Los españoles del campo de granito gris
In Memorian de los Españoles encarcelados y asesinados en los Campos de Concentración Alemanes
Por Andrés Carrillo Miras
In Memorian de los Españoles encarcelados y asesinados en los Campos de Concentración Alemanes
Por Andrés Carrillo Miras
Barcelona, 1976.
Apenas llevaba unas semanas casado y todo me parecía un descubrimiento: la vida en pareja, un nuevo hogar, los hijos que vendrían algún día. Aquella tarde, como tantas otras, me encaminé a la casa de mis padres a la hora del café, en el barrio de Gràcia. Sin embargo, aquel día de comienzos de junio no sería uno más: lo que me aguardaba tras la puerta estaba destinado a cambiar mi vida para siempre.
Al abrir la puerta, José, mi padre, me llamó desde el comedor. Lo vi sentado en una silla con sus gafas de vista cansada, las que utilizaba para hacer los crucigramas de la Vanguardia. Pero lo que me llamó la atención fue que en su brazo izquierdo, un brazalete negro que en mi familia siempre significaba luto. Se me heló la sangre.
—¿Quién ha muerto, padre? —Alcancé a preguntar, con un nudo en la garganta.
Guardaba silencio, como si intentara expulsar las palabras de su boca, pero el nudo que tenía en su garganta no le dejaba. Tenía los ojos húmedos y el gesto cansado. Al fin me hizo una señal para que me sentara a su lado.
—Hijo, coge esa sobre que hay encima de la mesa y léelo. Sin mediar palabra, me senté, cogí la carta que ya estaba abierta y extraje el papel doblado con sumo cuidado. Al desplegarlo, reconocí la gran cruz roja del membrete: Comité International de la Croix-Rouge. La Cruz Roja Internacional.
Mi padre no dejaba de mirarme y vi una lágrima en su mejilla. Yo lo abrí con las manos temblorosas. A medida que mis ojos recorrían aquellas líneas en francés y en castellano, el suelo pareció desaparecer bajo mis pies:
"Sánchez Cazorla Francisco, nacido el 20 de octubre de 1899 en Cantoria (Almería). Prisionero nº 56896. Deportado al campo de concentración de Mauthausen el 20 de enero de 1941. Fallecido el 10 de diciembre de 1941".
Leí y volví a leer aquel párrafo, intentando asimilar cada palabra, hasta que un nombre me golpeó de lleno en el pecho: Francisco Sánchez Cazorla. Era mi abuelo, aquel del que tanto se hablaba en casa, siempre envuelto en el misterio de su desaparición y en el dolor latente de su ausencia.
Yo llevaba su nombre. Era la tradición familiar: el primer varón heredaba el del abuelo paterno. Pero solo en ese instante comprendí el verdadero peso de esa herencia.
Levanté la vista hacia mi padre. Lo encontré con la mirada perdida, desconsolado, como si en ese instante volviera a ser un niño huérfano de guerra. Por segunda vez...
—Así que… —balbuceé—, todo lo que sospechábamos… ¿era cierto?
Él asintió despacio.
—Sí, hijo. Tu abuelo lo deportaron a Mauthausen y allí murió. Al año y pico de su última carta desde Francia.
No supe qué decir. Había esperado este momento durante tantos años que, cuando por fin llegó, me pilló completamente desprevenido. Sentí que el aire me faltaba. Las sospechas, al fin, se confirmaban. Y sabía que para mi padre aquello no era solo una noticia: era el peso insoportable de un tormento que lo había perseguido desde niño y que, sin remedio, había acabado por arrastrarnos también a nosotros, su mujer y sus hijos.
Al leer la carta comprendí que el dolor no era solo suyo, sino nuestro, una herida abierta que se transmitía de generación en generación. Por fin entendía su actitud a lo largo de los años: él había tenido que vivir dos duelos distintos. El primero, cuando lo separaron de su padre en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer donde los encerraron cuando llegaron junto con miles de republicanos españoles. Era apenas un niño, con once años, y como hijo mayor había acompañado a mi abuelo en aquel intento de asentarse en Francia para preparar la llegada del resto de la familia. Pero la II Guerra Mundial y la invasión alemana lo arrollaron de lleno: lo apartaron de su padre y lo deportaron a España, dejándolo solo y desarraigado. El segundo duelo llegaba ahora, muchos años después, con aquella carta que cerraba en falso una herida imposible de cicatrizar.
Mi padre ya podía llorar a mi abuelo aunque no tuviera una tumba que visitar. Y yo, al mismo tiempo, debía hacer algo más: comprender para pasar página. No bastaba con saber el lugar y la fecha de su muerte. Tenía que reconstruir la figura de aquel hombre, qué caminos lo llevaron desde Cantoria a Francia, y de allí al infierno.
Lo sentía como una deuda doble: con mi padre y conmigo mismo. Pero también era una manera de hacer justicia con mi abuelo y, por extensión, con sus paisanos… y, si somos justos, con todos los españoles que fueron encerrados en aquel campo de la barbarie. Era devolverles, aunque fuera tarde, un pedazo de la dignidad que les arrebataron.
Y entonces tomé una decisión: investigaría durante los próximos meses lo que realmente le ocurrió. Yo era profesor de Historia en un instituto de Bachillerato de Barcelona, y siempre había amado los archivos, las bibliotecas, los documentos polvorientos que guardan los ecos del pasado. Ahora tenía un motivo personal de mucho peso. Convertiría el resultado de mis investigaciones en la tesis final del doctorado que estaba cursando, siendo mi abuelo mi guía y mi brújula.
Lo primero que hice fue acudir a las hemerotecas del Archivo Histórico de Barcelona. Conocía bien aquellas salas, con sus estanterías interminables y el olor a papel viejo que parecía envolverlo todo en un aire de solemnidad. Allí, entre legajos y periódicos amarillentos, esperaba encontrar noticias de los refugiados españoles en Francia, listas de deportados, testimonios que pudieran darme un punto de partida.
También me dirigí a la Biblioteca Arús, donde trabajaba un gran amigo y compañero de carrera. Sabía que me abriría puertas y que me ayudaría a orientarme en un mar de referencias y catálogos. La Arús, con su ambiente obrero y republicano, parecía el lugar adecuado para comenzar a tirar del hilo.
La primera semana de búsqueda fue una mezcla de entusiasmo y desasosiego. Me adentraba en los archivos con la esperanza de encontrar algo, cualquier rastro que me hablara de mi abuelo en vida. Y, poco a poco, las páginas de la prensa comenzaron a susurrar su nombre.
En la hemeroteca del Archivo Histórico de Barcelona descubrí un título que me aceleró el pulso: Diario La Crónica Meridional. Era un periódico almeriense, y allí, en tinta ya casi apagada, encontré las primeras noticias que trazaban la silueta pública de mi abuelo.
Empecé a descubrirlo no como el fantasma del que se hablaba en casa, sino como un hombre público en su tierra, en Cantoria. De sus años como concejal en las primeras corporaciones municipales de la república, un vecino con voz propia en los debates del ayuntamiento. Por primera vez tenía ante mí pruebas concretas de su existencia cotidiana, de su vida en comunidad, de su compromiso político militando en partidos de izquierdas.
