Bajo la sombra del algarrobo de Capanas
Por Andrés Carrillo Miras
Por Andrés Carrillo Miras
Siempre me siento en esta mesa. La que está junto a la ventana, donde cae la luz de la tarde y se ve, de reojo, la calle por donde pasan los chiquillos saliendo de la escuela y los viejos arrastrando la conversación de un día para otro. Antonio, el de la Manuela, ya ni me pregunta qué quiero. Sabe que por las tardes el cuerpo me pide café, aunque diga el médico que a mi edad no conviene. Pero a estas alturas… qué más da lo que convenga. Uno vive ya de costumbres, y las costumbres son lo último que nos deja Dios cuando empieza a quitarnos todo lo demás.
A esta hora el bar huele a serrín húmedo, al tabaco negro que fuma Basilio cuando cree que no miro, y al jaboncillo con que el que José el Sastre marca los patrones cuando está haciendo algún traje. José cose igual que habla: con paciencia de hormiga. Basilio, en cambio, todo lo contrario; no calla ni debajo del agua. Pero los dos me acompañan. No me lo han dicho nunca, pero sé que se sientan cerca para que no esté solo. Y eso, a mi edad, vale más que un sermonario entero.
No sé por qué hoy, precisamente hoy, he sentido esta punzada aquí, en el pecho, como si algo quisiera salir. No es dolor… Es otra cosa. Es la memoria llamando. Y yo, que he pasado la vida escuchando confesiones, noto cuando una palabra pide nacer.
Quizá —me digo— sea porque el café está más caliente de lo normal, o porque se ha pasado con ese chorreoncico de soberano que a mí tanto me gusta o porque la luz de noviembre cae de una forma que me recuerda otras tardes muy lejanas, otras tierras, con otras gentes y sus historias. O quizá…, quizá porque presiento que ya me queda poco por andar, y antes de marcharme uno siente la obligación de deshacer ciertos nudos.
La gente del pueblo me conoce como “don Luis”, el cura viejo. El que bautizó a media Carboneras y enterró a la otra media. Pero pocos saben lo que fui antes de ser viejo. Lo que viví antes y después de volver como párroco en el 47. Lo que callé para no despertar los fantasmas de nadie.
A veces —solo a veces— Basilio me mira como si quisiera preguntarme algo. Como si sospechara que detrás de mi sotana gastada hay un trozo de historia enterrada. Yo lo miro de reojo, me encojo de hombros y sigo mojando la magdalena en el café.
Pero hoy… hoy siento que sí, que debo contarlo.
José el sastre levanta la vista por encima de sus gafas, me observa, y noto que se ha dado cuenta de que estoy más callado de lo normal.
—¿Le pasa algo, don Luis? —Me pregunta, sin levantar la voz.
Yo niego con la cabeza, pero sí, sí que me pasa.
Me pasa que el tiempo me pesa.
Me pasa que a mis años ya no se puede seguir guardando según qué cosas.
Me pasa que no quiero que la verdad muera conmigo.
Porque yo estuve allí.
Yo vi cómo ardían las santas imágenes en la plaza del convento.
Yo escuché los gritos de la sobrina de don Juan Antonio, el cura que era mi compañero en Cantoria cuando vinieron a por él. Y a por mí.
Pero yo tuve la suerte que me pilló paseando por el campo, y aún así, oí los gritos.
Y yo fui salvado por manos humildes cuando la muerte venía con nombres y apellidos.
Yo dormí entre sacos de trigo y cebada, con la única compañía de las cabras, escuchando mi propio miedo masticar la noche.
La gente cree que la guerra es cosa de grandes cañones y generales; pero no.
La guerra son noches a oscuras.
Son pasos que suben unas escaleras.
Es el silencio de un niño que sabe que no debe hablar.
Es la fe reducida a un candil encendido en una cámara llena de polvo.
Es un algarrobo partido, viejo testigo de lo que no debe repetirse.
Tomo un sorbo de café. Sabe fuerte, como si Antonio hubiera echado una cucharada de más. Me calienta las manos y, sin querer, me devuelve a aquella otra tarde, aquella en la que todo empezó.
Respiro hondo y apoyo las manos en la mesa.
—Mirad, compañeros —digo al fin—, voy a contaros algo que nunca dije. Algo que pasó hace muchos años, cuando yo aún era joven y me destinaron a Cantoria y la sombra de la guerra me atrapó allí.
Basilio deja el cigarro en el plato del vaso de su café.
El sastre lo mira fijamente.
Guardo silencio un momento para coger fuerzas y cierro los ojos, cuando lo hago todavía vuelvo a oler el mar de mi infancia. Ese olor a sal y a redes secándose que se te mete en la sangre y no te abandona nunca.
Cuando los abro, miro por la ventana a la calle buscando un punto de apoyo para comenzar al fin, a desatar el primer hilo de mi historia.
Carboneras, por aquel entonces, no era más que un puñado de casas blancas junto a la playa. En la zona de Níjar lo llamaban el pueblico y algunos hasta se santiguaban al pronunciar su nombre, como si trajera mal fario. Era un lugar duro, sí, pero honrado, donde la gente vivía con la mirada clavada en el horizonte, esperando a los suyos que regresaban del mar tras cada jornada, buscando el pan de cada día.
Yo nací allí, en 1906, hijo de José Papis y María Cruz. Mi padre era un hombre de rostro serio, curtido por el trabajo, pero con una paciencia que yo no he vuelto a ver en nadie. Si hacía falta, era capaz de pasarse horas sentado junto a la puerta, mirando cómo cambiaba la luz en las lomas sin mediar palabra, hundido en sus pensamientos. Nunca levantó la voz. Nunca necesitó hacerlo. Bastaba con que te mirara para que uno entendiera lo que estaba bien y lo que no.
