Petra
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
El salón del juzgado de Huércal-Overa respiraba un aire espeso, casi sólido, aquella mañana del 24 de abril de 1939. No era sólo el calor que se quedaba atrapado entre las paredes altas, sino el miedo, un miedo antiguo y reconocible, ese que cala en los huesos y hace sudar incluso a los más valientes. Las ventanas dejaban pasar una luz desvaída, una claridad triste que apenas lograba dibujar los perfiles tensos de los presentes.
El eco de las botas militares quebraba el silencio como un recordatorio sombrío: en esos días, una palabra mal dicha podía terminar con cualquiera frente a un pelotón, contra los muros fríos de un cementerio.
En mitad de aquel escenario, con los hombros rectos como podía, estaba ella:
Asunción Petra, aunque en Cantoria la conocían desde siempre como la Petra.
Baja de estatura, piel tostada por el sol, ojos pequeños que miraban como quien ya lo ha visto todo y no se sorprende de nada. Tenía cincuenta y siete años, cuatro hijos vivos —de los nueve que había parido— y una vida escrita a golpes, con cicatrices que pesaban más que cualquier expediente policial.
Su historia no comenzaba allí, sino mucho antes de nacer, envuelta en rumores y secretos y medias verdades que el pueblo llevaba décadas amasando.
Se decía que Petra no era hija de nadie… o peor aún, que era hija de demasiados. En los papeles figuraba como huérfana, sí; pero en Cantoria todos sabían, aunque nadie lo dijera en voz alta, que había venido al mundo fruto de un amor prohibido.
Hija de una señorita de buena familia de Cantoria y de un hombre de Iglesia —susurraban las viejas al fresco de las puertas—. Algunos apuntaban directamente a un sacerdote de la zona; otros, más atrevidos, murmuraban el nombre del mismísimo obispo José María Orberá. Si aquel santo hombre que tanto ayudó a terminar la iglesia de Cantoria.
El escenario de ese fugaz romance no podía ser otro que el Santuario de Nuestra Señora del Saliente, donde el obispado tenía un pequeño palacio para retiros y descanso. Allí, entre rezos y misas, la élite de la comarca encontraba paz… o algo parecido en esos retiros espirituales tan de moda por aquellos años.
Y cuentan —porque en los pueblos se cuenta todo— que durante uno de ellos cayó una tormenta bíblica. El agua desbordó la rambla y dejó incomunicados a todos durante días. Y mientras afuera el cielo rugía, dentro del santuario se mezclaron rosarios con risas, letanías con miradas furtivas… y vigilias con pasiones mucho menos santas, aunque quizás más humanas.
Meses después, el vientre de la muchacha habló por ella.
Y lo hizo bien alto.
En una sociedad donde escándalo y pecado iban de la mano, había que actuar deprisa. Para salvar el honor de la familia, enviaron a la joven embarazada a Almería al calor del hogar de unos familiares de muchos posibles, donde dio a luz a una niña a la que llamaron Petra.
Poco después, regresó a Cantoria acompañada de una criada contratada en la capital. Era el disfraz perfecto: la hija sería presentada como niña de la sirvienta, y asunto resuelto.
Así empezó la vida de Petra, criándose en la misma casa que su verdadera madre, pero sin poder decirle mamá. Ssiendo tratada como una simple hija de la criada. Y ni siquiera en el lecho de muerte la sangre se sinceró con la sangre.
El resto lo hicieron las lenguas afiladas del pueblo, que nunca perdonan tener un secreto cerca como si le quemara la lengua. Esa doble identidad —vista pero no nombrada— la endureció pronto: la volvió desconfiada, firme, de mucho carácter y muy peculiar.
Una niña nacida del pecado y criada sirviendo a la que un día la parió, que aprendió a caminar mirando de reojo.
Petra nunca fue mujer de inclinar la cabeza. Ni de callarse cuando algo le olía a injusticia. Ese carácter fiero que llevaba dentro —a veces admirado, a veces temido— le abrió puertas y le cerró otras. Pero siempre la mantuvo fiel a sí misma.
Con los años se casó con Guillermo Carreño, un hombre trabajador con quien compartió lo bueno y lo devastador: la muerte de más de la mitad de sus hijos. De nueve criaturas solo cuatro sobrevivieron. Era una época en que se podía morir de cualquier cosa. Aquella pena podría haberla roto, pero en Petra hizo justo lo contrario: la volvió más firme, más entregada a los demás, casi como si el dolor templara su espíritu en vez de quebrarlo.
