El misterio del desván de Laroles
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
En Cantoria, dentro de la generación del 76 hay un grupo que crecieron juntos como quien crece al compás de las campanas de la iglesia. Entre juegos, estudios, se fue formando una hermandad que con los años se ganó un nombre propio: La Peña de los Vinagres.
El nombre salió de esas ocurrencias espontáneas que no se planean: uno de aquellos días en que, entre bromas, alguien calificó de “vinagre” a otro porque en unas fiestas bebió un poco mas de la cuenta, el apodo acabó pegado… pero al grupo entero. Desde entonces, lejos de molestarse, lo llevaron como bandera y hasta serigrafiado en unas camisetas.
Los años pasan, el instituto, la universidad... caminos que se van bifurcando pero siempre buscando el sitio y el lugar de reunión como este viaje, que no se olvida ni con el pasar de los años quedando tatuados en la memoria. Y fue en aquel puente festivo de los Santos en Laroles, cuando todos rondaban la veintena aproximadamente.
La aventura arrancó con una llamada de Ricardo, que anunció con entusiasmo la noticia: la casa de sus abuelos en la Alpujarra, recién heredada por su madre, estaba libre.
—¡Que este puente nos vamos todos a Laroles! —y cualquiera le hacía la contraria.
El SEAT Ibiza de Andrés se convirtió en nave nodriza de la expedición de los que íbamos desde Cantoria. El motor rugía como si se quejara de cada cuesta, pero resistía con la misma terquedad que su dueño. En el maletero viajaba media despensa en formato táper: albóndigas, fritada, tortilla de patatas, embutidos, pan de pueblo… un arsenal suficiente para sobrevivir a una guerra. Desde Mojácar irían el resto con el Honda Civit de Ricardo.
Al llegar a Laroles, la primera sorpresa: la casa estaba cerrada y las llaves no estaban escondidas detrás de la maceta de la ventana como de costumbre. El tío de Ricardo, encargado de tenerlo todo listo se había despistado y estaba entretenido en los bancales, convencido de que su sobrino y amigos todavía tardarían un buen rato en aparecer...
Mientras tanto, hicieron lo que mejor sabían: improvisar. Descargaron la nevera de playa y, sin más ceremonia, montaron un banquete callejero con la magra con tomate como plato estrella. Entre bromas y chistes, alguien comentó que era mejor que cualquier recepción en el Parador de Mojácar.
En esas andaban cuando apareció, por fin, el buen hombre con las llaves en la mano y gesto de disculpa.
—¡Ay, muchachos, os esperaba después! —dijo, riéndose del malentendido y abrazando a su sobrino.
Con el estómago lleno y ansiosos por entrar en la vivienda, comenzaron a recorrer la casa: paredes blancas, vigas de madera, olor a tiempo detenido. Tocaba asignar habitaciones, con las típicas discusiones de quién dormía con quién y quién se llevaba la habitación más cercana al baño.
Cuando todo estuvo más o menos repartido, Ricardo, orgulloso, los guio por las calles de Laroles. En esos rincones de cal y piedra, fue contando historias de su niñez: veranos con los abuelos, juegos en las eras, voces de vecinos que parecían salir de otro tiempo.
Ese paseo fue el verdadero inicio del viaje pisando un pueblo que pronto les revelaría un secreto escondido entre versos antiguos.
Aquella primera noche en Laroles fue un regalo. No importaba que la casa crujiera en cada esquina ni que el frío de la sierra se colara por las rendijas: lo esencial era que todos, o casi todos los Vinagres estaban juntos.
Encendieron fuego en la chimenea, improvisaron la cena con lo que había a mano, y pronto la mesa se convirtió en un festival de cartas, bromas y carcajadas. Ginés, como siempre, ponía música en el radiocasete que habían traído de Cantoria; Jesús intentaba imponer “orden” en las partidas de cartas como si estuviera en un interrogatorio, y Mata llevaba la cuenta de los puntos con una seriedad casi científica.
El reloj se perdió entre brindis y anécdotas, y cuando la madrugada empezó a pesar en los párpados, cada cual buscó su rincón para dormir.
A Carrillo y Antonio Domingo les tocó la guardilla: un espacio bajo, de techo inclinado, donde el polvo se mezclaba con el olor a madera vieja. En el suelo había unos colchones desiguales que parecían haber vivido mejores tiempos.
—Pues aquí dormimos nosotros, colega —dijo Carrillo, siempre entusiasta aunque el sitio pareciera sacado de una novela de miedo.
Antes de tumbarse, los dos repararon en un rincón: un baúl desvencijado, con la tapa torcida y la madera carcomida. Como si algo los llamara, se acercaron. Carrillo, fiel a su fama de registrador oficial de la peña, no pudo resistirse.
Al abrirlo, salió un olor a humedad y pasado. Dentro había un revoltijo de objetos:
Una caja de zapatos con puros resecos, probablemente guardados de alguna boda.
Un par de paquetes de tabaco de liar de la antigua compañía arrendataria de tabacos.
Postales amarillentas con paisajes de Barcelona o Granada.
Un sobre que tenía escrito a lápiz Negrines y que cuando abrimos, estaba lleno de billetes republicanos.
Y, al fondo, envuelto en una vieja tela de lino atado con hilo de guita, algo con forma de libro grande.
Lo sacaron con cuidado, desataron el nudo del cordel y cuando quitaron la tela apareció una caja de madera y en su interior, un pliego de papeles doblados, con inscripciones y dibujos.
—¡Un mapa! —exclamó Antonio Domingo, con los ojos brillantes.
Pero no era solo un mapa. Había también versos escritos, formando un romance antiguo.
La emoción fue tal que salieron corriendo por la casa, despertando al resto. Uno a uno fueron apareciendo, despeinados y con cara de sueño, arrastrando mantas por el suelo.
—¿Qué pasa ahora? —protestó Andrés.
—Que aquí hay historia —respondió Carrillo, agitando los papeles como si fueran un tesoro.
Cuando ya todos estuvieron presentes, se arremolinaron alrededor de la mesa, iluminados por la última brasa del fuego. Entre bostezos y ojos abiertos de par en par, comprobaron que no estaban ante un simple hallazgo: era un mapa de un barranco cercano y un romance lleno de pistas.
La aventura acababa de comenzar.
El mapa y el pliego quedaron extendidos sobre la mesa, junto a los vasos aún con restos de vino y las cartas de la partida interrumpida. La tinta del papel, algo desvaída, parecía hecha para ser leída en secreto, a media voz.
—A ver, que lea Mata, que es el que mejor entona y el que más cabeza tiene para entender estas cosas —dijo Ricardo.
Mata se aclaró la garganta, como si fuese a dar clase, y comenzó a leer en voz solemne:
En un barranco escondido,
claro manantial de paz
cuyas aguas el morisco
bebía para sanar.
Un castaño verás en la ladera
más alto que el Mulhacen
quien halle el árbol gigante
la senda sabrá encontrar.
