Me llamo José Gea Martos, pastor de cabras y hombre sencillo de estos montes que rodean Cantoria. He visto amaneceres de fuego sobre las ramblas y he sentido el frío de la escarcha en mis huesos, pero nada me marcó tanto como aquel 26 de septiembre de 1916, cuando la tierra del Moral bebió la sangre de un vecino.
Dicen que lo que voy a contar podría haber brotado de la pluma del gran Federico García Lorca,
de esas que visten la tragedia con palabras encendidas y le ponen música al llanto para convertir el dolor en arte. Pero no, esto no es teatro, ni hay versos bien rimados, ni telón que se cierre;
lo que os traigo es la vida misma, desnuda y temblando bajo el sol de un paraje perdido entre los montes de Cantoria que tiene como fondo una fuente que nunca se seca.
Esto fue verdad.
Y yo, José Gea vecino de los protagonistas, lo vi con mis propios ojos.
Aún recuerdo aquel 26 de septiembre de 1916. El aire olía a romero y a tomillo, y las chicharras cantaban como si presintieran la desgracia.
El valle del Moral amanecía tranquilo, ignorante de que en unas horas la muerte iba a recorrerlo con paso de hombre.
Conocía bien a las dos familias.
A los Sánchez del cortijo del Moral, gente trabajadora pero de genio fuerte, y a los Galera, del barranco de Capanas, con el Bodega al frente, viejo recio y de pocas palabras. Entre ellos había una vieja espina clavada, un pleito antiguo por tierras, lindes y rencores que se fueron envenenando con los años.
Y en medio de aquel veneno, brotó una flor ajena a todo.
Diego Sánchez Gavilán y Manuela Picazos Galera se amaron como sólo se aman los jóvenes que no conocen el miedo.
Era un amor de los que arden sin quemar, de los que no piden permiso ni entienden de razones.
Un amor nacido en la mirada y alimentado por la ausencia, que crecía a escondidas entre los surcos y las jaras, sin más ley que la de su propio latido.
Pero el padre de Diego, don Diego Sánchez Jiménez, no podía consentirlo. Decía que era una locura, una vergüenza, una afrenta. Era un simple capricho juvenil que había que arrancar de raíz. Y qué mejor que poner tierra de por medio. Nada más y nada menos que a Buenos Aires. Le compró al hijo un pasaje para Buenos Aires, para que cruzara el mar, viese mundo y su corazón se abriese a nuevas aventuras.
—Allí olvidarás a esa muchacha —le dijo—, y volverás hecho un hombre.
El hijo aceptó… pero no obedeció. Porque cuando el amor manda, ni la sangre ni los océanos sirven de muro. Y la noche antes de embarcar, fue a buscarla. Manuela bajó del cortijo con el alma en los ojos y lo siguió sin mirar atrás.
Estuvieron desaparecidos varios días, y el abuelo, Antonio el Bodega, creyendo que su nieta había sido raptada, fue al cuartel de la Guardia Civil a poner denuncia.
Poco después, los guardias los detuvieron en el puerto de embarque del puerto de Almería, justo cuando subían al barco. Dicen que en el cuartel, al oírlos hablar, los guardias quedaron callados. No había rapto ni engaño, sólo amor sincero y deseo de vivir libres de dos personas mayores de edad. No tuvieron más remedio que dejarlos marchar, con la promesa de que pronto se casarían y calmarían los ánimos de ambas casas.
Desde aquel día, nadie pudo separar lo que el corazón ya había unido.
y eso bastaba para que el pueblo los diera por casados ante Dios, aunque no hubiera misa ni padrinos.
Se instalaron de medieros en un cortijo de Capanas, intentando sembrar trigo y sosiego, pero el pasado, como la sombra de las montañas, siempre los alcanzaba al caer la tarde.
Y los ánimos se fueron encendiendo más y más. Para Diego padre fue una humillación que no le perdonó a los novios, ni el Bodega olvidó que lo señalaran en público. La convivencia por esos parajes se volvió insoportable.
Cada vez que se cruzaban, ya fueran en el monte, en las veredas, en el pueblo o en alguna feria, las palabras se volvían cuchillos. Y el rencor, como el agua de las ramblas, seguía corriendo bajo tierra, buscando su salida.
Pasaron un par de años hasta que aquel 26 de septiembre, la tierra del Moral fue escenario del final.
Yo lo vi.
Vi cómo se acercaban los dos hombres, cada uno con su orgullo por delante.
Vi cómo el aire se volvió denso y las palabras se quebraban en insultos.
Vi cómo Diego padre sacaba la pistola y disparaba dos veces, fallando las dos.
Y vi cómo Antonio, en defensa o en furia, respondió con un solo disparo.
El cuerpo del vecino cayó de rodillas sobre la tierra reseca con la mirada fija en su asesino.
El valle entero enmudeció.
Las cabras huyeron despavoridas.
La fuente siguió manando.
Y el silencio se hizo tan grande que parecía eterno.
A los pocos días, la Guardia Civil detuvo al Bodega que estaba escondido en el cortijo de unos familiares en el Faz. Y fueron los propios Diego hijo y Manuela quienes, entre lágrimas, contaron la historia completa ante los guardias:
el amor prohibido, el pasaje a Argentina, la fuga, la denuncia, el perdón aparente… y la lenta cocción del odio que acabó explotando en plomo.
Dicen que el viejo Antonio escuchó sus palabras desde la celda, sin alzar la vista.
Que no lloró, pero que su mirada se volvió de piedra, como si por fin entendiera que había matado más que a un hombre:
había matado la última oportunidad de paz.
Yo, que lo vi todo, aún lo recuerdo como si fuera hoy.
Y cuando paso por el Moral y oigo el murmullo de la fuente, juro que escucho voces en el agua:
las de Diego y Manuela, jurándose amor eterno entre los ecos del monte,
y el disparo seco que partió la historia en dos.
Esto no lo escribió Lorca.
Esto lo escribió la vida.
En el Moral de Cantoria,
donde la fuente no calla,
un amor nació en secreto
bajo sombra de las jaras.
Diego quiso a Manuela,
Manuela al Diego miraba,
pero el mundo quiso negarles
la dicha que se buscaban.
Le compró pasaje el padre,
rumbo a tierras argentinas,
“olvida, hijo, esa locura,
que no es moza para tu vida”
Pero el mozo no hizo caso,
y una noche, sin campanas,
se llevó consigo al alma
que su pecho reclamaba.
Los bajaron del navío,
los guardias de Huércal-Overa,
y al oír su amor sincero
les dieron libre la senda.
Pero el odio de los viejos
siguió ardiendo, sin tregua,
hasta que el plomo y la sangre
sellaron la vieja afrenta.
Y dicen que en el Moral,
cuando la luna se allega,
se escuchan dos voces claras
bebiendo en la misma fuente:
—“Nos quisimos sin permiso,
y nos mató la tragedia"