Pero no todo eran honores. También encontré noticias que hablaban de un juicio en el que se le acusaba de rapto allá por 1916, un proceso turbio que no dejaba claro si se trataba de una venganza política o de un asunto personal. La tinta del periódico no ofrecía matices, pero yo intuía que detrás de cada titular había un mundo de tensiones propias de aquellos años convulsos en un pueblo pequeño como Cantoria en la lejana Almería. Después me topé con algo que me descolocó por completo: noticias llegadas desde Argentina, en los años 20. Allí su nombre aparecía adornado con el apelativo de “Doctor”, un título que no se regalaba a cualquiera, sino que se reservaba para quienes gozaban de un estatus especial. ¿Qué hacía mi abuelo al otro lado del océano? ¿Qué buscaba en aquellas tierras? Todo indicaba que también había intentado abrirse camino allí, probando fortuna lejos de España.
Pero lo que de verdad me dejó boquiabierto fue toparme con una denuncia contra mi abuelo por no haber pagado, durante varios años, un impuesto sobre su coche, nada menos que un Hispano-Suiza. Aquello me descolocó por completo. De repente lo imaginé al volante de ese coche imponente, símbolo de lujo y modernidad, una imagen que chocaba frontalmente con la austeridad que siempre había marcado los recuerdos familiares. Pero no era una simple anécdota: detrás de aquel detalle había una historia con consecuencias serias. La deuda con Hacienda —577,50 pesetas por los ejercicios de 1927 y 1928, correspondientes a la recién estrenada Patente Nacional del Automóvil, un impuesto creado para gravar la posesión y el uso de vehículos a motor— derivó en un expediente de apremio que lo apartó de la vida pública. Así quedó inhabilitado para ejercer como concejal en agosto de 1931. Todo figuraba con precisión en los registros: el coche llevaba matrícula de Almería, AL-167.
Entre plenos municipales, acusaciones y sanciones fiscales, la figura de mi abuelo comenzaba a dibujarse más compleja, más humana. Ya no era solo el republicano exiliado, el prisionero número 56896 en Mauthausen. Era también un hombre con pasiones, con pleitos, con contradicciones, en definitiva, todo un personaje.
Aquellas páginas de La Crónica Meridional me golpearon con una verdad incómoda: tenía que estar preparado para lo que fuera apareciendo en mi investigación. Había que dejar atrás la idealización de la persona que su ausencia había alimentado durante años. Antes de ser una víctima del Holocausto, había sido un hombre de carne y hueso, con aciertos y errores, con momentos luminosos y otros más oscuros. Solo aceptando esa complejidad podría comprender de verdad quién fue.
No podía avanzar en mi investigación sin volver al origen. Cantoria era más que un punto en los papeles: era la tierra donde había nacido, el lugar donde empezó todo. Sentí que solo allí podría acercarme de verdad a su vida antes del exilio y el horror.
Llegué a Cantoria a finales de junio, aprovechando las vacaciones escolares. En cuanto bajé en la estación, tuve la sensación de que aquella tierra —la misma que un día pisó mi abuelo— me acogía con un abrazo, como si hubiera estado aguardando mi regreso. Son de esas emociones que se sienten intensamente, aunque resulten imposibles de explicar con palabras.
Mi primera parada fue el Registro Civil. Allí me recibió Miguel Lillo, un funcionario amable que parecía conocer cada rincón como si fuese su propia casa. Con paciencia buscó entre los libros encuadernados en tapas marrones y, al cabo de unos minutos, me entregó una partida de nacimiento: Francisco Sánchez Cazorla, nacido el 20 de octubre de 1899 .
Después me dirigí al Ayuntamiento. En la sala de archivo me permitieron consultar los Libros de Actas de los plenos de la corporación municipal de los años en que mi abuelo fue concejal. Allí encontré páginas y páginas de debates, mociones y acuerdos. Entre las líneas, se dibujaba un pueblo golpeado por el desempleo, luchando por salir adelante. La corporación, presidida por Eduardo Cortés, batallaba por conseguir fondos para obras públicas que aliviaran el paro obrero. Cantoria se desangraba: la falta de trabajo obligaba a familias enteras a emigrar, muchas de ellas rumbo a América, buscando en ultramar el pan que aquí escaseaba.
A mediodía salí del archivo con la cabeza llena de datos y necesitaba un respiro, pasear para aliviar la mente y mezclarme poco a poco con la vida cotidiana del pueblo. Fui al Bar de Castejón, en la esquina de la plaza, y pedí algo de comer. Mientras me servían, aproveché para presentarme y preguntar a los tertulianos si conocían a mi familia o si quedaban parientes que pudieran contarme algo.
Los hombres se miraron entre sí y sonrieron con complicidad. No tardaron en darme una respuesta unánime:
—Tienes que hablar con Casto, el Pipa. Si alguien sabe de la gente de Cantoria, de sus historias y sus apodos, ése es él. En su cabeza lleva todo un archivo que no está escrito en ningún libro. Esta tarde lo encontrarás a la hora de la partida en el Casino, el bar de allí enfrente.
Aquel consejo me abrió una nueva puerta. Intuí que, más allá de los documentos oficiales, lo que Casto guardaba era un saber popular, un caudal de memoria viva capaz de rescatar la voz de mi abuelo en el pueblo que lo vio nacer.
Tal y como me habían dicho, a Casto lo encontré aquella misma tarde en el casino, rodeado de humo de tabaco y del repiqueteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol. Su mirada chispeante y el gesto socarrón parecían darle la razón a todos los que lo describían como un hombre con más recuerdos que arrugas.
Esperé a que terminara la jugada, y cuando me presenté como nieto de Francisco Sánchez Cazorla, un silencio expectante se hizo en la mesa. Casto dejó caer sus fichas, me miró fijamente y sonrió:
—¡Hombre! El nieto de Francisco. Tu abuelo… sí que era un personaje. Jovial, despierto, emprendedor… un hombre que dejaba huella donde iba.
Me acomodé junto a él, y su testimonio fue fluyendo con tal naturalidad como si lo estuviese viviendo ahora mismo.
—Sobre 1932 —continuó— decidió marchar a Barcelona con su mujer y sus hijos. Aquí las cosas no pintaban bien, y allí pronto se buscó la vida. Montó un negocio de esencias para refrescos, que estaban de moda en aquellos tiempos de escasez. Además, se encargaba de el casal del sindicato CNT del barrio donde vivía.
Hizo una pausa, aspiró el humo del cigarro y añadió con tono socarrón:
—Una vez, unos milicianos se presentaron en agosto de 1936 en su casa buscando a unos paisanos de Cantoria, “fascistas” decían, que él supuestamente escondía. ¿Sabes qué hizo tu abuelo? Los invitó a entrar y registrar, pero advirtiéndoles que se atuvieran a las consecuencias si no encontraban nada. Francisco no se andaba con rodeos. Fue tanta la determinación de tu abuelo que ni se atrevieron a entrar.