Cuando la guerra estalló en 1936, Petra ya era un rostro reconocible en Cantoria. Su figura pequeña, incansable, recorría las calles del pueblo como un reloj que nunca se detenía. Tocaba puertas, insistía, exigía, convencía. Un conejo por aquí, unas gallinas por allá, pan, aceite... Lo que hubiera.
Para unos era una ayuda; para otros, un incordio que aparecía justo cuando no querían que nadie supiera lo que tenían en la despensa. Pero Petra insistía, porque lo que recogía terminaba en el frente republicano. Y así su nombre quedó amarrado al del Socorro Rojo Internacional, la organización que asistía a combatientes y familias.
Cuando la interrogaron, incluso antes de llegar a juicio, Petra habló con la sinceridad que la había acompañado toda su vida.
—Sí, señor juez, en Cantoria yo fui presidenta del Socorro Rojo porque el comité me lo impuso. Todos en el pueblo lo saben. Se cobraban cincuenta céntimos a los vecinos, y con eso se ayudaba a quien lo necesitaba. La tesorera era María Torrente, la secretaria Patrocinio Fernández, y la vocal Luisa Mañas.
Aquella franqueza, tan suya, casi la condena.
Los informes de la Guardia Civil no tardaron en caer sobre su expediente como losa de mármol:
“Individua peligrosa para el Régimen, muy activa en propaganda, fanática de los ideales marxistas. Llegó incluso a ponerse de luto por la caída de Barcelona”
El tribunal la escuchaba bajo un silencio helado. Petra sabía que cada palabra podía abrir la puerta de la cárcel… o algo peor. Días después, cuando comprendió hasta dónde podía llevarla su honestidad, modificó su versión: dijo que no había sido presidenta del Socorro Rojo, sino de una organización femenina ligada a la UGT, y que aceptó solo por ser la mayor. Negó militancia comunista y aseguró que, si alguna vez la inscribieron, fue sin pedirle permiso.
Pero ya era tarde: la sospecha estaba sembrada. Aun así, Petra no se enfrentaba sola aquel juicio, y eso, en 1939, era casi un milagro. Muchos testigos, incluso gente de derechas, se negaron a hundirla. Algunos, sorprendentemente, la defendieron con fervor.
El maestro Vicente García Reche recordó públicamente que, cuando nadie se atrevía a certificarle buena conducta, la única que dio la cara por él fue Petra.
Joaquín Martínez Reina declaró que, estando preso, fue ella quien organizó una recogida de firmas para sacarlo de la cárcel.
Incluso el alcalde, Joaquín Giménez del Olmo, testificó que Petra ayudaba siempre a los más necesitados, que nunca mostró rencor ni ansias de venganza y que voluntariamente distribuyó alimentos para los combatientes.
Pero no todo eran manos tendidas.
Algunos —los familiares de Encarnación Giménez, cuyas casas fueron saqueadas al inicio de la guerra— la señalaron como partícipe en el reparto de ropa y enseres. Para ellos, Petra era la cara visible de aquel expolio.
Petra, sin embargo, no se encogía.
—Yo no robé nada —respondía sin titubeos—. Lo que hice fue repartir entre los pobres lo que otros ya habían tomado. Y lo hice porque en este pueblo nadie debía pasar hambre, ni en la guerra ni en la paz.
Y al decirlo, había una verdad en su voz que ni el tribunal podía ignorar.
La historia de Petra oscilaba como un péndulo entre dos extremos: para unos era una heroína popular, una mujer que nunca negó un plato de comida; para otros, una comunista peligrosa cuya influencia, decían, podía desestabilizar al nuevo orden. Pero para ella misma, Petra era simplemente lo que siempre había sido: una mujer endurecida por golpes que nunca mereció. Una mujer que había aprendido a vivir entre habladurías sin dejar de mirar de frente.
El proceso judicial avanzaba entre montones de papeles, testimonios que se contradecían cargados de amenazas. Casi todos coincidían en algo: Petra no era criminal, pero sí “peligrosa” por la ascendencia que tenía sobre el pueblo. Sin embargo, su vida terminó salvándose, tal vez gracias a quienes decidieron ver en ella más humanidad que fanatismo: el alcalde Joaquín Jiménez, el joven párroco Luis Papis, y otros que recordaron en voz alta lo que Petra había hecho por los demás.