Recio es como treinta bueyes,
cogidos todos de un ronzal;
en sus ramas caben aves,
jilgueros y alondras mil más.
A su sombra se levantan
ruinas de viejas labores,
molinos que dieron pan
y fragua a antiguos hombres.
De allí parte una vereda
que a las industrias conduce;
siguiendo el agua en la acequia,
hallarás la entrada oculta.
Dicen que allí está la cueva,
la que Infierno fue llamada,
donde se escuchan lamentos
cuando arrecia la borrasca.
Un pastor buscó refugio
al llegar tormenta brava;
vio salir de aquellas piedras
un hombre con sotana larga.
Parecía cura o santo,
mas su rostro era extraño,
y al pastor dijo: “No temas,
pide un deseo, muchacho”.
“Solo quiero —respondió—
un cuenco donde beber,
del agua que en las pedrizas
guarda el cielo al llover”.
Y aquel hombre silencioso
le entregó un cáliz dorado;
dicen que en Olías estuvo,
en un sótano resguardado.
Mas del cáliz se perdieron
las huellas y la memoria,
como se pierden los ecos
en las montañas sin hora.
En el fuerte de Juviles,
en Júbar y en Laroles,
se susurra que hay tesoros
sepultados bajo el tiempo.
Y cuando cae la noche
y calla el campanario,
las gentes aún repiten:
“Algo duerme, bien guardado”.
El silencio llenó la estancia cuando Mata terminó de leer. Solo el chisporroteo de la chimenea se atrevía a interrumpir el misterio de aquellas palabras.
—Esto huele a tesoro —dijo Carrillo, con los ojos encendidos.
—O a camelo de algún loco —replicó Andrés, siempre práctico.
—¡Camelo no! —saltó Ricardo, incorporándose—. Esto son pistas, yo lo sé. Mi abuelo contaba historias de reyes árabes y tesoros escondidos por estas sierras.
—Bah… yo lo que sé es que mañana vamos a andar más que las cabras —murmuró Ginés, que mientras hablaba ya buscaba una cinta de casete de los Cranberries para poner música acorde al momento.
—Si seguimos la lógica —intervino Mata—, primero habría que identificar ese castaño. Alto como una montaña, cerca de ruinas de industrias…
—Antes de llegar, pasamos por una curva y me llamó la atención un letrero publicitando un alojamiento rural que se llamaba algo así como “Alojamientos Barranco de la Salud” —comentó José Juan, que en ese momento se despertó del todo.
—Sí, pero lo de la cueva del Infierno da yuyu —dijo Ricardo, rascándose la cabeza — mi abuelo contaba muchas leyendas de ese lugar y ninguna con final feliz.
Toche, que hasta entonces había guardado silencio, levantó la mirada despacio:
—Si el romance lo han guardado tanto tiempo, es porque algo hay. No escribes esto para dejarlo olvidado en un baúl.
Aquella frase, tan simple, quedó flotando como una verdad indiscutible.
Los Vinagres se miraron unos a otros. La emoción estaba servida: tenían un mapa, un romance y un misterio que parecía hecho a medida para ellos.
—Mañana —dijo Carrillo, con la sonrisa de quien se prepara para la aventura—, ¡mañana vamos a ese barranco!
Y todos, entre risas y un cosquilleo de nervios, asintieron. La madrugada estaba ya avanzada, pero el sueño había huido: un tesoro los esperaba.
La mañana amaneció fresca y clara, con el aire puro de la Alpujarra colándose por las rendijas de la casa. El silencio del pueblo apenas se rompía con el canto de algún gallo y el tintineo lejano de las cabras en los bancales. Dentro de la casa, la peña se desperezaba poco a poco, con la resaca no tanto del caldico pollo, como de las emociones de la noche anterior.
Ricardo fue el primero en levantarse. Aún en pijama, bajó a la cocina, preparó café en una cafetera italiana y, mientras el aroma inundaba la estancia, marcó el número de su madre.
—¿Mamá? —dijo en voz baja, como si temiera despertar a alguien del otro lado del hilo.
—¿Ricardo? ¿Qué pasa, hijo? ¿Porqué me llamas tan temprano? —respondió ella con tono medio dormido.
—No, madre… bueno, sí… pero no como piensas. Anoche, en la guardilla, encontramos un baúl. Uno viejo, lleno de trastos. Y dentro había un pliego, un romance y un mapa. ¿Sabías algo de eso?
Hubo un silencio al otro lado. Luego, la voz de su madre sonó más firme, con un matiz de respeto casi solemne:
—Ese baúl era de mi padre, tu abuelo Juan. Allí guardaba sus cosas y siempre nos decía que no lo tocáramos, que aquel rincón era sagrado para él. Cuando murió, nadie se atrevió a hurgar, sobre todo porque ya ni nos acordábamos de su existencia y apenas subíamos allí arriba. Quedó olvidado en la guardilla… como si su sombra aún lo vigilara.
Ricardo tragó saliva. Aquellas palabras daban un peso distinto al hallazgo.
—Pues anoche lo abrimos, madre. Y… encontramos esto. No sabemos qué pensar.
—Si estaba allí —respondió ella—, quizá sea porque os tocaba encontrarlo. Mi padre siempre decía que cada cosa tiene su tiempo. Y el se guardó muy mucho de que no se conociera una parte de su vida para no hacernos daño, de la época de la guerra y eso. Y aunque le decíamos que ese tiempo ya había pasado hacía siglos, solo se atrevía a decir que esa historia no estaba olvidada, sino dormida y que en cualquier momento podía despertar.
Ricardo guardó silencio. En su interior, la mezcla de respeto y emoción crecía, pero no quiso añadir más. Colgó y, al volver al salón, todos lo miraban expectantes.
—¿Qué ha dicho tu madre? —preguntó Jesús, ansioso.
—Que era de mi abuelo… y que para él ese baúl era sagrado. Pero también ha dicho algo importante: que las cosas aparecen cuando tienen que aparecer.
Un murmullo se deslizó por la mesa. Bernardo se frotaba las manos con ganas, Mata asentía como si ya lo tuviera decidido, Ginés encendía un cigarro para ir digiriendo la caminata que le esperaba, José Juan sonreía pensando que quizá aún habría castañas en la sierra —y solo por eso ya valía la excursión—, mientras Toché, hundido en el sillón, no apartaba la vista del mapa, convencido de que el camino estaba ya dibujado ante sus ojos.
—Pues no hay más que hablar, y venga, a montarse en el coche que nos vamos echando leches para ese barranco— dijo Andrés.
El SEAT Ibiza gris, con más años que caballos, rugió cuesta arriba hasta llegar al cruce donde el barranco de la Salud se abría paso bajo la carretera. Allí, junto a ese complejo rural de estilo alpujarreño, encontraron un buen anchurón donde aparcar. El sol ya asomaba por detrás de las cumbres, iluminando el aire frío de la mañana.