Mientras hablábamos, un tal Pedro del Arroyo, que llevaba un buen rato escuchando, se levantó y se puso a cantar una coplilla que al parecer circulaba en aquellos años:
"Con el Hispano Suiza va el Cazorla tan ligero,
que acabó en el río por fanfarrón y embustero"
Las carcajadas no tardaron en llenar la sala. Yo mismo sonreí, consciente de que, más allá de la exageración, aquella copla era la muestra de cómo mi abuelo había dejado huella en la memoria popular. Más tarde confirmé que hacía referencia a un accidente real: el Hispano-Suiza, orgullo del estatus de mi abuelo, terminó en el río tras una de sus bravuconadas.
Casto me contó todavía más.
—¿Sabías que hubo varios cantorianos más en Mauthausen y dos de ellos sobrevivieron? —me dijo bajando la voz—. Juan García Navarro y Ulipiano Sánchez. Éstos sí tuvieron suerte, muchísima suerte, y después de la liberación, se fueron a vivir a Francia, aunque si es verdad que Ulpiano ya vivía allí antes de la guerra, se fue de zangón con sus padres. El que ha vuelto algunos veranos por aquí de vacaciones es Juan. Voy a intentar conseguirte su teléfono. Quizá te pueda contar cosas y lo mismo tiene referencias del resto de paisanos de los campos.
Aquella revelación me estremeció. Dos sobrevivientes de Mauthausen vivos, con memoria… Aquello podía ser una llave valiosísima.
Antes de despedirse, Casto me ofreció acompañarme a visitar a un primo de mi abuelo que aún vivía en el pueblo. Un anciano de mente lúcida, aunque los años pesaban sobre su cuerpo. No dudé un instante.
Fuimos a su casa y allí, entre fotos de boda y muebles de formica, me habló de que vivía en la calle Álamo, cerca de don Alejo y de don Juan el médico. Recordaba que Francisco siempre había sido un hombre inquieto, dedicado a negocios ligados al comercio y a la industria. Traía maquinaria para los talleres de mármol y luego se llevaba productos terminados: solerías, fregaderos, sanitarios… Cantoria empezaba a labrarse un nombre en la piedra, y mi abuelo estaba en medio de ese meollo.
Pero la crisis que siguió al inicio de la República lo golpeó con fuerza. El primo recordaba bien aquellos tiempos de incertidumbre. Fue entonces cuando mi abuelo, viendo cerrarse las oportunidades en el pueblo, decidió marchar a Barcelona, donde tenía muchos contactos y esperaba encontrar un porvenir mejor para los suyos.
Salí de la casa de mi pariente aquella tarde con la sensación de haber rescatado una vida entera de entre los pliegues de la memoria popular. Casto y aquel pariente me habían devuelto a mi abuelo como un hombre de carne y hueso.
El tren resoplaba con su ritmo cansino, avanzando entre los diferentes paisajes de las provincias de Alicante, Valencia... hasta llegar a Barcelona. Miraba por la ventanilla, y el recuerdo de Cantoria se me agolpaba en la cabeza como si cada curva del recorrido estuviera poblada de voces que acababa de escuchar.
Por un lado, estaba la satisfacción de lo conseguido. Gracias a Casto, con su memoria viva y su desparpajo, me había mostrado la faceta más humana y emprendedora de Francisco: aquel hombre jovial que se movía entre negocios, que soñaba con prosperar en Barcelona, que incluso se atrevió a buscar fortuna en América. Al primo anciano me había aportado la textura cotidiana: la casa en la calle Álamo, los negocios de mármol y el trato cercano con los vecinos. Y la mención de Juan García Navarro, superviviente de Mauthausen, podría abrir otra puerta, quizás decisiva si al final podía ponerme en contacto con el.
Pero junto a la emoción también estaba la desolación. Porque, tras esa primera etapa, lo que venía después no podía ser más sombrío: la guerra, el exilio, el campo de concentración. En medio del bullicio de aquel vagón decidí lo que llevaba tiempo madurando desde que puse un pie en Cantoria. Que este no sería solo un viaje personal, también sería un viaje académico. Contaría la historia de mi abuelo no solo para mí, ni únicamente para mi tesis, sino por mi padre, para devolverle en la memoria lo que la vida y la guerra le arrebataron. Lo transformaría también en un libro. Ese sería mi grano de arena, mi manera de rescatar de la barbarie la memoria rota de mi sangre.
Apoyé la frente en el cristal y dejé que el traqueteo del tren marcara el compás de mis pensamientos. Me esperaba un trabajo arduo, pero ya no había marcha atrás. Por primera vez en mi vida, sentía que no solo buscaba al abuelo perdido, sino comprender al padre que había aprendido a callar.
Nada más bajar del tren en Barcelona tuve claro a dónde ir: necesitaba hablar con mi tío, el hermano menor de mi padre. Siempre había tenido fama de reservado, de vivir al margen de las historias familiares, pero yo intuía que era una manera de protegerse contra el sufrimiento. Y no me equivoqué.
Me abrió la puerta con una sonrisa y, sin preámbulos, me hizo pasar a la salita. Apenas nos sentamos, empezó a hablar. Era como si llevara años preparándose para el momento.
—El abuelo Francisco, cuando llegó a Barcelona, se movía mucho con la CNT. Era activo, inquieto, siempre metido en algo. Pero cuando se vio que la guerra estaba perdida y que los nacionales iban a entrar, no le quedó otra que salir pitando.
Mientra lo escuchaba, su relato se me aparecía en imágenes. Miles de personas atravesando los Pirineos en pleno invierno del 39, con lo puesto, con hambre, con frío. Familias enteras arrastrando maletas y enseres en carritos improvisados. Medio millón de personas huyendo por pasos como el de La Junquera. Una riada humana hacia Francia.
—Y allí no los recibieron precisamente con los brazos abiertos —continuó mi tío—. Los desarmaron y los metieron en campos de internamiento, playas convertidas en cárceles. Arena, viento helado, sin refugio, sin comida, niños separados de sus padres, maridos de sus mujeres...
—Lo que quizás no sabías es que tu padre fue con él. Sí, con tu abuelo. Como era el mayor, pensaron que juntos podrían asentarse en Francia y traer al resto de la familia después. Pero todo salió mal.
Sí, si lo sabía, pero solo nombrarme aquello se me helaba la sangre.
—Cuando iban a deportar a Francisco a los campos de concentración, separaron a tu padre. Era demasiado pequeño. No admitían niños menores de trece años. Y lo mandaron a España, y Franco lo internó en un orfanato en Zaragoza, donde tantos infantes hijos de republicanos fueron encerrados para reeducarlos con los nuevos valores del régimen. Ahora lo llamamos lavado de cerebro.
—Con el tiempo —añadió mi tío—, consiguió escaparse del orfanato. Ni sé cómo lo hizo, pero logró llegar a Barcelona y reunirse con la abuela y con nosotros, sus hermanos. Imagínate… un crío solo, buscando a su madre después de todo aquello.
—Aquellos fueron años insoportables para las familias de los republicanos. El régimen parecía vivir obsesionado con ellos, como si no bastara con haber ganado la guerra: había que perseguirlos, humillarlos y quebrarles la vida día tras día. De madrugada, irrumpían en las casas armados con fusiles, registrándolo todo a golpes, disparando al aire para sembrar el terror. Para ellos, seguían siendo “rojos”, una etiqueta que les daba derecho a asediarlos sin descanso: detenerlos cuando querían, interrogarlos sin motivo, arrancarles la dignidad. A las mujeres les rapaban la cabeza para marcarlas como si fueran culpables de algo, como le pasó a tu abuela, acusada de esconder al abuelo.