Mi madre, en cambio, era de temperamento más vivo. Tenía las manos siempre ocupadas —cosiendo, amasando, limpiando— y el corazón siempre dispuesto. Era de esas mujeres que no pueden ver sufrimiento sin meterse por medio para aliviarlo, aunque se quedara sin comer. Tenía una fe sencilla, sin adornos, pero firme como una roca. Si hoy soy sacerdote, es en gran parte por ella.
Éramos cinco hermanos: Juan, María, Rosa, Josefa y yo, el más pequeño. A Juan lo recuerdo como un muchacho inquieto, siempre con prisas, como si el mundo corriera detrás de él, pero siempre protector con nosotros. María era más seria, reservada; de las que saben escuchar sin interrumpir. Rosa, en cambio, heredó el genio de mi madre, pero con una dulzura que hacía imposible enfadarse con ella y su buen hacer con la aguja. Y Josefa, la más delicada de todos, tenía una fragilidad que ya de niños nos obligaba a cuidarla más de la cuenta.
Nuestra casa estaba en una calle estrecha, de esas que parecen hechas para que el viento no tenga dónde esconderse. Yo solía sentarme en el escalón de la puerta a ver pasar la gente: marineros camino de la playa, mujeres con cántaros, viejos con la piel oscura de tanto sol y salitre. A veces pienso que allí, en esa calle sin importancia, empezó todo: en la forma en que miraba a los demás, en ese deseo de comprenderlos, de aliviar un poco sus penas.
Mi vocación, si es que existe tal palabra sin que suene presuntuosa, nació poco a poco, pero con fuerza. No hubo ningún milagro, ningún rayo ni ninguna voz celestial. Lo que hubo fue una sensación de orden, de calma, cuando me acercaba a la iglesia. El silencio del templo me ofrecía la paz que no encontraba en ningún otro sitio. Era como si allí, entre las imágenes y el olor a cera, el mundo estuviera bien puesto.
El cura de entonces, me dejaba ayudar en lo que podía. Yo encendía las velas, colocaba los misales, limpiaba las vinajeras. A veces me quedaba después de misa, sentado en un banco, mirando y hablando en voz baja con las imágenes del retablo compartiendo nuestros secretos.
Mi padre, un día que me vio tan callado, me preguntó:
—Luis, ¿en qué andas pensando, muchacho?
Y yo, sin pensarlo, le dije:
—En ser cura, padre.
Él no dijo nada. Se quedó mirándome largo rato. Finalmente asintió, como si ya lo supiera desde antes que yo mismo. Mi madre, cuando lo oyó, se llevó las manos a la boca, emocionada; no por orgullo, sino por miedo. Sabía que una vida entregada a Dios es hermosa, sí… pero también está llena de soledades.
Así fui creciendo, entre catecismos, libros prestados y paseos junto al mar. Y cuando llegó la hora, marché a estudiar al seminario de San Idalecio de Almería. La habitación o celda, como se le llamaba, se me quedó grande y pequeña al mismo tiempo: grande por la ausencia, pequeña por el miedo a defraudar a los míos.
Me ordené sacerdote a finales de enero de 1931, con apenas veinticinco años. Recuerdo el temblor en las manos, el olor a incienso y el rostro emocionado de mis padres entre los asistentes. Mi primera misa fue en la Cañada de San Urbano, el 21 de junio de 1931. Mis padrinos fueron mi hermana María y su marido Atanasio. Aquel día creí que empezaba una vida tranquila, consagrada al servicio y al consuelo de las almas.
Pero Dios escribe recto con renglones torcidos. Y el mío, vaya si lo torció.
Pocas semanas después llegó mi primer destino: Cantoria.
No podía imaginar que ese pueblo, corazón mismo del Almanzora, que yo no conocía y apenas sabía colocar en un mapa, iba a convertirse en el escenario donde me jugaría la vida. Ni que un año cualquiera, que vino con mucho ruido, se transformaría de golpe en un precipicio.
Hoy, tantos años después, al contarlo aquí aún puedo sentir lo que sentí al bajar del carro que me llevó por primera vez a Cantoria.
¿Cómo iba yo a saber que aquella tierra, que aún olía a trigo segado, sería también la tierra donde aprendería a saber lo que es el miedo por salvar la misma vida?
Sabía que mi mera presencia en aquel cortijo ponía en peligro a la familia Cuesta. Bastaba con que alguien sospechara para que ellos lo pagaran con su propia vida, y eso era algo que no podía permitir.
Así que, una noche sin luna, me vestí de jornalero y me eché al hombro un atillo humilde —un poco de queso, pan y longaniza—. Sin despedidas ni ruido, abandoné el cortijo y tomé el camino de vuelta a mi tierra, confiando en que mi marcha bastara para mantenerlos a salvo.
No toqué carretera; el mundo abierto era demasiado visible. Crucé campos, ramblas, senderos y veredas apenas marcadas. Cada ruido me hacía girar la cabeza, cada sombra me hacía contener la respiración. A veces me apoyaba en un árbol, temblando, escuchando la tierra, sintiendo que el polvo en mis manos era el único testigo seguro de mi paso.
Dormía de día en cortijos abandonados, y de noche andaba. Atravesé Uleila del Campo y Sorbas con cuidado. Finalmente, llegué al paraje de Los Molinos del Río Aguas al amanecer. Desde lo alto pude ver el mar. Azul, inmenso, inmutable. Lo reconocí al instante: era el mar de mi infancia, el que me había enseñado a soñar, a imaginar que la vida podía ser amplia y segura. Mis pies sangraban, mis músculos dolían, pero la vista del mar me dio un impulso que ya no esperaba. Por un instante, la tensión se alivió y respiré como si hubiera recuperado algo que no sabía que había perdido: mi hogar.