Bajaron del coche cargados con mochilas, agua, bocadillos y la ilusión de unos críos en busca de un misterio. El romance doblado y el mapa viajaban en el bolsillo de Carrillo, que no soltaba aquel hallazgo por nada del mundo.
—Bueno, Vinagres —dijo Ricardo, señalando la senda que se internaba barranco arriba—, allí nos espera el castaño.
Guiados por el murmullo del barranco, se lanzaron al sendero que serpenteaba entre zarzas y alamedas, mientras el agua se dejaba oír en cascadas escondidas. Con cada paso sentían que desenterraban una memoria dormida, como si aquel lugar aguardara precisamente su llegada.
El camino, cada vez más angosto, los llevaba cuesta arriba entre paredes de roca. En lo alto, el sol encendía las cumbres, pero abajo el cauce seguía fresco y sombrío, con el agua clara deslizándose sobre piedras cubiertas de musgo. El aire traía un perfume silvestre de tomillo y tierra recién mojada.
Andrés, que iba delante, se giró y dijo:
—Esto parece el comienzo de Indiana Jones. Solo que en vez de látigo llevamos bocatas de tortilla. Con lo bien que estaríamos ahora tomando una cerveza y jugando un futbolín en la cafetería de la plaza del pueblo.
—No seas agorero y camina que luego te alegrarás— dijo Bernardo empujándolo por la cuesta.
Todos rieron dándole la razón.
Ginés, como siempre, iba silbando melodías que parecían la banda sonora del momento; Carrillo no soltaba el mapa, revisándolo cada dos pasos; Mata señalaba bifurcaciones y comentaba en voz alta cuál sería el camino más lógico; Jesús avanzaba con aire serio, casi como si estuviera patrullando; y Toché observaba todo, como si cada piedra y cada sombra escondieran una clave.
Tras una curva del barranco, el grupo se detuvo de golpe. Allí, imponente, se alzaba el castaño.
Era un gigante vegetal, con un tronco retorcido y ancho como una casa, y ramas que parecían brazos extendidos hacia el cielo. La corteza estaba agrietada, testigo de siglos de vida, y en la sombra que proyectaba cabría una romería entera.
—Madre mía… —susurró Ricardo—. Nunca había visto un árbol tan grande.
—Pues ahí lo tienes —respondió Carrillo, agitando el romance—. “Alto como la sierra, recio como treinta bueyes”… ¡es éste, no hay duda!
Se acercaron con respeto, casi en silencio. La mole del árbol imponía, como si fuera un guardián que llevaba siglos custodiando secretos. En su base había huecos oscuros donde el tiempo había comido madera, y raíces gruesas que se hundían en la tierra como serpientes petrificadas.
—Y ahora… ¿qué? —preguntó Andrés.
Carrillo desenrolló el papel y leyó en voz alta:
—“De su sombra parten sendas, hacia ruinas olvidadas, y siguiendo el agua arriba, hallaréis la puerta extraña.”
Todos miraron alrededor. Desde el castaño salían dos senderos: uno hacia la izquierda, cubierto de zarzas, y otro que seguía el curso de la acequia, trepando hacia lo alto del barranco.
—El romance lo dice claro: acequia arriba —dijo Mata, ajustándose las gafas—. Si queremos encontrar las ruinas de las industrias, debemos seguir el agua.
—¿Y qué industrias van a ser esas? —preguntó José Juan, frunciendo el ceño—.
—Molinos, almazaras, ferrerías… aquí antes trabajaba todo el mundo con el agua —contestó Ricardo—. Eso contaba mi abuelo.
De repente, Ginés dejó de silbar y señaló hacia la ladera.
—Mirad… allí.
Entre los arbustos, medio cubiertos de hiedra, se distinguían los muros derruidos de lo que había sido un molino. Las piedras aún guardaban la forma de un viejo edificio, y entre ellas asomaba la boca de una acequia que seguía su curso montaña arriba.
Un silencio reverente recorrió al grupo. Habían dado con la siguiente pista.
Toché, que durante el trayecto no había abierto la boca, murmuró desde su posición:
—El mapa no es solo un papel viejo. Nos está guiando de verdad.
Nadie se atrevió a contradecirlo.
Y así, con el corazón latiendo un poco más rápido, los Vinagres dejaron atrás el castaño y se internaron hacia las ruinas, siguiendo el rumor del agua que los llevaba, paso a paso, hacia su destino.
Las ruinas del molino parecían esperarlos. Entre paredes caídas, piedras desgastadas y maderos podridos, aún podía imaginarse el sonido de la molienda, el agua corriendo por los canales, el trajín de mulas y hombres cargados de sacos.
Carrillo inspeccionaba cada rincón con la metodología de un arqueólogo.
—¡Mirad! Aquí debía estar la piedra de moler… y por aquí bajaba el agua desde el Cubo.
—Más que arqueólogo pareces vendedor de excursiones —rió Andrés—. Como te descuides, te montan un puesto de información turística.
Mata, siempre práctico, señaló la acequia que llevaba el agua hacia el cubo seguía su curso entre maleza.
—Aquí está la clave. Si seguimos el agua, llegaremos a la cueva. Pero antes… creo que necesitamos gasolina para el cuerpo.
Las mochilas se abrieron de inmediato. Sobre una piedra lisa, junto a la acequia, comenzaron a desfilar los bocadillos envueltos en papel de aluminio. Tortilla, lomo con pimientos, queso curado… y una botella de refresco que llevaba sudando desde que salieron de la casa.
Ricardo levantó su bocadillo como si fuera un trofeo.
—¡Por los Vinagres, que ni el mismísimo Infierno nos quita el hambre!
—Ni las resacas —añadió Ginés, que inmediatamente empezó a cantar aquello de “Entre dos tierras…” para desesperación de los demás.
Jesús, mientras mordía con ganas, no perdió la ocasión de meter su vena de guardia civil.
—Si de verdad encontramos la cueva esa, ya veréis cómo está llena de alimañas.
—O de vino peleón… —replicó Bernardo desde la piedra que le servía de asiento, provocando carcajadas generales.
Entre bocado y bocado, las anécdotas empezaron a brotar solas. Andrés recordó cuando el Ibiza se quedó tirado en la subida de los Morrones en las pasadas meriendas y tuvieron que empujar entre todos. Carrillo remató con su célebre manía de registrarlo todo:
—Ese día buscando la palanca para abrir el capó, encontré una funda con el antiguo carnet de conducir de su padre debajo del asiento. ¡Un documento para el recuerdo, zagales!
—Pues si lo guardas todo, el día menos pensado abrirás un museo —le soltó Mata, con su habitual sorna.
El descanso se prolongó más de lo previsto. Había risas, migas en la ropa y hasta alguna cabezada corta de José Juan, tumbado al sol. Pero el murmullo constante del agua en la acequia les recordó el propósito de la aventura.
Toche, como siempre, fue el que puso el punto final:
—Bueno… el pan ya está en el buche. Ahora toca seguir el cauce. La cueva no va a venir a buscarnos.