—Y mientras tanto, él estaba muy lejos, enfrentándose a un destino todavía más cruel. Siempre tuvimos la esperanza de que pudiera sobrevivir allá donde quiera que lo mandaron, pero esta ilusión fue decayendo con el paso de los años. Cuando Alemania se rindió y no recibimos respuestas, sabíamos que algo le había pasado. Esa carta que recibió tu padre hace unas semanas fue el cierre definitivo de una sospecha.
No habían pasado ni dos días desde que regresé de Cantoria cuando sonó el teléfono en casa. Reconocí al instante la voz de Casto. Directa, sin rodeos.
—Francisquico —me dijo—, tengo algo que contarte. He conseguido el teléfono de Juan García Navarro, ¿te acuerdas? El cantoriano que te dije que sobrevivió a Mauthausen y se quedó a vivir en Francia.
Me quedé en silencio, con el corazón acelerado.
—Le he hablado de ti, de tus investigaciones —añadió Casto—. Está al tanto de lo que buscas y me ha dicho que estaría encantado de conversar contigo. Aunque sea por teléfono.
No necesité escuchar nada más. En cuanto colgamos, marqué el número que me había dado. Apenas pude contener los nervios mientras escuchaba el tono repetirse al otro lado de la línea.
—¿Allô? —contestó una voz grave, con un acento suavemente arrastrado por los años fuera de España.
—Señor García… soy Francisco Sánchez, nieto de Francisco Sánchez Cazorla.
—Ah… Francisco. Esperaba tu llamada. Dime, muchacho, cuéntame.
Respiré hondo antes de lanzarme. Le conté lo que había logrado reconstruir hasta ese momento a partir de la carta Cruz Roja, el silencio de mi padre, los archivos consultados en Cantoria, las actas municipales donde aparecía mi abuelo como concejal, las anécdotas que Casto me había relatado, y hasta aquella fotografía borrosa en la prensa americana que lo presentaba como “doctor”. Quería que entendiera que no me movía la curiosidad pasajera, sino la necesidad de unir piezas para darle sentido a una historia que había marcado a mi familia durante dos generaciones.
Cuando terminé, al otro lado del hilo telefónico se hizo un silencio largo, como si asimilara mis palabras. Después, Juan suspiró y comenzó a hablarme:
—Has hecho bien, Francisco. Tu abuelo merece ser recordado. Yo ya lo conocía de Cantoria aunque en el pueblo no teníamos trato, por la edad básicamente y porque yo vivía en la otra punta, en el barrichuelo. La sorpresa fue encontrarnos en el tren que nos conducía a Mauthausen… y todavía guardo grabadas muchas cosas que te pueden interesar.
Sentí un escalofrío recorrerme entero al escuchar una voz de la persona que lo había conocido y vivido con el momentos tan atroces. Sabía que su testimonio me serviría para avanzar mucho en mi proceso de búsqueda.
Aunque su voz tenía el peso de los años, la claridad mental de quien ha repetido esas escenas mil veces en su cabeza no tenía precio
—Mira, Francisco, cuando llegamos a Mauthausen, ya habíamos pasado por el infierno de los campos de internamiento en Francia. Pero aquello… aquello era otra cosa. Era la muerte organizada, meticulosa, pensada para rompernos por dentro.
—Trabajábamos hasta que el cuerpo se rendía y caía como un saco al suelo. El hambre era un tormento constante: apenas un mendrugo de pan duro que parecía de piedra y un caldo inmundo, poco más que agua turbia flotando en una lata. Y luego estaban los golpes… siempre los golpes, como una sombra que nunca se apartaba. Muchos no aguantaban ni unas semanas. Vivir allí era correr una carrera agónica contra la muerte: no era solo esquivar la violencia de los guardias, era no perder un gramo más de peso, porque la delgadez te marcaba para el crematorio. Era no dejar de trabajar, porque el que se quedaba sin tarea acababa en el crematorio. Era no desmayarse, porque caer al suelo también significaba el crematorio. Allí todo giraba en torno a esa palabra maldita, y escapar de ella era la única forma de seguir respirando un día más.
Luego hizo un silencio breve y su voz bajó un tono, como si evocara una imagen más íntima.
—Tu abuelo… era distinto. Tenía un carácter alegre, altivo, incluso allí, intentaba levantar el ánimo de los demás, hacía bromas, compartía lo poco que tenía. Como cuando la comida llevaba trozos de patatas, él solía guardarlos entre su ropa para “sus compañeros desmejorados”. Menos mal que no había espejos... Pero sobre todo hablaba de su familia. Decía que en Barcelona lo esperaban su mujer y sus hijos, que no importaba cuánto lo humillaran o golpearan, él iba a luchar con todas sus fuerzas porque algún día volvería a reunirse con ellos. Eso… nos daba esperanza a todos. Nos recordaba que teníamos algo más allá de las alambradas por lo que luchar. Y muchacho, hasta en la peor oscuridad, tu abuelo había mantenido encendida una chispa de luz.
Juan paró, respiró hondo, y entonces su tono cambió después de esa pausa y sentí que lo que venía era duro.
—Pero todos teníamos un límite. Y Francisco lo alcanzó demasiado pronto. El trabajo esclavo en la cantera de granito de casi 20 horas diarias, el hambre, las palizas, las enfermedades… Lo fui viendo apagarse poco a poco. Y entonces, un día, los guardias decidieron acabar con él.
—Vinieron al barracón y lo agarraron delante de todos. Yo estaba allí. Lo llevaron hasta la alambrada electrificada en los límites del campo y, sin dudar, lo empujaron contra ella.
—Vi cómo su cuerpo se estremecía, cómo la corriente lo sacudía de arriba abajo. Chispas de electricidad le recorrían la piel, saltando por su ropa. Gritaba, Dios mío, cómo gritaba… hasta que la voz se le quebró y lo único que quedó fue un zumbido insoportable. Después cayó al suelo, inerte, echando humo todavía.
Guardó silencio unos segundos. Yo apenas podía respirar.
—Así acabó tu abuelo, Francisco. No fue un accidente ni una mala decisión. Fue un asesinato brutal, como la mayoría. Pero lo que más me duele es que lo mataron porque no soportaban verlo de pie, con la cabeza alta, incluso en aquel infierno.
—Recuérdalo, no solo por su muerte, sino por lo que nos dio mientras estuvo vivo. En medio del hambre, del miedo, de la desesperación, tu abuelo hablaba de los suyos, de su tierra, de volver a abrazar a quien amaba. Y ese abrazo, muchacho, eso nos mantenía vivos a muchos.
—Y Juan, quiero hacerle otra pregunta… —dudé un instante antes de soltarla—. ¿Sabe usted algo de Ulpiano Sánchez? Era de Cantoria también.