Cuando llegó el momento decisivo, el juez carraspeó, revisó por última vez su carpeta, y alzó la vista hacia la acusada.
—María Asunción Petra —proclamó con solemnidad—, este tribunal le concede la palabra para que, si lo estima oportuno, pronuncie lo que crea conveniente en su defensa.
Petra se incorporó lentamente. En la sala se hizo un silencio tan profundo que hasta el roce de sus manos contra el banco de madera pareció resonar. Se irguió, pequeña pero sin rastro de miedo, arregló con un gesto la falda negra y, con la voz temblorosa al principio, empezó a hablar de carrerilla.
—Fui hija del pecado, señorías. Y con esa culpa que no era mía se me crió. No tuve padre reconocido, y a mi madre la obligaron a ocultarme como si yo fuera una vergüenza. Y mire usted si lo hizo bien, que ni malmuriéndose confesó. Crecí bajo la mirada de quienes me recordaban cada día que era fruto de un error, de algo que nunca debió suceder. Desde niña aprendí lo que era vivir señalada, y eso me enseñó a no apartar la vista del dolor de los demás.
Se detuvo un segundo, solo uno, suficiente para que la sala contuviera el aliento. Cuando retomó la palabra, su voz ya tenía la firmeza de una mujer que no piensa retroceder.
—Cuando estalló la guerra, no pensé en banderas ni en partidos. Pensé en los pobres, en los que no tenían nada. Si fui por las casas cobrando cincuenta céntimos, no lo hice por ideología. Lo hice porque con esas monedas se llenaban cazuelas en el frente, cazuelas que alimentaban a esos pobres muchachos obligados en su mayoría a matar —hasta a sus propios hermanos— para defender una bandera. Muchachos que podían haber sido mis hijos, o los suyos mismos, señoría.
Si repartí ropas o muebles, fue porque preferí verlos servir a familias necesitadas antes que quedarse en casas vacías, abandonadas por quienes habían huido. No fue rencor, no fue odio: fue hambre lo que vi, y hambre lo que intenté aliviar.
Petra alzó el rostro. Sus ojos brillaban, pero no lloraban.
—Dicen que soy comunista. Dicen que soy peligrosa. No niego que ayudé, pero ayudé a todos, incluso a quienes pensaban distinto. Lo saben los que hoy declaran, lo sabe el alcalde, lo saben los presos a los que busqué liberar y hasta el cura. Si tengo culpa, es esa: la de no cerrar los ojos al sufrimiento. No busqué poder, ni venganza, ni gloria. Solo quise que en mi pueblo nadie pasase necesidad.
La sala permanecía tan quieta que se diría que nadie respiraba. En aquel instante, Petra dejó de ser acusada: hablaba por todos los que habían sobrevivido a la guerra y sus miserias.
—Eso es lo único de lo que me declaro culpable —concluyó—: de no haber negado un pedazo de pan a quien lo pedía. Fuera rojo, fuera azul, negro o blanco.
Cuando la sesión terminó aquel día de abril, Petra salió con el mismo paso seguro con que había entrado. No había vencido, pero había hablado. No había derrotado al Régimen, pero tampoco se había doblegado. Afuera la esperaban sus hijos, la calle de la Ermita en Cantoria, la vida que aún debía continuar, aunque siempre bajo la sombra vigilante de la posguerra.
Los años pasaron y en las tertulias del pueblo su nombre seguía apareciendo. Unos recordaban el pan que les llevó a escondidas; otros repetían los rumores del saqueo o aquel supuesto luto por Barcelona. Pero todos admitían, aunque fuera a regañadientes, que Petra había sido una mujer imposible de olvidar.
Pequeña en estatura, sí, pero inmensa en leyenda.
Su vida quedó marcada por el silencio de un origen prohibido, por la ferocidad de la guerra y por la dignidad con que se plantó ante un tribunal que quiso condenarla… y no pudo.
Este relato se inspira en hechos reales. Sin embargo, algun nombre y acontecimientos han sido alterados o imaginados para preservar la privacidad y enriquecer la narrativa.
Este relato está basado en los artículos de Juan José López Chirveches para la Revista Piedra Yllora, que pueden leer en:
Procesos a Cantorianos tras la Guerra Civil
Y en los Testimonios de:
María Ángeles Jiménez
Petra Carreño
Josefa Carreño
Diego Piñero