Se levantaron, estirando las piernas, y retomaron la marcha. El camino se volvió más difícil por la maleza, y entre los riscos ya se percibía una abertura oscura en la roca, como una boca que los esperaba desde siglos atrás.
La Cueva del Infierno estaba cada vez más cerca.
El sendero se volvió cada vez más abrupto. La acequia se aferraba a la ladera como una cicatriz de agua, y el rumor del barranco se mezclaba con el canto de algún pájaro rezagado. Entre risas, tropezones y alguna que otra maldición de Andrés por los zarzales que arañaban, el grupo se fue abriendo paso hasta que, de pronto, el camino se ensanchó frente a un paredón de roca.
Allí estaba.
La boca de la cueva se abría como un portal oscuro, irregular, con estalactitas en la entrada que parecían colmillos desgastados. El aire que salía de su interior era frío, húmedo, y traía consigo un olor a tierra antigua y a misterio.
—Pues sí que tiene cara de Infierno… —murmuró Ginés, mientras tarareaba en tono fúnebre la música de Expediente X.
—Calla, hombre, que parece que lo haces aposta para acojonarnos —le replicó Ricardo, fingiendo una risa nerviosa.
Jesús dio un paso adelante como si estuviera liderando una operación.
—Lo primero: linternas. Y lo segundo: entrar despacio, que no sabemos lo que hay.
—O lo que queda —añadió Toché en voz baja, mirando a la negrura con atención.
Carrillo, incapaz de contenerse, sacó el mapa del romance y lo agitó frente a la entrada.
—¡Aquí es! Lo decía claro: “acequia arriba, la puerta extraña”… ¡y mirad qué puerta! Esto es historia viva, zagales.
Mata, siempre racional, ajustó sus gafas de montura al aire y comentó:
—Pues historia viva o no, convendría pensar antes de meternos de golpe. ¿Y si hay un derrumbe? ¿O algún bicho dentro?
—O un fantasma —añadió Ginés con sorna, ganándose un codazo de Andrés haciendo el gesto del dedo en la boca para que guardara silencio y escuchara a los demás.
El grupo se quedó unos instantes en silencio, observando la caverna. El viento parecía soplar desde dentro, como un suspiro que hubiera estado aguardando siglos a que alguien lo despertara.
Finalmente, Ricardo tomó aire.
—Mirad, estamos aquí por algo. Mi abuelo siempre decía que el barranco escondía más de lo que se veía. Y ahora lo tenemos delante. ¿Vinimos a pasar miedo o a descubrir la historia?
—Vinimos a comernos los bocadillos, y echar todo el alcohol de anoche y eso ya lo hemos hecho —contestó Andrés, arrancando carcajadas—. Lo demás, ¡pues de propina!
Con esa mezcla de valentía, nervios y humor, los Vinagres encendieron las linternas y se adentraron, uno tras otro, en la oscuridad. El haz de luz iluminaba paredes húmedas, cubiertas de líquenes y brillos minerales. El eco de sus pasos retumbaba, multiplicando cada sonido como si la cueva tuviera voz propia.
—Si aquí fue donde al pastor le dieron el cáliz de oro… —susurró Carrillo—, ¿os imagináis que aún queda algo escondido?
—Ojalá sea una litrona —contestó Ginés con la boca más seca que la mojama.
Y así, con las bromas para calmar los nervios y la emoción, la Peña de los Vinagres dio sus primeros pasos en el interior del Infierno, sin saber que lo que allí encontrarían iba a cambiar aquel viaje para siempre.
La luz de las linternas apenas arañaba la negrura. Cada paso en su interior parecía multiplicarse en ecos interminables, como si alguien —o algo— los imitara desde más adentro.
—Esto no me gusta un pelo… —murmuró Andrés, intentando sonar firme, aunque su voz le salió temblorosa.
—¿Y a ti cuándo te gusta algo que no sea conducir o jugar a la pocha en la Skylab?—bromeó Bernardo, que tampoco lograba disimular la tensión.
El aire era más denso, frío, cargado de un silencio lleno de ecos de las gotas que caían rítmicas desde el techo y el leve roce de las botas sobre la grava húmeda.
De repente, un crujido retumbó en la penumbra. Todos se quedaron helados.
—¡Quietos! —ordenó Jesús, alzando la linterna como si fuera una pistola.
La luz recorrió la pared y reveló… nada. Solo una grieta más amplia, como una boca secundaria en la roca.
Carrillo, se adelantó un par de pasos.
—Seguro que es un murciélago o una piedra que ha caído. No hay más misterio, chavales.
En ese mismo instante, un aleteo fuerte rasgó la oscuridad. Algo pasó rozándoles la cabeza y Ginés soltó un grito agudo que provocó las carcajadas reprimidas del resto.
—¡Me acaba de pasar ese bicho junto a mi oreja y parecía Drácula que me quería morder! —dijo, todavía encogido.
Cuando pasó el susto, llegó otro sonido. Esta vez no era un aleteo ni un crujido: era como un susurro lejano, un murmullo imposible de entender. Todos se miraron con los ojos muy abiertos.
—¿Lo habéis oído, verdad? —susurró Toché, rompiendo su habitual silencio.
El murmullo cesó de golpe, como si nunca hubiera existido.
El corazón les latía a mil por hora.
Jesús tragó saliva.
—Vale… esto sí que no era un murciélago.
Decidieron avanzar despacio, linternas al frente. La cueva se ensanchó de pronto en una especie de sala natural, un espacio alto con el techo cubierto de formaciones brillantes por la humedad. Fue Carrillo el que primero lo vio.
—¡Mirad la pared!
Allí, en la roca, aparecían unas marcas antiguas, trazadas con pigmento rojizo. No eran simples rayas: eran símbolos, figuras geométricas y lo que parecía un triángulo con un dibujo dentro que estaba muy deteriorado por la humedad y apenas se distinguía.
Mata se acercó y pasó la luz con cuidado.
—Esto tiene más años que todos nosotros juntos… y no es casualidad. Y si el mapa hablaba de esta cueva, no me extrañaría que estas inscripciones fueran parte de las pistas.
El silencio volvió, pero esta vez ya no estaba vacío: lo llenaba la certeza de que algo verdaderamente importante los esperaba en el corazón del Infierno.
Las linternas temblaban sobre las paredes iluminando los símbolos parecían multiplicarse: triángulos, estrellas, compases, círculos entrelazados. Cada piedra guardaba un trazo, como si alguien hubiera convertido la cueva en un libro cerrado hace siglos.
Carrillo no se aguantaba la emoción:
—¡Esto es increíble! Son como… como firmas secretas.
—Firmas secretas, dice… —bufó Andrés—. Esto lo ha pintado un crio aburrido con barro.
—Pues menuda paciencia para aburrirse así —replicó Mata, siempre lógico.
Fue entonces cuando Antonio Domingo se inclinó sobre una figura tallada en bajo relieve: un compás y una escuadra, apenas visibles por el desgaste. Se quedó un instante pensativo y soltó:
—Esto me suena, y yo podría jurar que son símbolos masónicos.