—Sí, claro, en Mauthausen coincidimos cuatro cantorianos. Además de tu abuelo y yo, estaba Ulpiano y Bonifacio, pero este último apenas duró. Al poco de llegar, lo mandaron a Gusen, un subcampo del nuestro. Allí, una noche, gasearon todo su pabellón mientras dormían. De ese pobre hombre no puedo decir más… salvo que, dentro de lo que cabe, se fue rápido y no sufrió mucho.
La voz de Juan se quebró un poco, pero pronto recuperó el pulso.
—Ulpiano, en cambio, resistió como pocos. Perdió la mitad de su peso, quedó en los huesos, pero tenía una fuerza que podía con todo. Sabía pasar desapercibido, hilar fino, cumplir sin destacar. Eso le salvó. Apenas se fijaban en él, salvo que hacía su trabajo a la perfección y eso lo convertía en un “esclavo” valioso, porque éramos eso, esclavos miserables. Y cuando llegó la liberación, volvió a Francia, donde ya vivía antes de la guerra y tenía allí a sus padres y hermanos. Mantuve contacto con él durante un tiempo. Nos escribimos. Pero ya sabes, los años pasan, los domicilios cambian, los teléfonos también… Se perdió la comunicación. Si quieres puedo intentar localizarlo, y si lo consigo, te aviso.
Y así quedamos, no sin antes darle las gracias por tanto que le había ayudado. Cuando colgué, cerré los ojos y así estuve más de una hora asimilando toda esa información y porque no decirlo, lloré como un niño, necesitaba hacerlo...
Por muy emotivos que fueran los testimonios para mi corazón, para una tesis doctoral no era suficiente. Necesitaba documentos, registros oficiales, pruebas que pusieran por escrito aquello que la palabra mantenía vivo. Y eso significaba adentrarme en un terreno aún más difícil: buscar y explorar los archivos de los campos de concentración.
La tarea se presentaba titánica. En primer lugar, por el idioma. Los documentos estaban en alemán, algunos en francés, otros en checo o en polaco, dependiendo de dónde hubieran acabado. En segundo lugar, porque la documentación estaban repartida: una parte permanecía en Austria, bajo custodia de Archivos Nacionales y Memoriales; otra se encontraba dispersa por los países de la Alianza, cada uno con su propio criterio de conservación.
Empecé a trazar un plan de búsqueda. Sabía que tendría que viajar, que me esperaban estanterías interminables con millones de legajos y formularios burocráticos para acceder a ellos. Pero también intuía que, en algún lugar, existía un registro con el nombre de Francisco Sánchez Cazorla, una ficha, una lista de deportación, quizá hasta el acta de su muerte.
Los siguientes pasos que debía de seguir estaban claros, y todos ellos me llevaban inevitablemente a Austria, donde se encontraba Mauthausen.
Pero no podía presentarme allí sin más. Lo primero que hice fue volver a la universidad. Sabía que mi tesis debía apoyarse en una red sólida de referencias académicas, así que pedí audiencia con mi director de doctorado. Recuerdo perfectamente cómo me observó sin decir palabra, con los dedos entrelazados, mientras le exponía lo que había averiguado hasta ese momento. Cuando terminé, se limitó a asentir y dijo:
—Tienes un proyecto arriesgado, pero también necesario. Te haré una carta de recomendación que firmará el rector de esta universidad. Sin ella, difícilmente se te abrirá alguna puerta.
Con la carta en el bolsillo, me dirigí a la Biblioteca Arús, donde me esperaba mi antiguo compañero de facultad, que me ayudó a localizar las instituciones que conservaban la memoria documental de los deportados españoles: el Memorial de Mauthausen en Austria, el Arolsen Archives en Alemania y los fondos de la Cruz Roja Internacional en Ginebra. Cada archivo con sus propios protocolos, con sus horarios imposibles y, sobre todo, con su burocracia interminable.
Como he dicho antes, el obstáculo más evidente era el idioma. Apenas me defendía en francés, y el alemán lo conocía de pasada, lo suficiente para descifrar alguna inscripción, pero no para algo tan serio. Así que pedí ayuda a una colega germanista de la facultad. Me prometió ayudarme en todo lo que pudiera y así lo hizo.
Las noches siguientes las pasé organizando carpetas, redactando solicitudes formales, subrayando direcciones y horarios en una agenda que pronto se convirtió en un amasijo de tachones y flechas.
El avión cruzó media Europa mientras yo no paraba de mirar por la ventanilla. Los paisajes verdes de Austria se extendían como una postal serena, imposible de asociar con el horror que había ocurrido en esas mismas tierras. A medida que nos acercábamos a Linz, la tensión me apretaba el pecho. No iba como un turista; iba en busca de las huellas de mi abuelo, de su final.
En el aeropuerto me esperaba un autobús que subía lentamente la colina hacia el Memorial. Desde lejos ya se divisaban los muros grises, la silueta inconfundible de las torres de vigilancia. El silencio en el vehículo era denso, casi reverencial. Nadie hablaba; cada uno parecía llevar sus propios fantasmas a cuestas.
Cuando crucé el portón de Mauthausen, sentí un escalofrío recorrerme entero. Allí estaba la famosa inscripción: “Arbeit macht frei”. El trabajo os hará libres. Pandilla de hijos de … hipócritas.
Me entregaron un plano pero apenas entendía las instrucciones. Lo abandoné, como me abandoné yo a mis sentidos. Caminar por el castillo de la muerte es como atravesar un silencio que pesa más que cualquier palabra. Sentía que cada piedra del suelo me observaba, que los muros de piedra aún guardaban los ecos de un dolor imposible de imaginar.
¿Como narrar las sensaciones cuando pasé frente a los hornos crematorios, la cámara de gas y las salas de tortura? Un sudor frío constante durante todo el trayecto. Al cruzar la puerta de uno de los barracones no pude evitar pensar que mi abuelo entró por el mismo lugar, quizá con la misma mezcla de miedo y de dignidad. La cantera, con sus interminables 186 escalones “escalera de la muerte”, se abrió ante mis ojos como una cicatriz viva en la montaña; al mirarla, me pareció escuchar los pasos arrastrados, los gritos secos, los cuerpos cayendo con el peso de mas de 30 kilos de granito sobre sus espaldas. Cada rincón me recordó que allí el tiempo no curaba nada: el aire se hacía irrespirable, como si aún llevara dentro el aliento de miles de prisioneros. En cada alambrada oxidada, en cada pasillo vacío, sentía que el horror sigue palpitando, reclamando que no lo olvide.
Llegué a la explanada donde estaba la valla electrificada. La imaginé de noche, iluminada por las chispas que desprendía el cuerpo de mi abuelo cuando fue arrojado contra ella, las convulsiones, sus gritos de dolor que aún parecían vibrar en el aire. Cerré los ojos y tuve que contenerme para no derrumbarme allí mismo.
Al salir del campo, un guía, precisamente hijo de españoles emigrados después de la guerra, me habló de los archivos conservados en Viena: fichas de prisioneros, listados de transporte, documentos oficiales de las SS. Era el siguiente paso. Pero antes de marcharme, dejé una nota en el libro de visitantes del memorial. Escribí:
"En memoria de Francisco Sánchez Cazorla, que murió aquí, pero su recuerdo y el amor a los suyos sobrevivió más allá de estos muros"
Sabía que después de aquella visita yo ya no podría ser el mismo.