La Cañada de don Rodrigo estaba cerca. Un enclave aislado, pocas casas dispersas, la rambla y los montes que la rodeaban me protegerían. Allí nadie preguntaba, nadie vigilaba cerca. Pocos vecinos, acostumbrados a la dureza del campo y la distancia del mundo, podían darse cuenta de que un hombre se escondía entre ellos.
Me instalé y permanecí allí hasta el final de la contienda, ayudando en el campo, dando de comer a las gallinas y cuidando el ganado. Esta tierra, la soledad y el recuerdo de los que me habían protegido se convirtieron en mi compañía. Allí, lejos de todo, recuperé la fuerza que había perdido en la senda desde Capanas.
Aquel julio de 1936 llegó como una nube baja que presagia que algo malo va a ocurrir de manera inminente. En el pueblo la gente empezó a andar mirando al suelo, como si las piedras fueran más interesantes que las caras conocidas. Y cuando un pueblo deja de mirarse a los ojos, algo grave está pasando.
Yo era joven todavía, pero lo recuerdo con una claridad que me incomoda incluso ahora, tantos años después. Tenía la sensación de que todo lo que había construido podía quebrarse en un segundo con un mal gesto.
Se hablaba en voz baja de prohibiciones, de registros, de que ya no estaba bien visto hacer según qué cosas. Las fiestas religiosas se recortaban, algunas procesiones se suspendían y otras se hacían casi a escondidas. Había casas donde antes me abrían la puerta sin preguntar, y ahora la abrían solo un palmo, como si yo llevara detrás una amenaza.
Las primeras destrucciones de imágenes llegaron a mediados de mes. No fueron aquí, sino en pueblos cercanos, pero en Cantoria corrieron las noticias antes que los carros. Comentaban que habían quemado santos en una era, en una plaza, que habían tirado crucifijos al fuego como si fueran astillas viejas. Yo escuchaba aquello y sentía un golpe en el estómago. Nunca pensé que vería algo parecido. Pero lo vi.
Un día, sin previo aviso, ordenaron que la iglesia se cerrara para el culto y entregara las llaves a un miembro del comité revolucionario. No se discutió: se acató. Recuerdo el sonido de las puertas al caer el cerrojo por dentro, un sonido seco que me dejó la piel fría. Al cabo de unas horas, vi entrar sacos, herramientas, cajas… y salir espuertas repletas de maderos y astillas, como si los retablos hubiesen sido desmenuzados a golpes, convertidos en pura leña.
A la mañana siguiente merodeé por la plaza, atento a cada movimiento de los milicianos en aquel recinto que, hasta entonces, había sido sagrado. Entonces los vi aparecer: san Antón, san Cayetano, la Virgen del Carmen, el sepulcro… todos arrancados de sus altares y exhibidos entre gritos de victoria.
Los seguí desde lejos, con el corazón encogido, hasta la plaza del Rulaor, junto al convento. Allí, sin más ceremonia que el jaleo de la muchedumbre, los amontonaron y les prendieron fuego. El humo subió rápido, negro y denso, como si quisiera ocultar para siempre lo que estábamos viendo.
La iglesia, que hasta entonces había sido un refugio, quedó convertida de repente en un espacio mudo y ajeno, vacía de toda alma y sentido.
En los días posteriores, dábamos misa en la casa de don Juan Antonio. Mandé a Carboneras a mi familia ya que allí estarían a salvo rodeadas de familiares que velarían para que no les pasara nada.
Había tensión en cada esquina. Algunos vecinos se volvían prudentes; otros, valientes en exceso. Las conversaciones se dividían en dos: las que se podían decir y las que no. Yo, que nunca había medido mis palabras, aprendí rápido.
Fue por aquellos días cuando tomó fuerza un pacto que ya existía de forma natural, pero que entonces se hizo firme. Pedro Cuesta y su mujer, Carmen —de quien él era confesor—, eran gente buena, discreta, de las que no necesitan alzar la voz: una sola palabra suya valía más que cualquier firma ante notario.
Una tarde, hablando casi en susurros en su corral, acordamos que si aquello empeoraba, que lo haría, ellos me ayudarían. Ya llegaban las noticias de las primeras iglesias quemadas y los primeros asesinatos de curas en Almería y Tabernas. En aquel momento pensé que quizá exagerábamos. Que a lo mejor solo era una tormenta política que pasaría rápido. Ojalá. Pero no. La sombra siguió creciendo, y lo que vino después hizo que aquella conversación, tan corta y tan discreta, se convirtiera en un salvavidas.
A mediados de septiembre empezaron a llegar rumores sobre las tropelías de unos milicianos hospedados en Albanchez y que les gustaba ir de “ronda” por los pueblos en busca de sus objetivos. Nadie sabía bien qué buscaban, pero todos intuíamos que aquello no era una simple visita. Que vinieran a Cantoria era cuestión de días o quizás horas. Y vinieron...
La tarde del 21 de septiembre yo había salido a pasear —esa costumbre mía de caminar para calmar la cabeza— y me alejé un poco por la carretera. No buscaba nada; solo necesitaba respirar lejos por caminos solitarios que me permitieran pensar y que no me distrajeran. Ese paseo, ese movimiento casi automático, terminó siendo mi salvación. Nunca he sabido si llamarlo azar, providencia o simple casualidad. Pero fue lo que me mantuvo lejos cuando ellos entraron.
Volví cuando ya había oscurecido. Al llegar a la altura de la Calle Álamo, supe que algo iba mal. Había gente en los portales, muy nerviosa, hablando de lo que había ocurrido y entonces un vecino dijo su nombre:
—A don Juan Antonio se lo han llevado.