El resto estalló en carcajadas.
—¿Masónicos? —Ginés casi se atraganta de la risa—. ¡Anda ya, hombre! Lo que faltaba, a ver si fue aquí donde Tom Cruise rodó la película esa, creo que se llamaba Eyes Wide Shut, que fuimos a ver hace unos meses al Cine Imperial.
—Que os lo digo en serio —insistió Antonio—. Intentad recordar la película y seguro que veréis que los símbolos de la pared se parecen a lo que vimos.
—Sí, claro, y dentro está el amigo Tom con una careta y con una túnica esperando a que dé comienzo el ritual —ironizó Jesús, que no perdía la oportunidad de hacer la broma fácil.
El debate se encendió: unos lo tomaban a guasa, otros intentaban buscar explicaciones lógicas. Carrillo incluso dijo que quizás eran marcas de canteros, Mata que podrían ser simples dibujos geométricos.
Fue entonces cuando la linterna de Ricardo iluminó un símbolo diferente, grabado con mayor detalle que el resto.
—¡Mirad aquí!
En la pared, claramente reconocible, aparecía un cáliz tallado, con una base ancha y un cuenco redondeado, rodeado de pequeñas estrellas. El grupo se quedó en silencio.
—Ese… ese sí que me suena —dijo Mata, recordando el romance—. El cáliz de oro del pastor…
Antonio Domingo asintió con solemnidad.
—Exacto. ¿y no os acordáis que vimos que en la trama de la película el cáliz representaba la última prueba, el ritual de iniciación… aceptar la dualidad de la vida: lo bueno y lo malo, la luz y la sombra. Lo llaman el “Cáliz de la Amargura”.
El silencio se hizo aún más espeso. Por primera vez, la broma dejó paso a la seriedad.
Ricardo apretó los labios y miró a sus amigos.
—Si el romance hablaba del cáliz… y aquí está grabado… entonces todo esto empieza a tener sentido.
El murmullo de la acequia resonaba a lo lejos, como si confirmara lo que acababan de descubrir. Los Vinagres se miraron unos a otros con una mezcla de miedo y fascinación: lo que habían empezado como una aventura entre amigos estaba tomando un cariz mucho más profundo de lo esperado.
El aire en la sala de la cueva se había vuelto más denso. El símbolo del cáliz grabado en la roca había dejado al grupo en silencio, como si de pronto comprendieran que aquello no era solo una anécdota de excursión universitaria.
Carrillo no dejaba de apuntar cosas en una libreta que había sacado de la mochila y Andrés no paraba de alumbrar del suelo al techo, como si esperara encontrar el tesoro en cualquier momento.
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Peter, que caminaba despacio, sin prisa detrás de los demás, con la linterna enfocando delante de sus botas. Su andar tranquilo contrastaba con la excitación del resto. Y en ese ritmo pausado, como si el destino lo hubiera colocado ahí, tropezó con algo semienterrado en la grava.
—¡Ay, la madre…! —exclamó al perder momentáneamente el equilibrio.
La luz de su linterna se clavó en el suelo y todos vieron brillar un metal opaco entre la tierra y las piedras.
Se agacharon de inmediato y con las manos apartaron el barro hasta sacar un objeto mediano, de unos 30 centímetros de diámetro, pesado y ennegrecido por el tiempo: una especie de medallón decorativo de bronce, grabado también con símbolos.
—Déjamelo ver —dijo Antonio Domingo, arrebatándoselo con cuidado. Al limpiar un poco la superficie, se reveló una inscripción en círculo y, en el centro, la misma figura del cáliz que habían visto en la pared. Pero lo más sorprendente no era eso, sino las dos columnas grabadas en cada extremo y que su capitel apuntaba hacia la profundidad de la cueva. Este círculo contaba con cuatro aberturas, seguramente porque estaría atornillado en alguna pared o incluso puerta. ¿Puerta?...
El silencio volvió a hacerse.
—No puede ser casualidad… —susurró Ricardo.
—Pues si no lo es, parece que nos están diciendo que sigamos adelante —añadió Jesús, que ya sujetaba la linterna como si fuese una pistola de servicio.
Peter, sin levantar mucho la voz, dejó caer:
—Ya os lo decía yo… que las cosas hablan solas si uno se calla un poco.
Todos lo miraron con cara de sorpresa. Nunca hablaba más de lo necesario, pero cuando lo hacía… era como si lo hubiera estado viendo claro desde el principio.
El medallón pasó de mano en mano. Y mientras lo examinaban, cada uno sintió una mezcla de emoción y miedo: aquel objeto, perdido durante quién sabe cuántas décadas, no solo confirmaba el romance, sino que señalaba, con precisión, la dirección que debían tomar.
Antonio Domingo, que seguía dándole vueltas a los símbolos, se detuvo en seco y levantó el medallón.
—¡Mirad! —dijo alzando la voz—. Estas no son simples rayas. Son las columnas… Jakín y Boaz, o algo así, creo recordar.
Los demás lo miraron con cara de no entender.
—¿Columnas de qué? —preguntó Ginés, mientras tarareaba un acorde nervioso con los labios.
—Las columnas del templo de Salomón —respondió Antonio Domingo con solemnidad—. Simbolizan las puertas solsticiales… el paso entre la luz y la sombra, lo visible y lo oculto. Y aquí —señaló con el dedo el borde del medallón— está la marca del Guarda del Templo, el que custodia el umbral.
Carrillo arqueó una ceja.
—O sea… que nos están diciendo que hay una puerta.
—Exacto. Una puerta, o mejor dicho, un acceso. Seguro que está cerca.
Se pusieron a inspeccionar las paredes y el suelo. La linterna de Bernardo barrió una pared irregular, llena de piedras sueltas y grietas. Entre dos bloques de roca descubrieron una hendidura apenas perceptible. Al acercarse, notaron que no era una grieta natural, sino una abertura tan estrecha que obligaba a arrastrarse a gatas.
—Pues vaya con las columnas —gruñó Jesús, nervioso—. Si esto es un templo, menuda entrada más miserable.
El grupo se quedó inmóvil, mirando aquella boca oscura. La tensión creció de golpe: ¿y si detrás no había nada? ¿O peor aún, y si había demasiado?
El primero en hablar fue Ricardo.
—Mira, llevamos desde anoche dándole vueltas a esto. Si hemos llegado hasta aquí, no va a ser para quedarnos mirando un agujero.
Se quitó la chaqueta, dejó la mochila en el suelo y, sin esperar respuesta, se agachó. Con decisión se metió por la abertura, arrastrando brazos y piernas como si cruzara un túnel. El haz de su linterna fue desapareciendo hasta quedar solo el reflejo tenue.
Del otro lado se escuchó su voz, vibrante de sorpresa:
—¡Venid, rápido! Esto… ¡esto tenéis que verlo!
