó un arroz mañanero. Nunca olvidaré ese olor: el sofrito chisporroteando, la carne soltando jugo en la cazuela, el caldo espesándose despacio. Nos reímos, bebimos, hasta brindamos. Había una niña mirando desde un rincón, con ojos como platos, y recuerdo pensar: “esto no parece un escarmiento, parece una fiesta”. Pero bajo las risas corría un silencio espeso donde se podía mascar la verdad: no era un convite, era un juicio sin juez ni perdón.
A media mañana, Saturnino le dijo a Juan Lurbe que tenía que acompañarnos. Él se quedó parado, como quien no entiende el idioma que le hablan. Catalina, su mujer, con los ojos fieros preguntó qué pasaba, y le dijeron que no era asunto suyo. Pero ella no se movió. Ella se aferró a su marido defendiendo lo suyo con la desesperación de las madres y las esposas.
—¡A mi marido no os lo lleváis! —gritó Catalina.
Y aún resuena en mi cabeza como si lo dijera ahora, aquí, en esta celda húmeda.
Subimos la cuesta hacia el cementerio. Yo detrás, con las piernas flojas que apenas podía sostener el fusil entre las manos, sintiendo que el cañón me quemaba. El polvo se me metía en la garganta, me hacía toser. Cada paso sonaba como un golpe seco contra la tierra. Juan caminaba entre empujones. Catalina se agarraba a su brazo con uñas y dientes, llorando y maldiciendo. Le dijeron que se apartara, que no la querían allí. Ella gritó con una fuerza que me heló:
—¡Yo voy con mi marido hasta el final!
Al llegar al cementerio, lo primero que vimos fue la fosa abierta. La habían excavado el día anterior para otro difunto que al final no enterraron allí. La tierra estaba amontonada a un lado, y el agujero parecía la boca de una bestia esperando. Entonces lo entendí. No era un susto. Era otra cosa. A los dieciséis años yo no sabía nada de la vida, pero aquella mañana aprendí lo que era la muerte.
Le obligaron a Juan a meterse dentro. Catalina gritaba como si le arrancaran el alma. Yo, paralizado, sentía la culata del fusil como un hierro ardiendo en las manos. Saturnino, borracho y rabioso, fue el primero en disparar. El tiro resonó como un trueno en la mañana. Juan cayó de rodillas, herido pero vivo, y en ese preciso momento, Catalina se lanzó dentro de la tumba y lo cubrió con su cuerpo en un intento desesperado de protegerlo con su propio cuerpo. Nunca olvidaré esa imagen: la tierra húmeda pegada a su falda, el sol justo asomando y proyectando sombras largas, su voz rota implorando.
—¡no lo matéis, por Dios!
Y entonces Saturnino me gritó:
—¡Baltasar, acaba con ella!
Yo me quedé helado.
—No… no puedo.
Me apuntó a la sien. Sentí el frío del cañón, el hierro clavado en mi piel y su voz como sentencia.
—O la matas tú, o mueres aquí mismo.
Y yo tenía dieciséis años. No fui valiente. Cerré los ojos y apreté el gatillo. Dos veces. No sé si le di al cuerpo, al aire o a la tierra. Solo recuerdo el silencio posterior. Un silencio tan hondo que aún me persigue.
Dicen que al final fue Cristóbal quien se encargó de rematar a su tía Catalina, pero yo ya no veía nada. Mis ojos estaban nublados de lágrimas y humo. Oía voces lejos, gritos apagados, alguien que maldecía, alguien que reía nervioso.
Volvimos a Almanzora como si nada. La vida seguía, la gente se cruzaba por la calle, el río bajaba igual. Pero yo ya no era el mismo. Esa tarde, mientras mi padre arreglaba unas herramientas del ferrocarril, me preguntó:
—¿Qué te pasa, Baltasar? Estás pálido como un muerto.
Yo no contesté. ¿Cómo iba a decirle que su hijo, el que todavía olía a niño, había disparado contra una mujer?
Cuatro años después, aquí en Valencia, me juzgaron en un consejo de guerra. Dijeron mi nombre junto al de otros. A mí me condenaron a muerte, pero como era menor de edad, la cambiaron por reclusión perpetua. A otro, Francisco Jiménez Simón, lo sentenciaron al paredón el mismo día. Coincidimos en la vista. Nunca olvidaré su mirada resignada, como quien ya había hecho las paces con Dios.
Yo no hice las paces. No supe. Y ahora enfermo, con los pulmones reventados por esta cárcel inmunda, sé que no saldré vivo. Lo acepto. Pero si alguien algún día lee estas palabras, que sepa que Baltasar no fue verdugo por voluntad. Fui un muchacho obligado a mancharse las manos de sangre para salvar su propio pellejo.
No busco perdón. Sé que no lo merezco. Lo único que quiero es que alguien, algún día, recuerde la verdad. Que cuando hablen de aquella mañana en el cementerio de Los Pardos, no digan solo nombres de víctimas o verdugos, sino también el mío: el de un crío de dieciséis años que tuvo que disparar con los ojos cerrados y que desde entonces nunca volvió a abrirlos del todo.
Corría el mes de septiembre,
la sierra guardaba espanto,
y en Almanzora rugía
la voz del odio y quebranto.
Baltasar, mozo inocente,
con apenas dieciséis años,
hijo de un pobre capataz
que en la vía trajinaba a diario.
Le dieron fusil de hierro,
pesado como su llanto,
y lo subieron al cerro
donde el miedo va rezando.
A Juan Lurbe lo llevaron,
Catalina iba gritando,
alzaba plegarias al cielo:
“¡Con mi marido siempre a su lado!”.
Llegaron junto al camposanto,
una tumba ya esperando,
y el Saturnino de un tiro
a Juan hirió en pleno flanco.
Catalina se arrojaba,
cubriéndolo con su manto,
con su falda en tierra húmeda,
con su voz rota implorando.
“¡Mátala tú!”, le gritaron,
y a Baltasar encañaron;
“si no disparas, zagal,
tú serás el ajusticiado”.
Temblaba el muchacho triste,
el fusil ardía en sus manos,
dos disparos le arrancaron
el alma y los sueños claros.
Dicen que aún viva quedó
y que un sobrino malvado
le dio el tiro de gracia,
sellando aquel desamparo.
Baltasar bajó los ojos,
ya no era niño, era mármol,
y en su pecho se encerraron
la culpa, el miedo y el daño.
Pasaron los años crueles,
la guerra se fue apagando,
pero en Valencia la cárcel
lo vio consumirse en llanto.
Baltasar cargó pa’ siempre
con aquel cruel pesar,
y de aquella carcel inhumana
ya no volvió a regresar.
A la muerte no lo llevó
ni el fusil, ni el paredón,
sino el hambre de la celda
y el frío de la prisión.
Quedó su nombre grabado
en la tierra almanzoreña,
como un eco lastimado
que en Los Pardos ahún resuena.
Este relato ha sido posible gracias a las minuciosas investigaciones de Antonio Berbel y de Miguel Ángel Alonso sobre este suceso que marcó al Arroyo Aceituno durante la Guerra Civil.
Para saber más: https://www.piedrayllora.com/historia/siglo-xx/el-crimen-de-los-pardos