Sentí un frío tan brusco que tuve que apoyarme en una pared. El cura titular… mi compañero… mi maestro. Se lo habían llevado de su casa. Cuando habían venido a por mí, yo no estaba.
Me dirigí casi corriendo hacia la vivienda donde vivía con su sobrina. Desde la calle ya se oían los llantos. No olvidaré nunca su cara: la muchacha tenía los ojos hinchados y una expresión de incredulidad, como si todo hubiera sido un malentendido que alguien debía aclarar de inmediato. Cuando me vio entrar, se desmoronó del todo.
—Dijeron que solo era para un interrogatorio —repetía una y otra vez—. Que volvería enseguida.
Yo no sabía qué decirle. ¿Qué se puede decir cuando la mentira es tan evidente y tan cruel? Le tomé las manos, temblaban. Noté que me temblaban también las mías. Ella buscaba en mí una respuesta que yo no podía darle. Me quedé en su casa esa noche para intentar aliviarla.
A la mañana siguiente llegó la noticia. No sé quién la trajo; después de tantos años las caras se confunden. Solo recuerdo una frase, fría, cortante:
—Lo han matado. Al ir al mercado de Albox hemos pasado por el barranco de la Guarducha y su sangre estaba aún fresca debajo de una higuera y un campesino que vivía por allí nos lo ha dicho.
No hubo detalles. La sobrina emitió un grito desgarrador que no cabe en ninguna palabra. Yo tuve que sentarme. No sé cuánto tiempo pasé así, con la vista fija en el suelo, intentando tragar algo que no se tragaba. Porque no solo perdí a un compañero, sino que me golpeó otra idea: si yo hubiera estado en casa, si no hubiera salido a caminar… me habrían llevado con él. No tengo ninguna duda. Y no sé si eso me alivia o me pesa más.
En aquel momento lo único que sentí fue vergüenza. Vergüenza de estar vivo. Vergüenza de haber escapado sin querer. Vergüenza de que la suerte —o lo que fuera— hubiera caído sobre mí como una moneda lanzada al aire.
La noche del 21 de septiembre rompió algo en Cantoria. Y rompió algo en mí. Hasta entonces aún creíamos que ciertos límites no se cruzarían. Aquella noche vimos que sí, que se cruzan, y que a veces no queda nadie para impedirlo.
La noche después del asesinato de don Juan Antonio, el pueblo estaba todavía en estado de shock. Y todos sabían que tarde o temprano volverían a por mí. Era cuestión de tiempo. Por eso me agarré al único plan que días atrás habíamos trazado: el refugio en el cortijo de Pedro Cuesta y Carmen Cuéllar, en Capanas.
Nunca les agradeceré lo suficiente lo que hicieron por mí. Aquel matrimonio, con cinco hijos pequeños, aceptó meter a su familia en un peligro candente. Y aun así no dudaron. Carmen, que había sido penitente mía, me miró a los ojos cuando me abrió el cortijo en aquella primera noche y solo dijo:
—Aquí no entra nadie sin que nosotros lo sepamos. En el cortijo de al lado está mi hermano que también velará por usted para que no le falte de nada.
Pedro, más seco, asentía, pero su manera de mover los brazos, de cerrar las puertas, lo decía todo: estaba dispuesto a jugarse la vida. Incluso siendo de derechas, se afilió a Izquierda Republicana para evitar cualquier sospecha.
El cortijo era humilde, amplio para las necesidades del campo, pero sin espacios vacíos. Sin embargo, encontraron un rincón para mí en la cámara, entre sacos de grano, almendras e higos secos que disimularían mi presencia. Sobre ellos extendía una manta fina y mi corazón latía con la prudencia de quien sabe que un solo paso en falso puede ser mortal. Encima de una mesita, un candil iluminaba mi Biblia. Leía, rezaba y repasaba mis textos, tratando de que la rutina religiosa mantuviera la cabeza en orden. Los libros y la oración eran lo único que me mantenía cuerdo.
Desde esa cámara se podía divisar los peligros que podían venir por el río, por el camino de Cantoria, escuchar si alguien subía, y había escondites rápidos. Entre ellos, el más perfecto estaba en los trojes. Si se ponía feo, me metía dentro, bajaba una tabla sobre mi cabeza y sobre ella vaciaban trigo o maíz. Por fuera nadie podía imaginar que debajo respiraba un hombre.
Desde el principio marcamos una rutina que se repetía día tras día sin excepción. Yo salía al campo temprano a cuidar el rebaño de unas diez o doce cabras en dirección a los cerros del Moral, las Lomas, el Barranco del Aire o la Mezquita, y cuando veía a alguien desconocido acercarse, empezaba a maldecir a los animales, a gritarles como si estuvieran haciendo todas las cosas mal. Aquello me salvó más de una vez: nadie sospecha de un cura cuando lo oye cagarse en todo lo sagrado, pero detrás de aquellos insultos estaba un hombre de Dios rezando entre improperios mientras el viento arrastraba mi voz por los bancales.
Con el paso de los días me acostumbré a esa vida. En el pueblo, la familia Cuesta evitaba hablar con sus vecinos, no por falta de confianza, sino por miedo a que cualquier palabra, si alguien escuchaba desde fuera, los comprometiera. Los niños también lo entendieron enseguida. Y nunca preguntaban más de la cuenta. Joaquín el pequeño, era el encargado de llevarme la comida desde su casa de la era grande al cortijo. A veces lo veía venir desde lejos, chapoteando entre los rastrojos, y me preguntaba qué clase de infancia era aquella.