Uno a uno, entre quejas, y algún que otro empujón, los Vinagres fueron atravesando la angosta entrada. Y al emerger, se encontraron en una cavidad distinta: aunque el paso era bajo y estrecho, al otro lado la cueva se alzaba en una bóveda alta, imponente, como si hubiesen pasado de un escondrijo a una sala secreta.
El eco de sus respiraciones llenaba el espacio, y la sensación de haber traspasado un umbral verdadero, físico y simbólico, les recorrió el cuerpo como un escalofrío.
La linterna de Ricardo barría las paredes húmedas de la bóveda, revelando formas irregulares, hendiduras y sombras que parecían vigilarles desde cada rincón. El grupo, todavía con la emoción de haber pasado aquel estrecho túnel, comenzó a explorar la sala en busca de más pistas.
Carrillo fue directo hacia la izquierda, palpando cada piedra como si esperara encontrar un resorte oculto. Andrés y Jesús se adentraron hacia la pared opuesta, golpeando con los nudillos para ver si alguna parte sonaba hueca. Ginés se inclinó a mirar entre las grietas del suelo, mientras Toché observaba los movimientos de todos, como un ajedrecista que estudia la partida sin mover aún sus piezas.
Antonio Domingo, en cambio, no se dispersó. Se quedó mirando una especie de mesa pétrea situada en el centro, donde descubrió un grabado de las dos columnas y el cáliz. Llevaba un buen rato analizándolo cuando alzó la voz:
—Estamos perdiendo tiempo. No se trata de registrar la sala al azar… —tocó con el dedo el relieve—. Este capitel nos está indicando la dirección.
Los demás se giraron hacia él. Carrillo protestó:
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Porque nada de esto es casual. Los masones no ponían símbolos porque sí. Si el cáliz está en el centro del altar, tiene que señalar el camino.
Ricardo, intrigado, se inclinó junto a él. Pasó la mano por el relieve y notó que el cáliz no era un simple grabado plano: tenía una ligera hendidura. Intercambió una mirada con Antonio Domingo y, sin dudar, presionó con la palma.
Un chasquido metálico resonó en la sala, seguido de un sonido grave, como de piedras cayendo poco a poco. Todos enmudecieron. El eco de aquel movimiento recorrió la bóveda y, en el fondo, una nube de polvo se levantó de entre unas rocas apiladas contra la pared.
Corrieron hacia allí, apartando las piedras desprendidas. Tras varios minutos de esfuerzo, apareció lo que nadie esperaba: una puerta de madera ennegrecida con los herrajes corroídos por el tiempo.
Jesús, con las manos aún llenas de polvo, retrocedió un paso.
—Esto no estaba hecho para que lo encontrase cualquiera…
Ricardo iluminó el centro de la puerta. Allí, grabado a fuego, destacaba el símbolo inequívoco: un compás abierto, abrazando una gran letra G.
Con esfuerzo lograron mover la vieja madera, que crujió como si llevara siglos cerrada. Y al abrirla, la penumbra reveló una sala amplia, solemne, cubierta de polvo y telarañas, pero con una geometría precisa, simétrica. En el centro, sillas alineadas en círculo; al fondo, un sillón elevado como trono; y en las paredes, símbolos grabados en piedra, apenas visibles bajo la suciedad.
Era como si aquel espacio hubiera sido abandonado de golpe, y desde entonces el tiempo se hubiese detenido en su interior.
—Un templo… —murmuró Antonio Domingo, incapaz de contener la emoción—. Un templo masónico, oculto aquí durante décadas.
Todos se miraron a la vez. La aventura que había empezado como un hallazgo curioso en un baúl olvidado acababa de transformarse en algo mucho mayor: estaban dentro de un lugar prohibido, secreto, cuya existencia pocos podrían siquiera imaginar.
Y aquel descubrimiento, lo sabían, no iba a dejarles indiferentes.
Poco a poco fueron entrando sin mediar palabra, como si hubieran cruzado el umbral de un lugar sagrado. La luz de sus linternas temblaba sobre las paredes, revelando símbolos geométricos grabados en piedra: escuadras, niveles, estrellas de cinco puntas, y figuras en espiral que parecían no tener fin.
El suelo estaba cubierto por una fina capa de polvo que amortiguaba sus pasos. No había huellas recientes: nadie había estado allí en décadas. El tiempo, como un guardián invisible, había sellado aquel espacio.
En el centro de la sala, varias sillas de madera formaban un círculo, orientadas hacia un altar bajo, cuadrado y recubierto de una tela raída que apenas conservaba restos de un terciopelo rojo. Andrés, curioso, pasó la mano por la tela y levantó una esquina. Debajo, encontró un bloque de piedra pulida con un símbolo grabado: una escuadra entrelazada con un compás, el mismo que en la puerta.
—Aquí es donde hacían sus rituales —dijo Antonio Domingo en voz baja, con un respeto casi solemne—. El círculo, el altar, todo está dispuesto como en las logias…
Carrillo fue el primero en percatarse en una pequeña mesa lateral, casi oculta bajo unos cantos caídos del techo. Encima, yacían varios objetos: un mazo de madera oscurecido, un medallón de hierro con cadenas rotas, y un libro de tapas rígidas, comido por el moho.
—¡Mirad esto! —exclamó alzando el medallón—. ¿Os dais cuenta? Es el mismo símbolo que vimos en el mapa del baúl…
José Juan se acercó enseguida y comprobó que tenía grabadas dos columnas y, entre ellas, un cáliz. La coincidencia era demasiado clara como para ignorarla.
Mientras tanto, Ginés apuntaba con la linterna hacia un rincón más oscuro. Allí, sobre un pedestal de piedra, había un cofre metálico, oxidado y cerrado con un candado tan antiguo que parecía parte de la roca misma.
—Pues yo diría que aquí hay algo que todavía no quieren que toquemos… —dijo en tono bajo.
El silencio se hizo de nuevo. Todos se acercaron, rodeando el cofre. Una espesa cortina de partículas danzaba en el haz de luz, como si aquel aire no se hubiera removido en siglos.
Toché observaba sin decir nada, con los ojos clavados en el cofre, pronunció por fin, casi en un susurro:
—Lo que sea que haya ahí dentro… es lo que nos ha traído hasta aquí.
Los Vinagres intercambiaron miradas. Lo sabían: aquel cofre podía ser la clave de todo el enigma. Pero para abrirlo tendrían que seguir descifrando los símbolos que la logia había dejado atrás.
Con cada paso, con cada palabra, el templo, dormido durante décadas, estaba despertando con su presencia.
Ricardo, con la linterna en alto, iluminó el sillón elevado al fondo de la sala. Se trataba de un trono de madera tallada ennegrecida, con los reposabrazos gastados y el respaldo adornado con símbolos.
—Si esto era una logia… —murmuró Antonio Domingo, acercándose—, ese trono tenía que pertenecer al Venerable Maestro. Y si el cofre era tan importante… —apoyó la mano sobre la madera carcomida—, la llave debería estar por aquí cerca.
