El tren se detuvo con un quejido metálico en la estación de Cantoria. Bajé despacio, pendiente de mis hijos que llevaba cogidos de la mano y cargando al pequeño en brazos. El aire seco de septiembre me quemaba la garganta y me recordó, de golpe, el olor áspero de mi niñez. Había pasado tanto tiempo, y a la vez todo seguía en el mismo sitio: la torre del reloj, los muros de cal, la campana que sonaba desde la iglesia con un timbre apagado.
No caminé, sino que casi huía hacia la casa de mis padres. Los niños apenas podían seguirme el paso. Al llegar, golpeé con fuerza la puerta de madera. Mi madre abrió, con las manos aún húmedas de la pila, y se nos quedó mirando con incredulidad, como si no supiera si aquello era un sueño o un espejismo; no es para menos, porque cuando se encontró de frente a nosotros lo que vio fueron a su hija con la cara desencajada por el dolor, la ropa polvorienta del viaje y los críos medio dormidos, sucios y hambrientos.
Apenas pudo articular palabra antes de llevarse las manos a la boca.
—¡Hija mía! ¿Pero qué ha pasado? ¿Qué hacéis aquí? ¿Y Carmelo… dónde está Carmelo? ¡Por el amor de Dios, dime algo!
No pude responder de inmediato; me faltaba el aire y las lágrimas me nublaban la vista. Fue entonces cuando padre apareció desde la cuadra; estaba preparando a la burra con sus aparejos, dispuesto a marcharse al campo. Al verme en la entrada con los niños, se quedó inmóvil, como si de repente el tiempo se hubiese detenido.
—¡Consuelo! —dijo con la voz ronca—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Dónde está tu marido?
Me derrumbé en una silla y mi padre entendió que algo muy grave había tenido que pasar; por eso llamó a sus nietos para que lo ayudaran en el corral, a dar de comer a las gallinas y los conejos. Cuando se fueron, empecé a contarle todo, porque necesitaba que lo supiera, porque ya no podía cargar sola con aquel peso.
Madre, Carmelo y yo nos fuimos a Benifallet buscando pan y el futuro de nuestros hijos y ha sido nuestra ruina. Como sabes, allí, en la ribera del Ebro, hacía falta gente para las ricas huertas y con el jornal podíamos vivir. Sabéis que a nosotros nunca nos ha interesado la política, ni la de unos ni la de los otros; lo único que queríamos era trabajar en paz. Pero la guerra nos alcanzó aunque no la buscáramos.
Fue hace dos domingos y, como Carmelo no trabajaba, me acompañó al lavadero para ayudarme con los cestos de ropa y cuidar de los pequeños mientras yo restregaba. Se encendió un cigarro y, de pronto, escuchamos voces, motores de coches y camiones bajando por el camino. Yo le pedí que no se acercara, que no se fiara, que el ambiente estaba muy tenso. Pero él me dijo, con esa calma suya:
—¿Qué me va a pasar, mujer, si yo no estoy metido en nada y aquí casi nadie me conoce?
Se fue y, a los pocos minutos, escuché gritos, portazos, amenazas. Se me heló la sangre. Dejé a los niños con una vecina que también estaba lavando y eché a correr.
Vi cómo un camión se alejaba y, en la parte de atrás, entre hombres armados, estaba Carmelo. Me lancé hacia los milicianos que aún quedaban; les rogué que se habían equivocado, que mi marido no había hecho nada, que pararan, que por Dios pararan, que era un error. Les supliqué de rodillas. Pero uno de ellos, con mirada fría, me dijo:
—Ya nada puedes hacer por tu marido. Lo llevamos a la cárcel y en pocos días lo fusilaremos.
Madre… ¿podéis imaginar lo que sentí? Yo grité, lloré, supliqué. Las lavanderas dejaron la faena para ver qué ocurría; y las demás mujeres que estaban lavando sujetaban a los niños, tapándoles los oídos para que no escucharan aquellas palabras terribles.
Volví corriendo al lavadero, recogí a los críos y en una maleta metí lo más preciso: algo de ropa, un pedazo de pan, embutido… y la foto de nuestra boda. Esa foto fue lo más valioso que cargué conmigo; era la única que tenía de él en Tarragona, porque con ella en la mano, en cada cárcel, yo podría preguntar por Carmelo para ver si lo conocían, si estaba allí encerrado.
Desde entonces empezó mi carrera contra el tiempo. Fuimos a pie por tramos, dormimos en pajares, casas de payeses, en graneros e incluso en un convento, allí en Tortosa, donde las monjas me llenaron el cesto con cosas de su despensa. A veces conseguía un billete de tren hasta el siguiente lugar donde había un presidio; otras veces, con los niños dormidos en brazos, avanzaba a pie por carreteras y cuando escuchábamos el ruido de algún camión nos escondíamos entre la maleza por miedo. En cada cárcel que encontraba pedía hablar con alguien, imploraba que me dejaran ver si Carmelo estaba dentro. Siempre recibía la misma respuesta: una negativa seca, una mirada esquiva o simplemente silencio.
—Por favor, miren… este es mi marido. Se llama Carmelo. Lo confundieron en Tarragona. Por favor, díganme si está aquí; les suplico que me dejen verlo.
Y siempre la misma respuesta: “Aquí no está”. Hasta Alicante, todo fueron negativas, malas palabras y puertas que se cerraban en nuestras propias narices.
Cuando pasamos por Valencia, la ciudad estaba siendo atacada por una ofensiva de los nacionales que querían tomarla. Al llegar a la estación, empezaron a sonar las sirenas y los aviones punteaban el cielo; nos llevaron a unos refugios cerca de la zona ferroviaria, hacinados con otras familias, con el ruido de las bombas como un latido en el pecho. Recuerdo el olor a humo, la gente rezando en voz baja, las manos que se buscaban en la oscuridad; los niños temblaban y los mayores canturreaban para acallarlos. El estruendo duró horas; hubo momentos en que todo vibraba y pensé que el mundo se desmontaba. Luego, poco a poco, las bombas aflojaron, los motores se alejaron y se hizo un silencio tan grande que hasta las respiraciones sonaban. Cuando por fin todo paró, salimos de los refugios y pudimos continuar el viaje.
Cuando llegué a Alicante ya no quedaban fuerzas. Me aferraba a los niños, pero por dentro comprendía lo que no quería aceptar: que no lo veríamos más, que seguro lo habían confundido con otro. Aun así, tomé un tren a Murcia y de allí hasta Cantoria. Los vagones iban llenos de mujeres, viejos y otras criaturicas que huían, todos buscando. Apenas llevábamos comida, pero lo poco que había se compartía. Una madre que no conocía me dio un trozo de pan para mis hijos y yo le di un poco de queso seco que llevaba envuelto en un pañuelo. Así sobrevivíamos, ayudándonos unos a otros como hermanos de desgracia. Lo único que deseaba era llegar aquí, a mi pueblo, veros y llorar con vosotros, porque sabía que ya no tenía más camino.
Necesito reunir fuerzas porque aún me queda lo más duro: contárselo a mis suegros. No sé cómo hacerlo; no encuentro las palabras para decirles que nunca más volverán a ver a su hijo… ¿cómo se dice algo así, madre?
Y aquí estoy ahora. He perdido a mi marido; los niños han perdido a su padre. Pero he vuelto con lo único que la guerra no ha podido arrebatarme: la vida de mis hijos y la esperanza de que, bajo este techo, aunque el mundo se derrumbe, podamos seguir adelante.
Y aquella noche, bajo el techo de tejas que había resistido tantas tormentas, dormí al fin sin miedo, sabiendo que el camino había terminado.