El cortijo tenía un guardián involuntario: el algarrobo centenario que había entre el cortijo de Carmen y el de su hermano. Era un árbol especial, partido por un rayo hacía años, como si el cielo lo hubiera abierto para mirar dentro. A mí ese tronco hendido me hacía compañía. Cuando llegaba al oscurecer, me sentaba allí a ordeñar las cabras, y pensaba que si aquel árbol seguía en pie, yo también podía hacerlo. Era una tontería, pero me consolaba.
Cuando caía la noche venía lo peor, los miedos crecían. Cualquier ruido hacía que me quedara inmóvil, conteniendo el aire. A veces era una cabra, otras el viento, pero otras veces eran pasos. Esos pasos que venían desde el camino y se paraban en la puerta. Alguna noche escuchamos voces de milicianos que pedían vino o agua. Yo me quedaba clavado en la cámara, con la mano en la madera que tapaba el troje, preparado para desaparecer en segundos.
No sé cuántas veces pensé que nos descubrirían. Y no sé cuántas veces Pedro y Carmen tuvieron que hacer teatro para que nadie sospechara. Ella se santiguaba por dentro; él ponía cara de jornalero cansado que solo quiere seguir con su vida.
Hubo un día en que el peligro casi me alcanza. Un miliciano de Cantoria, Rafael, estaba por el río cuando se cruzó con Joaquínico que me traía la comida. Lo paró y le preguntó a dónde iba con esa fiambrera y él con su inocencia y sin entender del todo el riesgo, respondió con naturalidad, “a llevárselo al que reza por nosotros”, y Rafael se quedó quieto un instante, pensativo, hasta que dejó continuar a Joaquín. Al llegar, me contó lo ocurrido y me bastó un segundo para comprender que después de un año era hora de marcharme.
Sabía que mi mera presencia en aquel cortijo ponía en peligro a la familia Cuesta. Bastaba con que alguien sospechara para que ellos lo pagaran con su propia vida, y eso era algo que no podía permitir.
Así que, una noche sin luna, me vestí de jornalero y me eché al hombro un atillo humilde —un poco de queso, pan y longaniza—. Sin despedidas ni ruido, abandoné el cortijo y tomé el camino de vuelta a mi tierra, confiando en que mi marcha bastara para mantenerlos a salvo.
No toqué carretera; el mundo abierto era demasiado visible. Crucé campos, ramblas, senderos y veredas apenas marcadas. Cada ruido me hacía girar la cabeza, cada sombra me hacía contener la respiración. A veces me apoyaba en un árbol, temblando, escuchando la tierra, sintiendo que el polvo en mis manos era el único testigo seguro de mi paso.
Dormía de día en cortijos abandonados, y de noche andaba. Atravesé Uleila del Campo y Sorbas con cuidado. Finalmente, llegué al paraje de Los Molinos del Río Aguas al amanecer. Desde lo alto pude ver el mar. Azul, inmenso, inmutable. Lo reconocí al instante: era el mar de mi infancia, el que me había enseñado a soñar, a imaginar que la vida podía ser amplia y segura. Mis pies sangraban, mis músculos dolían, pero la vista del mar me dio un impulso que ya no esperaba. Por un instante, la tensión se alivió y respiré como si hubiera recuperado algo que no sabía que había perdido: mi hogar.
La Cañada de don Rodrigo estaba cerca. Un enclave aislado, pocas casas dispersas, la rambla y los montes que la rodeaban me protegerían. Allí nadie preguntaba, nadie vigilaba demasiado de cerca. Pocos vecinos, acostumbrados a la dureza del campo y la distancia del mundo, podían darse cuenta de que un hombre se escondía entre ellos.
Me instalé y permanecí allí hasta el final de la contienda, ayudando en el campo, dando de comer a las gallinas y cuidando el ganado. Esta tierra, la soledad y el recuerdo de los que me habían protegido se convirtieron en mi compañía. Allí, lejos de todo, recuperé la fuerza que había perdido en la senda desde Capanas.
La noticia de que las tropas de Franco se acercaban corrió entre los vecinos como la pólvora: a unos se les encogió el pecho, y a otros les causó alivio. El 19 de marzo, se colgó una sábana blanca en el balcón de Carmen López, en señal de que el pueblo se rendía sin oponer resistencia. En ese instante supe que era hora de regresar.
Cuando entré en Cantoria aquel 20 de marzo —a cuatro días del viernes de Dolores—, sentí que caminaba por un lugar diferente al que había dejado. La iglesia, mi querida iglesia, ya no parecía un templo: era un montón desordenado de trastos y enseres. Los bancos se acumulaban como si un torbellino los hubiera dejado caer al azar; las paredes estaban manchadas y heridas; y las hornacinas que un día habían albergado a los santos que tanto veneramos, ahora estaban vacíos.
Decidí que mientras no se reparara el templo, la misa se celebraría en un local prestado de la plaza. No había lujo ni solemnidad, pero los vecinos fueron llegando, tímidos al principio, como si temieran que el peligro no hubiera terminado.
No pasé mucho tiempo solo en aquella tarea de reconstrucción. Meses después de mi llegada enviaron a mi nuevo coadjutor, don Andrés Sánchez Galera —el bueno de don Andrés—, natural de Oria. Era un hombre curtido por los años y la experiencia, paciente, conocedor de la comarca y de las peculiaridades de sus gentes.
Juntos nos pusimos manos a la obra: empezamos por limpiar, por poner orden entre los restos dispersos, por preparar con mimo los primeros cultos. Cada avance era humilde, casi imperceptible, pero imprescindible para devolverle el aliento al templo.
Algunos vecinos habían salvado enseres de la iglesia escondiéndolos en sus casas. Recuerdo a Plácida García Jiménez, que custodió el cáliz durante los tres años de la guerra. Todo volvió a mis manos el mismo día de mi regreso, como si el pueblo entero hubiera estado esperando ese momento.