Los demás se unieron a la búsqueda. Carrillo pasó la mano por el respaldo, palpando hendiduras. Ginés, con la linterna, enfocaba cada grieta como si esperara ver un destello metálico. Andrés golpeó con los nudillos las tablas del asiento, que respondieron con un sonido hueco.
Fue Toché quien alzó la voz desde debajo del escalón del trono:
—¡Debajo!. ¡Mirad debajo!.
Ricardo se agachó y, tanteando, encontró un pequeño cajón oculto en la parte baja del trono, casi invisible por la suciedad acumulada. Tiró de él con fuerza: al principio no cedía, pero finalmente se deslizó con un chirrido agudo. Dentro, sobre un paño raído, descansaba una llave de hierro, pesada, con un diseño intrincado en la empuñadura: un triángulo con un ojo del que todo lo ve dentro.
El grupo contuvo la respiración.
Jesús, con un gesto nervioso, bromeó:
—Bueno, pues ya sabemos quién tiene el honor de abrir la caja de Pandora.
Ricardo sostuvo la llave unos segundos, notando su frío metálico en la mano. Luego se dirigió lentamente hacia el cofre. La cerradura encajó a la perfección, como si hubiera esperado décadas aquel momento.
Un giro firme, un chasquido metálico, y el candado se abrió.
La tapa crujió al ser levantada, revelando su interior. Dentro, envueltos en telas ennegrecidas, aparecieron varios objetos: un cáliz de metal dorado, una bolsa de cuero agrietada, y un conjunto de pergaminos enrollados, sujetos con un cordel.
El grupo se miraron entre sí, con una mezcla de asombro y miedo. Aquello ya no era solo una aventura: estaban desenterrando un secreto que había permanecido oculto durante generaciones.
El silencio en la sala era absoluto, roto solo por la respiración contenida de cada uno.
—Amigos… —susurró Antonio Domingo, con los ojos clavados en el cáliz—. Creo que hemos encontrado el corazón del enigma.
El cofre abierto seguía brillando bajo la luz temblorosa de las linternas. Los Vinagres no sabían por dónde empezar: si por el cáliz sagrado, o por los pergaminos, y estos últimos reclamaban la atención como si escondieran voces del pasado.
Carrillo tomó uno de los rollos de papel con sumo cuidado quitando la tela, lo desenrolló sobre la mesa de piedra y todos se agruparon alrededor.
Las letras, de un castellano antiguo, estaban difuminadas por la humedad, pero aún podían leerse. Ginés, que recordaba a duras penas sus clases de historia de segundo de bachillerato, comenzó a leer en voz alta:
—“...En tiempos de persecución y silencio, cuando las luces de Granada se apagaron por la guerra fratricida, nosotros, hijos de la escuadra y el compás, hallamos refugio en esta montaña. Aquí, en la entraña de la sierra, alzamos un templo humilde para que la llama de la madre ciencia no muriese”.
El silencio fue total. Nadie se atrevía a interrumpir. Andrés tragó saliva y murmuró:
—¿Están hablando de la Guerra Civil?
Antonio Domingo asintió lentamente, con gesto grave.
—Sí… y también de lo que vino después. Durante la dictadura, la masonería fue perseguida con saña. Muchos murieron, otros huyeron… y algunos, como estos, continuaron con sus ritos en lugares ocultos lejos de miradas inquisidoras.
Jesús frunció el ceño.
—O sea, que esta cueva fue un refugio de una logia granadina?
Antonio Domingo señaló el texto con el dedo, entusiasmado.
—Exacto. Fijaos: “...aunque solo de cuando en cuando pudimos reunirnos, el juramento permaneció vivo, pues el templo no es de piedra sino de hombres que buscan la verdad…”
Ginés, con voz queda, añadió:
—Se escondieron aquí, como fantasmas de una ciudad que no los quería. Granada los expulsó, pero ellos siguieron con sus ritos… aunque fuese en la oscuridad.
Mientras tanto, Toche cogió el cáliz dorado y con calma, lo levantó con ambas manos. El metal reflejó la luz en destellos apagados, y todos contuvieron el aliento.
—¿Y si este es… el mismo de la leyenda del pastor? —preguntó, sin apartar la vista del objeto.
Ricardo respondió casi en un susurro:
—Tiene que serlo, y el pastor no era un cura, era un venerable hermano de la logia.
Los Vinagres se miraron unos a otros. La emoción, la incredulidad y un ligero miedo se mezclaban en sus rostros. Aquella aventura que había empezado como un fin de semana de risas y amistad se había transformado en algo mucho mayor: habían destapado el secreto de una logia perdida que, desde la sombra de Granada, se había refugiado en Laroles para mantener viva una llama prohibida.
Y ahora, esa llama estaba otra vez en sus manos a la vez que todos parecían atrapados entre la emoción del descubrimiento y el miedo a lo que significaba.
Ricardo fue el primero en romper el mutismo:
—Esto… esto no puede quedarse aquí, como si nada. Este lugar nos estaba esperando porque de nuevo ha llegado su hora, y además… —miró hacia los pergaminos—… es parte de mi familia.
Jesús, nervioso, replicó:
—Ya, pero también puede ser un lío. ¿Tú sabes lo que significa meterse en cosas de masones? Porque yo no y no sabemos si esto puede ver la luz o debe permanecer en la clandestinidad. ¿Cómo sentará a las autoridades de Laroles este descubrimiento?
Carrillo, que se había sentado en la mesa de piedra, golpeó con los nudillos sobre ella.
—Vamos a tranquilizarnos y ver qué opciones tenemos, yo propongo que demos el aviso.
—Yo dejaría tal y como está y que lo que ha ocurrido hoy aquí, se quede para nosotros — dijo Jesús.
—Eso no es justo —interrumpió Antonio Domingo, con tono reflexivo—. Lo que aquí nos hemos encontrado puede tener valor histórico real. Además, fijaos en lo que dicen los pergaminos: se refugiaron aquí en tiempos de persecución. Tal vez el abuelo Juan formara parte de esa logia.
Todos miraron a Ricardo. Él bajó la cabeza y respiró hondo.
—Mi madre nunca me habló de esto. Solo decía que mi abuelo era un hombre reservado, muy suyo. Puede que se llevara el secreto a la tumba.
—Pues preguntémosle. Cuando volvamos a Laroles, lo primero es llamar a tu madre. Si alguien sabe algo, será ella. Y también nuestra mejor guía sin duda — Dijo Ginés.
Andrés asintió.
—Sí, porque si tu abuelo estaba en esto… entonces la decisión que tomemos debe estar consensuada con la familia.
Ricardo tragó saliva, pensativo. La idea de descubrir que su abuelo había pertenecido a una logia secreta lo abrumaba y a la vez lo llenaba de orgullo.
Finalmente, Toche, con su sabiduría pausada y razonada, zanjó la discusión:
—No hay que decidirlo todo ahora. Dejemos todo como estaba, salgamos de aquí y volvamos al pueblo. Allí, con la cabeza más fría, hablaremos con tu madre. Si ella confirma que tu abuelo estaba en esto, sabremos por dónde tirar.