Al día siguiente tomé un tren temprano hacia Viena. El Memorial me había impresionado hasta lo más profundo, pero sabía que lo que realmente necesitaba para mi tesis eran pruebas escritas, las fichas con nombres, números y fechas que convertían la barbarie en una maquinaria burocrática.
El Österreichisches Staatsarchiv, el Archivo Nacional de Austria, era un edificio solemne, casi intimidante. Tras pasar el mostrador de acceso y entregar la carta de recomendación de la universidad, me guiaron hasta una sala de estudio donde me esperaba una archivista de gesto amable, aunque distante.
—Está buscando deportados españoles —me dijo, mientras hojeaba los formularios que yo había rellenado hacía dos noches—. Hay listas de transportes, fichas de prisioneros y registros de fallecimientos. No siempre están completos. Y no siempre es fácil localizarlos.
Pero a los pocos minutos la mujer regresó con varias cajas grises, cada una marcada con un código. Me indicó un pupitre de madera donde podría consultarlas.
Al abrir la primera, carpetas repletas de hojas mecanografiadas con columnas interminables de nombres, fechas y números. A un lado, sellos de las SS. A otro, anotaciones en lápiz azul o rojo, como si la vida de un hombre pudiera reducirse a un color.
Pasé horas revisando documentos, con la ayuda de un diccionario y las notas de mi colega germanista. Hasta que de pronto, en una de las listas de transporte fechada en 1941, mi vista se detuvo. Allí estaba:
“Sánchez Cazorla, Francisco. Transportado desde el campo de Angulema a Mauthausen.”
Lo que hasta ahora había sido un relato oral, se empezaba a materializar en tinta y papel. Seguí leyendo: número de prisionero, fecha de ingreso, asignación a trabajos forzados en la cantera. Y luego, en otra ficha: “Fallecido en el campo”. Causa del fallecimiento: “Suicidio”
¿Suicidio? Sentí impotencia. No hablaba de la valla electrificada, ni del empujón de los guardias, ni de las chispas en la noche. Solo “suicidio”. ¿Hasta dónde es capaz de llegar la miseria humana? Asesinato convertido en suicidio...
Me quedé mucho rato mirando esa palabra. Era el colofón de toda una vida resumida en un registro. Y sin embargo, para mí significaba un paso enorme: la confirmación documental de lo que Juan me había relatado.
Seguí buscando, como si una fuerza me empujara a no detenerme. Empezaron a surgir los otros Cantorianos, como mi abuelo, que habían compartido su destino.
Bonifacio García Jiménez, nacido el 10 de septiembre de 1901. Prisionero en el castillo de Hammerstein, en el Stalag II-B. Trasladado a Mauthausen el 27 de septiembre de 1940. Fue asesinado en Gusen el 20 de julio de 1941. Tenía cuarenta años.
Ulpiano Sánchez, nacido el 1 de enero de 1915. Prisionero en Saint-Paul, Lyon, el 29 de junio de 1944. Deportado a Dachau en Alemania el 2 de julio de 1944, y después a Ohrdruf-Buchenwald el 30 de enero de 1945. Allí lo liberaron el 11 de abril de 1945.
Juan García Navarro, nacido el 9 de septiembre de 1907. Prisionero del Stalag XI-A en Altengrabow, Alemania. Deportado a Mauthausen el 26 de abril de 1941. Liberado el 5 de mayo de 1945, en el propio campo o en alguno de sus comandos.
Poco a poco esos nombres volvían a la vida, con sus fechas y sus trayectorias. Guardé mis notas con cuidado, consciente de que mi tesis ya no era solo la historia de mi abuelo Francisco. Era también la de Benito, Ulpiano y Juan. La historia de Cantoria arrojada a los hornos de la guerra, y que yo, de alguna forma, estaba llamado a rescatar.
El viaje de regreso a Barcelona fue un remolino de pensamientos. Llevaba conmigo una gran cantidad de información. Cada dato me había abierto nuevas preguntas, pero también sentía que por fin empezaba a tener entre las manos la materia sólida para mi tesis.
Cuando crucé el umbral de casa, cansado y con la maleta todavía en la mano, mi mujer me recibió con un abrazo y vi que en la mano llevaba un papel doblado.
—Francisco —me dijo, mirándome emocionada sabiendo lo importante que era para mi—. Ha llamado Juan de Francia, compañero de tu abuelo. Me ha dejado este recado que lo he apuntado aquí, en este recibo antiguo de la luz porque no tenía otra cosa a mano.
Me tendió la nota. El pulso me dio un brinco al leer:
“He localizado a Ulpiano. Está vivo y quiere colaborar. Aquí tienes su número de teléfono”
Me quedé un momento en shock asimilando el mensaje, con la hoja entre los dedos. Ulpiano, el tercer cantoriano. Juan lo había localizado y ahora podía escuchar otro testimonio, quizás el último, que podría contarme mas cosas de lo que los papeles apenas esbozaban con unas cuantas líneas frías.
—¿Dónde estaba? —pregunté.
—En la región del Loira. Juan consiguió dar con él después de mover contactos de la comunidad de exiliados. Dice que se alegrará de hablar contigo —respondió mi mujer.
El cansancio del viaje se desvaneció como por arte de magia. Fui directo al escritorio, dejé la maleta a un lado y puse la nota frente a mí.
Ulpiano descolgó el teléfono al momento, como si estuviese esperando mi llamada. Me saludó con mucho afecto y me transmitió su inmensa alegría de conocer a un nieto de su amigo Francisco, como así me dijo. Tomó aire, y empezó a remover de su interior sus recuerdos para poder transmitirlos con calma.
—Llegamos al campo de concentración —empezó con voz grave— cerca de las nueve de la noche. Nos pilló una de esas tormentas de nieve que se clavan en la piel y la atraviesan hasta los huesos. Íbamos amontonados, golpeados, tambaleándonos, pero todavía de pie. Algunos, apenas sombras humanas, nos seguían en un estado aún peor… Nos arrancaron de los vagones a latigazos, a gritos, a patadas. Para ellos no éramos hombres, Francisco… solo animales que había que someter.
—Lo primero que se cruzó ante mis ojos fue una procesión fantasmagórica: presos medio desnudos, con los pies deshechos, arrastrándose con la ayuda de otros, cayendo una y otra vez, sostenidos por la pura desesperación. Detrás, como un cortejo de muerte, avanzaba una carreta cargada de cadáveres. Brazos, piernas y cabezas colgaban inertes por los bordes, mientras otra fila de prisioneros exhaustos empujaba y tiraba de ella bajo la amenaza de los cabos que descargaban sus golpes sin piedad. A medida que entrábamos, nos preguntábamos, ¿qué es esto, señor mío?
Hizo una pausa, como si la escena volviera a proyectarse en su memoria, arrancándole el aliento.
—Después de aquel recibimiento —prosiguió—, nos internaron hacia el campo en el que avanzábamos como podíamos, tropezando, cayendo. Los que se quedaban atrás recibían patadas, culatazos… algunos no volvieron a levantarse nunca más.