Los talleres de ebanistería de las Castellanas trabajaron incansables, creando un retablo alrededor de la hornacina de la Virgen del Carmen y otro para un lateral. Los yesaires taparon desperfectos de paredes y techos, y los albañiles arreglaron el suelo con mármoles traídos de distintos talleres de la localidad. Mientras tanto, las nuevas tallas de los patronos, encargadas al imaginero catalán José Vila Rafel, llegaban para devolver dignidad al culto.
Recuerdo con emoción la primera procesión de San Antón tras el retorno: la comitiva, exultante, desvió su camino hacia la estación de ferrocarril para recibir al nuevo padre Jesús. Fue un acto sencillo y a la vez profundo, la señal de que Cantoria empezaba a recomponerse de la tragedia y que la fe, aunque herida, seguía viva.
Me instalé en la misma casa de antes, donde mi hermana Rosa volvió a abrir la academia de bordados y corte y confección. Ver a mi familia allí, trabajando, enseñando, cosiendo, fue una alegría inmensa después de las penurias que habíamos pasado. El regreso no fue un simple viaje físico, sino una recuperación lenta de confianza y de fe en el pueblo. La Cantoria que encontré no era la que dejé; había perdido a hombres valientes, había visto la traición y el miedo, pero seguía allí, dispuesta a levantarse. Y yo también.
Llegado a este punto, necesito detenerme y hablar de alguien especial: Fernanda, hija de mis salvadores, Carmen y Pedro. La vi crecer desde niña, la vi reír con esa alegría limpia que iluminaba el cortijo, y también la vi ir apagándose lentamente, como una llama que se consume sin que nadie pueda avivarla.
Aún guardo en la memoria aquellas tardes en la academia de mi hermana Rosa. Fernanda se sentaba junto a la ventana, bordando su ajuar de novia. Cada puntada era un mundo: la concentración en su rostro, la serenidad con la que trabajaba, la ilusión disimulada escondida entre las telas. La observaba feliz, confiada, pensando en el porvenir que cualquier joven debería poder abrazar junto a su prometido.
Y entonces, un día, mientras deslizaba la aguja con su precisión habitual, un hilo de sangre empezó a descenderle por la nariz. Cayó sin aviso, en un hilo finísimo que avanzó hasta la tela blanca y la manchó con una pequeña gota roja. Ella se quedó inmóvil, sorprendida. Se avisó a sus padres y al médico. Este supo al instante que aquello no era un simple sangrado, aquello era tuberculosis.
Ese diagnóstico la apartó del mundo de los vivos sin haber muerto todavía. La confinaron en el cortijo de Capanas, donde pasó meses aislada, sin visitas, sin paseos, sin el tacto cálido de manos amigas. Su ajuar quedó a medio bordar, como quedó a medias su vida.
Y para aumentar su pena, su prometido —aquel con quien había compartido ilusiones— la abandonó buscando un destino más fácil junto a otra mujer. Ese golpe la dejó doblemente sola. Yo, al verla consumirse, sentí que debía hacer algo, lo que fuera, para impedir que se nos escapara sin pelear.
Conseguir una plaza para Fernanda no era tarea fácil. Las listas eran interminables, los recursos escasos, y las familias del campo apenas podían costear los gastos que exigía el tratamiento. Aun así, no podía quedarme inmóvil. Me encerré en mi despacho y comencé a escribir: envié cartas al obispado, al gobernador civil, al Ministerio de la Gobernación; toqué cuantas puertas encontré, para que aquella muchacha tuviera una oportunidad.
No había pasado ni un mes cuando llegó la noticia: Fernanda había sido admitida. La llevaron en tren, con las medidas sanitarias que se permitían entonces, y la despedimos con el corazón encogido. Aquellos eran años terribles; todos sabíamos que pocos regresaban con vida.
En el sanatorio, Fernanda fue testigo del horror que allí habitaba: la muerte entraba sin llamar, casi a diario, y se llevaba a quien encontraba más débil. Había un sonido que se convirtió en parte del paisaje: la campanilla del carro del enterrador, tintineando al rozar las piedras del camino cuando acudía a recoger otro cuerpo. Aquella campanilla —seca, breve— era siempre un mal presagio.
En marzo de 1945, una carta imprudente de una amiga de no muchas luces le trajo la noticia de que su antiguo novio se había casado con otra. Aquello, sin duda, aceleró su deterioro. Tres meses después, el 25 de marzo de 1945, su corazón se apagó. Tenía apenas 25 años.
Hice lo que pude para darle dignidad. No podía consentir que su sepultura fuese una fosa común, como era habitual en esos casos y en ese lugar. Intercedí, gestioné los permisos y logré que su cuerpo descansara en una tumba individual, registrada oficialmente. Cinco años después, Carmen Cuéllar pudo viajar hasta Alhama para traer los restos de su hija de regreso a Cantoria. Desde entonces, Fernanda descansa en su cementerio, en una lápida de mármol con la inscripción D.O.M. —Deo Optimo Máximo—. Un recuerdo frío pero digno, de una vida demasiado breve.
Años más tarde, hacia 1948, el destino volvió a golpear a mi familia. Mi hermana Josefa comenzó a enfermar: fiebres intermitentes, tos persistente, agotamiento sin causa. Ya estaba casada y tenía tres hijos pequeños, niños aún de brazos, que necesitaban de su madre para cada gesto de la vida.
El diagnóstico volvió a ser el mismo que el de Fernanda. Pero esta vez la herida dolía más hondo.
