Era 1926, y yo, María Guerrero Torija atravesaba uno de los momentos más intensos de mi carrera. Entre las funciones en Madrid y las interminables giras por España y América, mi agenda estaba tan colmada que apenas quedaba un resquicio para el descanso. Fue entonces cuando comenzaron a llegarme, con la constancia casi cómica de un protagonista de sainete, las cartas de don Vicente Giménez Saavedra: político, actor aficionado y, como él mismo se definía, “soñador empedernido”.
Ya conocía a don Vicente desde hacía tiempo. Era uno de mis admiradores más fieles y, cada vez que sus compromisos lo llevaban a Madrid, yo sabía —aunque no avisara— que se encontraba entre el público. No hacía falta verlo: lo delataba el ramo de dalias y crisantemos que me aguardaba en el camerino al final de la función, acompañado siempre de una caja atada con hilo bramante. Dentro, cuidadosamente dispuestos, unos dulces de calabaza confitada cuya fragancia, dulce y cálida, inundaba la estancia antes incluso de abrir la tapa.
En más de una ocasión, en esos breves encuentros tras el telón, me había hablado de su sueño: construir un teatro propio. Un espacio que, según insistía, yo misma debía inaugurar. Al principio lo tomé como una de esas gentiles fantasías que se pronuncian más con el corazón que con el calendario, y sonreía agradecida antes de cambiar de conversación.
Pero en sus misivas más recientes, la fantasía se transformaba en realidad. Me anunciaba que aquel proyecto del que tanto me había hablado estaba ya en marcha, en un lugar llamado Cantoria, un pueblo de la provincia de Almería que él describía como una pequeña Atenas del sur: vanguardista, culto y rebosante de modernidad. Yo, divertida, leía sus descripciones y dejaba las cartas sobre mi escritorio, segura de que en algún momento desistiría de sus ruegos.
No lo hizo. Y cuando alguien insiste con semejante pasión, con respeto y una fe inquebrantable en su propósito, una acaba sintiendo que no puede —ni debe— darle la espalda.
Doña Patrocinio y don Vicente
Recuerdo que, al anunciar a mi compañía que viajaríamos a inaugurar el teatro de un pueblo del sureste español, algunos se miraron con una mezcla de intriga y resignación. Empaquetamos los baúles con el vestuario, las candilejas, y los decorados pintados que habían de dar vida a la obra elegida. Entre bromas y cánticos, partimos una luminosa mañana de primavera, con el rumor del tren esperándonos en la estación.
El trayecto fue largo, de esos en que una empieza en la sobriedad de Castilla, atravesando llanuras doradas, para terminar entre las sierras de Jaén y Granada. Desde la ventanilla, vi cómo la luz se hacía más cálida y el aire más perfumado. En las estaciones intermedias, vendedores ambulantes nos ofrecían almendras garrapiñadas, pan de higo y jarapas multicolores.
Al llegar a la estación más próxima a Cantoria, la realidad se presentó muy distinta a la imagen que Vicente me había pintado: un apeadero modesto, un paisaje de huertos y un camino estrecho que se perdía en la distancia, coronada por las torres de la iglesia.
Fue entonces cuando vi una escena que jamás olvidaré: un porteador guiaba una burra tan delgada que parecía dibujada con carboncillo, con mi equipaje atado a lomos. Delante de su cabeza, un alambre sostenía, a modo de pértiga, un manojo de alfalfa verde. La pobre bestia caminaba convencida de que alcanzaría aquel premio si no dejaba de avanzar. Me quedé mirándola, entre la sorpresa y la compasión, pensando que aquella imagen era una metáfora involuntaria de tantas vidas.
Avanzamos por la vereda, entre huertos que olían a azahar y tierra recién regada. El sol de la tarde bañaba las fachadas encaladas en un tono dorado, y algunos vecinos, curiosos, se asomaban a puertas y ventanas, comentando entre ellos que “ya habían llegado los artistas de Madrid”.
Nos alojaron en la pensión de la Plaza, un lugar modesto pero limpio, regentado por una mujer de genio amable y voz potente. Las habitaciones olían a jabón de sosa y tenían balcones desde los que se veía el ir y venir de la plaza. El teatro, coqueto y recién estrenado, nos esperaba. Ensayar allí fue todo un reto: el escenario era más pequeño que los de Madrid, pero su público prometía grandeza. A cada rato, algún vecino se colaba por una puerta lateral para curiosear, fingiendo traer un recado.
La noche de la inauguración, el teatro rebosaba y la obra elegida para ello fue la que tenía en mi teatro en Madrid en ese momento, Doña Diabla del autor Luis Fernández Ardavín. Vicente estaba espectánte, iba elegantísimo, y no cabía en sí de orgullo. El público reaccionó con una entrega que pocas veces he sentido: risas, suspiros, aplausos entusiastas. Tanto fue así, que nos pidieron representarla durante varios días más. Los jóvenes del pueblo se prendaban de las muchachas de la compañía y acudían cada noche, con la esperanza de cruzar alguna palabra.
Por las mañanas recorríamos las calles de Cantoria sin prisa, dejándonos llevar por su ritmo pausado. Entrábamos en la iglesia, donde siempre nos recibía su párroco, don Luis Aliaga, un hombre de profunda espiritualidad cuya sola presencia parecía envolverlo en un halo de santidad. Después, bajábamos hasta el río y conversábamos con los vecinos, atentos narradores de historias antiguas: relatos de tiempos lejanos, cuando —decían— los “moros” dominaban el peñón, esa imponente mole rocosa que se alza frente al lugar actual.
Nuestra anfitriona, doña Patrocinio Fornovi, joven esposa de Vicente y ejemplo de hospitalidad generosa, nos llevaba a comer al Casino, la casa de comidas y juegos más concurrida e importante del pueblo. Allí, cada mediodía, nos servían las célebres migas. Y aunque pudiera parecer que el menú era siempre el mismo, pronto descubrí que este plato humilde es, en realidad, una obra cambiante: se adereza con carne o pescado, con verduras frescas de la huerta, y cada combinación ofrece un sabor distinto. Nunca faltaba, para comenzar, un humeante caldo de pimentón que reconfortaba tanto el cuerpo como el espíritu.
Fue en esos almuerzos sencillos donde más reímos, donde las charlas fluían sin esfuerzo y donde, por unos días, sentí que pertenecía a Cantoria. Quizás nunca he estado tan cerca de mis propias raíces como en aquel rincón lejano, tan distinto y a la vez tan familiar.
Llegó, inevitable, el día de la despedida, y la estación se desbordó de rostros ya conocidos y sonrisas emocionadas. Nos colmaron de flores, pañuelos bordados y cartas perfumadas. Los jóvenes que llenaban el andén, coreaban: '¡Volved pronto!', y no permitieron que la locomotora iniciara su marcha hasta arrancarnos, entre risas y lágrimas, la promesa de regresar. Cuando el tren por fin avanzó, contemplé desde la ventanilla cómo Cantoria se alejaba, con sus torres recortadas en el horizonte, sus huertos verdes y aquella burra incansable que, quizás, aún seguía tras su manojo de alfalfa.
Hoy, un año después, sigo pensando que aquella inauguración fue más que una función: fue un puente de afecto entre un pueblo entero y un puñado de comediantes que llegaron con sus baúles, sus sueños y su risas. Y si, algún día volveremos, lo digo convencida, y espero que el destino nos lo permita...
Cartel Inauguración del Teatro Saavedra en 1926