Un murmullo de aprobación recorrió al grupo. La decisión estaba tomada: la verdad no se quedaría enterrada en la cueva, pero tampoco se precipitarían. Recogieron los objetos con sumo cuidado, los envolvieron de nuevo en las telas, cerraron el cofre y Ricardo sostuvo con fuerza la llave entre sus brazos hasta que la depositó en su cajón debajo del trono.
El camino de vuelta desde la cueva fue silencioso, como si cada uno llevara demasiado en qué pensar.
Al llegar a la casa de Laroles, el cansancio los tumbó sobre las sillas del comedor. El reloj marcaba casi la hora de comer, y las tripas rugían más que sus palabras. Sin embargo, nadie pensaba en la comida. Todas las miradas recaían sobre Ricardo, que sostenía el teléfono fijo con la mano temblorosa.
—Venga, tío, llama ya —dijo Jesús, impaciente—. Mejor saberlo que seguir dándole vueltas.
Ricardo respiró hondo y marcó el número de su madre. Un tono.... dos tonos... tres tonos... y entonces la voz cálida y serena de Juani, la madre, respondió:
—¿Ricardo? ¿Ya estáis en Laroles?
—Sí, mamá. Estamos todos bien. Pero… tenemos que preguntarte algo —su voz titubeaba, los demás lo rodearon como si esperaran escuchar juntos la respuesta.
—Dime, hijo —contestó ella, con un tono que se volvió serio de inmediato al percibir la tensión.
Ricardo tragó saliva y se decidió:
—Mamá, acabamos de llegar de la cueva del Infierno y hemos encontrado su secreto, ese que nos anticipaba el mapa y el romance que encontramos anoche. Solo quería preguntarte, ¿el abuelo estaba en… en una logia masónica?
Al otro lado del teléfono hubo un largo silencio. Los muchachos se miraron entre sí, expectantes. Ricardo apretó el auricular contra su oído, temiendo que la conexión se hubiera cortado.
Por fin, se escuchó un suspiro profundo al otro lado de la línea.
—Siempre supe que tarde o temprano alguien abriría ese baúl. Tu abuelo lo cuidaba como si fuera un santuario. Sí, Ricardo… tu abuelo perteneció a una logia. En Granada primero, y después, cuando la represión lo hizo imposible, en secreto, en la sierra. Nunca quiso hablar de ello porque era peligroso, incluso después de la transición.
Ricardo cerró los ojos y apoyó la frente en la pared, como si cada palabra le pesara en el alma.
—¿Y tú… lo sabías todo este tiempo?
—Sabía lo justo —respondió ella—. Que tu abuelo se reunía con otros hombres en la montaña, que guardaban símbolos, que tenían fe en algo más allá de lo que se les permitía. Él decía que era una hermandad de justicia, de libertad y de conocimiento. Y me pidió que nunca lo contara.
El grupo contuvo la respiración. Andrés se pasó la mano por la nuca, incrédulo. Ginés cerró los ojos, emocionado. Carrillo susurró un “¡madre mía!” apenas audible.
La madre prosiguió:
—Si lo habéis encontrado, respetadlo. No lo convirtáis en un juego ni en un secreto de taberna porque es una herencia peligrosa si no se trata con respeto.
Ricardo se quedó un rato en silencio, con la garganta anudada. Finalmente respondió:
—Lo cuidaremos, mamá. Te lo prometo.
Colgó despacio. Cuando volvió a mirar a sus amigos, la expresión de todos era la misma: mezcla de sorpresa, respeto y una chispa de orgullo.
—Entonces es verdad… —murmuró Antonio Domingo—. Hemos destapado la memoria de tu abuelo.
Ricardo asintió, emocionado.
—Y ahora nos toca a nosotros decidir qué hacemos con ella.
Tras varias horas de debate, discusiones, bromas y algún que otro enfado pasajero, se llegó a un consenso. Cada uno había dado su opinión: unos querían conservar el hallazgo como un secreto de la Peña, otros insistían en investigarlo a fondo, y algunos, como Antonio Domingo, recordaban la importancia histórica del descubrimiento.
Finalmente, Ricardo tomó la palabra:
—Chavales, ese templo también es patrimonio, y todo esto pertenece a más gente que nosotros. Creo que debemos ponerlo en conocimiento de la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía.
Hubo un murmullo de aprobación y, poco a poco, todos asintieron. Aunque les costaba desprenderse del secreto, comprendieron que era lo correcto.
La semana siguiente, funcionarios de la Delegación llegaron a Laroles. Se inspeccionó la cueva, se documentó cada símbolo, cada objeto y cada rincón. La Peña de los Vinagres vio cómo se cerraba el acceso temporalmente para preparar la musealización y la preservación de aquel templo escondido.
Mientras se alejaban de la cueva, Andrés suspiró:
—Bueno… al menos nos queda la aventura. Y el orgullo de ser sus descubridores.
Carrillo sonrió, anotando mentalmente cada detalle.
—Y que nadie nos quite lo que acabamos de vivir juntos.
Ginés, tarareando una melodía de triunfo, añadió:
—Y los nervios y las risas… eso nunca se podrá musealizar por lo que queda solo para nosotros.
Ricardo miró hacia la cueva que se cerraba tras ellos y, con una mezcla de satisfacción y emoción, murmuró:
—Mi abuelo estaría orgulloso.
Los Vinagres regresaron a Laroles, sabiendo que aquella aventura quedaría para siempre en sus recuerdos. La historia del templo masónico, del cáliz y del cofre descubierto por ellos pasaría a formar parte de algo más grande: la memoria de generaciones, preservada para el futuro.
Aunque la cueva permaneció temporalmente cerrada al público para su estudio, preservación, y puesta en valor, pronto se convirtió en un reclamo turístico para Laroles. Los funcionarios de la Delegación de Cultura documentaron cuidadosamente cada símbolo, cada objeto y cada rincón, preparando la musealización que permitiría a los visitantes conocer la historia de la logia masónica que se refugió allí durante décadas.
La noticia apareció en periódicos locales y regionales: fotografías de la entrada de la cueva, imágenes de los objetos recuperados y la historia del descubrimiento por un grupo de amigos de Cantoria captaron la atención del público. Se destacaba cómo aquel hallazgo generaría empleo y dinamizaría la economía local, convirtiéndose en un atractivo singular para la zona.
Años después, cada uno recordaría aquel fin de semana en Laroles con cariño y humor: las risas junto a la hoguera, los bocadillos en el camino hacia el castaño, la tensión de la cueva y el descubrimiento del templo secreto.
El SEAT Ibiza de Andrés, la casa de los abuelos de Ricardo, y la Peña de los Vinagres quedarían para siempre como símbolos de amistad, curiosidad y audacia, recordando que a veces, las aventuras más extraordinarias empiezan con un simple viaje entre amigos.