Josefa tuvo que enfrentarse a una decisión que partiría en dos a cualquier madre: dejar a sus hijos al cuidado de su marido y de la familia, y marcharse sola al sanatorio, sin saber si algún día volvería a abrazarlos. Aún la veo aquella tarde, como los miraba, como quien intenta guardar cada rasgo de sus caras en el alma por si el destino decidía no devolverla. Contuvo el abrazo que tanto necesitaba por miedo a contagiarles, y ese gesto nos rompió a todos.
Cuando su hijo pequeño rompió a llorar y tuvimos que sujetarlo para que no corriera hacia ella, fue imposible contener nuestras propias lágrimas.
En Sierra Espuña, Josefa nos escribía cartas en las que narraba aquello que ya en su día Fernanda describió a su familia en sus misivas, habitaciones frías, con un fuerte olor a desinfectante, pasillos donde la muerte caminaba sin hacer ruido, y la campanilla del carro del enterrador sonando casi a diario al atravesar el camino de piedra. Pero Josefa tenía una fuerza interior que jamás sospechamos. Y luchó, se aferró a la vida con la fuerza de un huracán, tenía que terminar de criar a sus hijos. Y contra todo pronóstico, se curó. Volvió a Carboneras meses después, delgada, cansada, pero viva. Aquello siempre lo consideré un milagro.
A veces pienso que Dios, que tantas veces nos pone a prueba, también se permite alguna broma pesada… o, al menos, permite que la vida lo haga. Esta historia ocurrió un poco antes de que me trasladaran definitivamente a Carboneras, cuando ya el templo estaba plenamente reconstruido.
Una tarde, mientras preparaba los oficios, oí unos chillidos de espanto mezclados con rezos sobresaltados cerca del altar mayor, en los bancos delanteros. Eran las mujeres más devotas, las viejas de misa diaria, apiñadas, con la cara desencajada, agarrándose unas a otras. “Padre… padre… ¡mire, mire ahí arriba!”, decían señalando la lámpara de aceite que colgaba sobre el altar mayor.
La lámpara se movía. Muy despacio, como si alguien la empujara desde un mundo que no era éste. Primero un vaivén leve… luego un giro más brusco. Las viejas empezaron a santiguarse en cadena, como si se contagiaran unas a otras el terror. “¡Es un alma del otro mundo!”, gritó una. “¡Ha venido a pedir cuentas!”, añadió otra, temblando.
Yo intenté mantener la compostura, pero confieso que por un instante también noté un escalofrío. Hasta que oí, a lo lejos, un ruido sospechoso: como de risitas ahogadas. Provenía de la puerta de la sacristía.
Allí descubrí la escena completa: los dos monaguillos, encogidos de risa, tirando de la cuerda que servía para bajar la lámpara cuando había que limpiarla o rellenarla. Esta estaba atada allí, a la altura de la cintura de un adulto, y con cada tirón, la lámpara se movía como si un espíritu quisiera llamar la atención.
—¡Pero bueno, insensatos! —les dije en voz baja—. ¿Queréis matar de un susto a media Cantoria? Les regañé porque les tenía que regañar, pero en mis adentros reía por ese acto que tanto había asustado a esas mujeres que aunque eran de misa diaria, su corazón no era tan puro como debiera y porque no decirlo, les servía de escarmiento por su doble moral.
Los chiquillos, rojos como tomates, solo acertaron a disculparse prometiendo que no lo harían más. Como castigo, un par de padres nuestros y tres aves marías que no les vendrían nada mal.
Todo habría quedado en una simple travesura, de no ser por el verdadero origen del espanto. Las viejas del lugar estaban convencidas de que aquel “alma” que movía la lámpara para pedir cuentas tenía un motivo poderoso: hacía apenas unos días que se había enterrado en sagrado a un ahorcado.
Era un hombre querido, respetado por todos, pero la vergüenza y la culpa lo habían ido cercando hasta dejarlo sin aliento. Su hija, enredada con un hombre casado, quedó embarazada. Él, desbordado por el qué dirán, la llevó hasta Almería para que diera a luz en el Hospital Provincial y, acto seguido, dejó al recién nacido en la Casa Cuna para que lo entregaran en adopción. Cuando regresaron al pueblo, la conciencia empezó a devorarlo por dentro. En cuestión de días la culpa pudo más que él, y lo encontramos sin vida en una era cercana.
El pueblo entero lo lloró. Y yo, desoyendo las normas estrictas de la Iglesia sobre los suicidas, decidí darle sepultura en sagrado. No podía condenarlo cuando lo que lo había empujado al abismo no fue la maldad, sino un corazón roto bajo el peso de sus propios errores.
Quizá por eso, cuando las viejas vieron ese traqueteo, pensaron que eran los difuntos que exigían explicaciones.
Yo me aclaré la garganta, pedí silencio y dije:
—Hermanas… el único espíritu que hay aquí ahora mismo es el de la travesura. Los responsables son mis acólitos que se están enseñando a manejar la polea de la lámpara para ayudar al sacristán a encenderla.
Las viejas, lejos de tranquilizarse, se miraron entre ellas. Una me dijo:
—Padre… pues si son los niños, mejor, pero yo he visto muchas cosas en mis años, ¿eh? Que los muertos, cuando quieren, vuelven.
Yo solo pude suspirar, y a petición de las presentes, bendecir con agua bendita la lámpara “por si acaso”.
Si es que ser cura implica ser psicólogo, padre, mediador… y a veces cazafantasmas a la fuerza.
Con los años las cosas se suavizan y confieso que, con los años, cada vez que la recuerdo, no puedo evitar sonreír. Porque también en las penas más negras la vida se permite un gesto de humor, como si nos invitara a no rendirnos del todo.