—Al llegar la pesadilla no hizo más que empeorar. Nos hicieron formar, temblando y empapados. Uno a uno, nos fueron desnudando allí mismo, bajo la mirada burlona de los guardias. Nos registraron hasta la última costura, nos arrancaron cualquier objeto que lleváramos, incluso recuerdos escondidos con la esperanza de salvarlos. Nos afeitaban la cabeza a cuchilla, nos rapaban todo el cuerpo como si borraran nuestra identidad. Luego vinieron los cubos de agua helada mezclada con químicos que nos lanzaban encima, una “desinfección” que ardía en la piel como fuego. Solo nos dejaron el cinturón y la pasta de dientes. Luego nos entregaron los uniformes de rayas. Cerraron las puertas para pasar la cuarentena que nos aislaba del resto de los presos, pero, burlando la vigilancia, llegábamos hasta las ventanas, que aunque cerradas, podíamos mirar por los agujeros. Al principio tendíamos a rechazar lo que veíamos por su aspecto astroso, por temor a que nos contagiaran alguna enfermedad incurable. Pero cuál no sería nuestra estupefacción cuando los escuchamos hablar en nuestra lengua... Aquellos esqueletos eran nuestros propios camaradas de los campos de concentración de Francia. En ese momento fue cuando sufrimos el segundo golpe: ver a los españoles que llevaban más tiempo allí…
—Conmigo llegó Bonifacio. Él ya venía debilitado; había sido herido en la guerra contra los franquistas y estaba muy mermado físicamente. Apenas resistió las interminables jornadas en la cantera. El trabajo allí era una tortura constante: piedras enormes que había que cargar escaleras arriba, mientras los kapos nos golpeaban si flaqueábamos. Y aun así, Bonifacio nunca perdió la esperanza. Me repetía: “Ya no puede haber nada más duro. Algún día estos asesinos caerán, Ulpiano, alguna fuerza existirá que los detenga...” Pero la mala suerte se cebó con él. Un furúnculo en la pierna lo dejó sin poder trabajar. Y cuando eso ocurría, ya sabíamos lo que significaba: la muerte. A finales de marzo de 1941 lo trasladaron a Gusen. Ese subcampo era todavía peor que Mauthausen, la antesala del final. Allí lo asesinaron en julio de 1941 con una inyección de bencina cuando apenas contaba con cuarenta años.
—Igual que todos los que llegamos allí, yo hice lo que me ordenaban. No por obediencia, sino porque quería sobrevivir, aguantar un día más, llegar vivo al siguiente amanecer. Aunque todos sabíamos que nuestra suerte estaba echada de antemano. Los oficiales de las SS nos lo recordaban a menudo. Señalaban primero la puerta de entrada y luego las chimeneas del crematorio: “Por aquí se entra, y por allí se sale”. A Mauthausen se entraba por la puerta de la fortaleza y se salía por la chimenea del crematorio en forma de cenizas.
Ulpiano repitió la frase dos veces, primero en castellano y luego en alemán. Su voz se quebró como si todavía hoy, más de medio siglo después, ese idioma encendiera en su interior todas las alarmas.
—“Durch dieses Tor kommt man hinein… und durch den Rauch geht man hinaus” Aquellas palabras me persiguieron años, Francisco. Todavía lo hacen.
Un silencio breve, y luego siguió con crudeza:
—Al principio me asignaron a limpiar las heces y los vómitos de los prisioneros que iban directos a las cámaras de gas. No era por higiene, no… —su voz bajó, amarga—. Era para buscar las piezas de oro que algunos se tragaban o escondían con la esperanza de que, en algún momento, aquel metal pudiera servirles para escapar o empezar una nueva vida lejos de ese infierno. Después tenía que llevar toda la mercancía al almacén de requisas. Allí separaba y clasificaba los objetos de los prisioneros que iban a “las duchas”: anillos con anillos, relojes con relojes, dentaduras de oro con dentaduras de oro. Antes de entrar, los guardias les hacían memorizar un número para “recuperar” sus pertenencias. Yo veía sus caras ilusionadas, aferrados a la mentira de que volverían. Pero yo ya sabía que jamás saldrían de allí. Yo vi entrar a padres, a hijos, a madres con sus bebés en brazos...
—En ese almacén vi pasar a hombres importantes, altos cargos nazis que se pasaban para llenarse los bolsillos de oro. Solo mucho tiempo después, cuando unos amigos judíos me mostraron una fotografía, comprendí que uno de ellos era Mengele. El mismo que hacía experimentos médicos con mujeres y niños, el que jugaba a ser dios en aquel infierno.
La voz de Ulpiano bajó de tono, casi un susurro.
—Cuatro años resistí en ese lugar. Sobrevivir significaba no encariñarse con nadie. Mi círculo de amistades era mínimo porque sabía que todos acabarían muertos tarde o temprano, y el dolor de verlos desaparecer se sumaba a lo que ya sufríamos.
Francisco guardó silencio, inmóvil, como si cualquier palabra pudiera romper aquel hilo de memoria.
—La fortuna quiso que llegara vivo hasta el final —siguió Ulpiano—. En abril del 45 vimos los primeros aviones aliados sobrevolando el campo. Decían que estaban fotografiando la zona. Era el principio del fin. En mayo, ya se oían explosiones en el frente cercano al Danubio y los rumores de que Linz había caído en manos de los norteamericanos. Los guardias de las SS comenzaron a desaparecer como ratas. Pero antes tuve que ayudar a cavar el túnel en el que los alemanes querían enterrar vivos a todos los supervivientes, pero gracias a dios los aliados entraron antes y ese 5 de mayo, aquel infierno se abrió. Los americanos liberaron Mauthausen y también Gusen. Apenas hubo oposición.
—Pero mi infierno no terminó allí. Para muchos de nosotros, los que salimos con vida de aquel lugar maldito, la verdadera lucha empezó después. Era casi imposible reconstruirse entre las ruinas del alma, con las cicatrices invisibles que no dejaban de sangrar. Las noches eran interminables, pobladas de fantasmas y gritos que no existían más que en nuestra memoria. Vi a compañeros caer uno tras otro, no ya por balas ni alambradas, sino por el peso insoportable de haber sobrevivido cuando tantos otros no lo lograron. Y no voy a mentirte: yo también estuve al borde.
—Durante años conviví con esa sombra, ese pensamiento martilleante de rendirme, de seguirlos al abismo, porque cargar con la vida se sentía, a veces, más insoportable que cargar con la muerte. Imagina, Francisco: casi cinco años entregando cada aliento, cada músculo, para levantar con tus propias manos los muros de tu prisión. Día tras día, piedra tras piedra, construíamos el infierno que nos devoraba. Y lo peor no eran solo las jornadas sin fin, sino la mirada de los guardianes. Para ellos, la verdadera droga no era el tabaco ni el alcohol, sino el poder absoluto de decidir quién vivía unas horas más y quién caía fulminado en la tierra helada. Se creían dioses, pequeños tiranos de uniforme, jugando con nuestras vidas como si fueran migajas en su mesa.
Sentía como contenía la respiración, era como si cada palabra pesara toneladas, como si arrancara un trozo de sí mismo para ponerlo sobre la mesa.
—De tu abuelo, Francisco… ¿qué puedo decirte? —Ulpiano bajó la voz, como si las palabras le pesaran—. Venía cada tarde de la cantera convertido en un espectro. Ese lugar no era solo una cantera… era una máquina de triturar hombres. Día tras día subían y bajaban bloques de granito que parecían imposibles de mover, con el frío calándoles los huesos, el estómago vacío y los guardias descargando sus palos sobre ellos.
—La subida era criminal, pero el descenso a aquel abismo era un estrépito infernal: miles de chancletas golpeando el suelo duro, un tropel de cuerpos tambaleándose por la famosa escalera de la muerte. Los peldaños, todos irregulares, eran una trampa mortal: las suelas de madera resbalaban en la piedra helada y los presos, al caer, arrastraban a los que iban delante. Montones de hombres se desplomaban en cadena, rompiéndose huesos, dejando un reguero de sangre. Los más desdichados caían por el borde desnudo y se estrellaban cincuenta metros más abajo, hechos añicos.
—Tu abuelo… —Ulpiano hizo una pausa—, después de esa jornada era uno de esos hombres que tenía que empujar ese carro de la muerte con los compañeros muertos. Pero un día llegó sostenido a duras penas por otros reclusos. Su rostro apenas se reconocía, cubierto de heridas y moretones, la sangre seca dibujando cicatrices nuevas cada día. Todos intentaban evitar lo inevitable: que lo metieran en aquel cajón de madera que recorría el último trayecto hacia el crematorio. Un cajón que no transportaba carga, sino cuerpos destrozados, carne que ya no servía para trabajar.
—En otra ocasión lo vi regresar con la nariz chorreando sangre y el rostro tan hinchado que parecía irreconocible, como si su cabeza se hubiera duplicado de tamaño. Apenas podía abrir los ojos. Un soldado le había descargado sobre el cráneo pelado una porra de goma rellena de arena, un golpe seco que lo tumbó en el acto. Y ni siquiera le dieron tiempo a que la hinchazón bajara porque lo volvieron a golpear en el mismo sitio, una y otra vez, como si disfrutaran machacando aquella herida abierta. ¿El motivo? Que no pudo con la mole de piedra que le habían echado a la espalda. Para ellos, no había excusas: solo castigo.
—Otro día vino sin dientes, con la sangre seca en la barbilla. Apenas podía masticar el agua sucia con lentejas llenas de gusanos que nos daban para comer. De unos 80 kilos que llegaría a pesar cuando entró, se quedó en menos de 30. Y, sin embargo, siempre encontraba fuerzas para hablarme de su familia. Me decía: “Tengo que resistir, Ulpiano, porque algún día me reuniré con ellos en Barcelona”. Yo sabía que eso no ocurriría nunca y temblaba de sólo pensar que mas pronto que tarde, lo vería desfilar al crematorio.
Francisco sintió un nudo en la garganta.
—Pero un día —prosiguió Ulpiano—… no regresó. Yo supe entonces que algo había pasado. Fue Juan García quien me contó lo ocurrido. Tu abuelo se encaró con los guardias. Había arrancado de su chaqueta el triángulo azul con esa “S” que nos marcaba como Spanier y lo había tirado al suelo. No soportaba más aquella humillación. Y claro… eso no se perdonaba.
—Lo arrastraron entre insultos y carcajadas, golpeándolo como si fuera un saco, hasta la valla electrificada. Tu abuelo forcejeaba, se resistía con la poca fuerza que le quedaba, pero los guardias lo sujetaban con saña, disfrutando del espectáculo. El primer empujón lo lanzó contra los alambres, y aún tuvo el coraje de apartarse, de arrancarse del metal que lo devoraba. Pero el segundo fue brutal. Esta vez quedó pegado, atrapado por la corriente. Su cuerpo comenzó a convulsionar, envuelto en chispas, sus gritos desgarraban el aire mientras la electricidad lo recorría de pies a cabeza. Hasta que, de pronto, todo cesó. Cayó al suelo ya inerte, la piel ennegrecida, todavía humeante. Así terminó su vida, en medio de aquel infierno. Y Francisco, te digo una cosa, y perdona mis palabras, pero lo mejor que le pudo pasar a tu abuelo fue que lo quitaran de en medio. Porque dejó de sufrir. Cerré los ojos y apreté los puños con fuerza. De inmediato, mi mente comenzó a dibujar la escena con tal claridad que sentí que ya no estaba en mi presente, sino allí, a su lado, respirando el mismo aire, compartiendo su destino.
—Y que conste, que murió de pie—añadió Ulpiano con voz firme—. No se doblegó, nunca lo hizo. Y en un sitio como aquel, créeme, eso también era una forma de victoria.
Pasaron meses de trabajo incansable hasta ir formando un cuerpo sólido: mi tesis doctoral. Era mas que un requisito académico, era un compromiso íntimo con la memoria de mi abuelo Francisco y con todos aquellos cantorianos que dejaron su vida en los campos de exterminio.
El día que recibí las copias encuadernadas comprendí que era mucho más que un trabajo de investigación: era una tumba de papel para quien nunca tuvo sepultura, una voz escrita para quienes fueron silenciados a golpes y humo. El horror llevado más allá de la locura, hasta lo inimaginable, hasta convertirlo en un fin en sí mismo y no sólo en un medio para dominar la voluntad humana.
Encargué dos ejemplares adicionales. No los quería para mí, sino para ellos: para mi padre y para mi tío. En cada página estaba la respuesta a las preguntas que habían atormentado a la familia durante treinta interminables años.
Y como olvidar la cara de mi padre cuando, con las manos temblorosas, acarició la tapa encuadernada. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no quiso ocultar. Era la primera vez que lo veía llorar abiertamente por su padre. Mi tío, simplemente apoyó la mano sobre el libro, como si tocando aquellas páginas pudiera volver a sentir el aliento de Francisco.
—Ahora sí podemos llorarlo —dijeron con un hilo de voz—.
Yo no dije nada. No hacía falta.
Este relato se nutre de hechos reales, reconstruidos a partir de los testimonios de los últimos supervivientes de los campos de concentración de Mauthausen y Gusen. Entre esas voces resuena con fuerza la de la familia de Diego Sánchez Cubillas, cuyos recuerdos, recogidos por sus hijos y publicados en la Revista Piedra Yllora nº2, dieron vida e inspiración al personaje del abuelo Francisco.
De los sobrevivientes Juan y Ulpiano, solo sabemos que después de la liberación se quedaron en Francia a vivir.
Gracias también a las investigaciones de Ana Guerrero Marín y Miguel Ángel Alonso Mellado sobre los almanzoríes en los campos que han sido una fuente documental de incalculable valor.
Que estas páginas sirvan como un pequeño acto de justicia y memoria, una forma de devolver la voz a los miles de españoles que sufrieron el horror en aquellos campos, y muy especialmente a los dos cantorianos que perdieron allí la vida, devorados por la maquinaria de muerte del Gobierno alemán durante la Segunda Guerra Mundial, con la mirada cómplice y el silencio vergonzoso del régimen franquista, que abandonó a su suerte a los republicanos que buscaron refugio en Francia.