En 1947 regresé a Carboneras, mi tierra, mi raíz. Después de años de guerra, de huidas y de vueltas, el obispo atendió mi solicitud de ocupar el curato de Carboneras que se había quedado vacante. Cuando llegué, la iglesia estaba muy deteriorada, por eso se decía misa en una sala del castillo, pero con esfuerzo, paciencia y la ayuda de los vecinos, empezamos la reconstrucción. Cada piedra colocada, cada banco reparado, cada retablo restaurado era un acto de fe y de memoria.
Pero yo no quería limitarme únicamente a los oficios religiosos. Sentía que Carboneras necesitaba recuperar su vida cultural, ese pulso que une a la gente más allá de la misa del domingo. Organicé veladas, funciones sencillas, actuaciones benéficas… cualquier cosa que pudiera atraer fondos y, al mismo tiempo, devolver la alegría al pueblo. Y la respuesta fue extraordinaria. La gente entendía que aquello era para todos, que cada céntimo y cada aplauso ayudaban a levantar algo que también les pertenecía.
Uno de los proyectos que más me llenó de orgullo fue el dispensario antitracomatoso. Lograr que el obispado donara los terrenos y que se pusiera en marcha fue arduo, pero lo conseguimos en 1953. Sabía que aquel dispensario podría salvar vidas, como en su día había luchado por Fernanda y mi hermana en Sierra Espuña. También gestioné la cesión de terrenos para construir la ermita en la barriada de Argamasón, otro pequeño refugio de fe y esperanza para los vecinos.
Con los años, mi vida adquirió un ritmo más pausado.
Me aferré a ciertas costumbres que me daban seguridad: las mañanas dedicadas a la iglesia, la supervisión de las obras, y las tardes que siempre terminaban en el bar de Antonio con vosotros mis amigos, José, mi buen sastre y tú, mi fiel Basilio, mi sacristán. Podemos hablar de todo, de lo divino y humano, de lo malo y bueno, y por eso me permito la licencia de que ahora seáis vosotros mis confesores.
Pero cuando creí que al fin entraba en una etapa serena, la vida volvió a demostrarme que nadie está a salvo del dolor.
Mi sobrino Antonio José… el mediano de mi hermana Josefa.
Veinticinco años. Antonio era piloto y técnico de aviones del ejército del aire con una carrera brillante por delante. Una vida entera a la vuelta de la esquina.
Y en esa esquina fue donde murió de forma absurda y brutal atropellado por un coche.
Aquel golpe quebró a toda la familia. Recuerdo el día que recibimos la noticia, esa sensación de que el suelo se abría, de que el aire pesaba demasiado. Mi hermana Josefa… ay, Josefa nunca volvió a ser la misma. Era como si algo en ella se hubiera roto sin remedio. Dos años después, con apenas sesenta y dos años, se nos fue también. Está enterrada junto a su hijo en el cementerio de Alcantarilla.
Para mí y para mi hermana Rosa fue un golpe del que tampoco nos recuperamos del todo. Habíamos pasado tanto tiempo con ellos… Las vacaciones, las visitas interminables, los veranos en los que Antonio José con sus hermanos Fernando y Luis corrían por la casa como si el mundo estuviera hecho solo para ellos. Era alegre, dicharachero, cariñoso, por eso su ausencia dejó un dolor nuevo, más profundo, más frío.
Y aun así, la vida siguió.
Yo seguí siendo el cura de Carboneras, el que escuchaba, el que aconsejaba, el que acompañaba. Pero dentro de mí había una herida más. Otra. Una que aprendí a llevar con dignidad y con fe, como tantas otras.
Nunca pensé que sería yo quien tendría que contar el final de su historia. Siempre dije que él me enterraría a mí, que para eso era más fuerte que el esparto y más terco que una mula vieja. Pero a veces Dios tiene sus planes y se los guarda hasta el último día.
Me llamo Basilio López, sacristán de Carboneras durante tantos años que ya ni los cuento. Y si algo puedo decir con orgullo es que fui la sombra del cura: el que le preparaba la iglesia, el que sabía cómo le gustaba el café, el que interpretaba sus silencios y entendía sus miradas. Más que compañeros, éramos familia.
El Corpus de 1978
Aquel 25 de mayo de 1978, Corpus Christi, amaneció luminoso, con ese brillo blanco que tiene Carboneras cuando el sol se ensaña. Desde primera hora noté que él no estaba bien. Tenía un cansancio raro en la respiración y la piel demasiado pálida para ser día grande. Yo, que lo conocía como a mis manos, se lo dije:
—Padre, si no se encuentra fino… podemos acortar la procesión.
Él, nada. Con ese gesto suyo de “no seas pesado, Basilio”, me contestó:
—El Corpus sin mí no sería Corpus. Vamos.
Nunca he discutido con nadie tanto como con él… ni he perdido tantas veces.
Salimos de la iglesia, entre pétalos, incienso y el murmullo de siempre. Pero a mitad del recorrido lo vi encogerse un poco. Primero pensé que era el calor, luego ya vi que no. Se agarró al báculo y me buscó con los ojos.
—Basilio… —me dijo— no puedo seguir.
Ahí supe que algo grave pasaba, porque él jamás admitía debilidades.
Nos acercamos varios: familiares, feligreses, vecinos de toda la vida. Lo sentaron en una silla que trajeron de una casa cercana. Le ofrecieron agua, aire, un abanico. Yo mandé correr a buscar a la médica del pueblo, pero estaba fuera. Cada minuto que pasaba era un golpe más en el pecho.
—¡Voy a por el coche que nos lo llevamos para Almería! — dijo uno de sus sobrinos.
Lo trasladamos deprisa, cada uno rezando lo suyo, otros sin rezar pero mirando el cielo igual. Yo fui a su lado, agarrándole la mano. En el camino perdió fuerzas, pero no la conciencia. Me apretó los dedos un par de veces como diciendo “calma, Basilio, calma”, aunque el asustado era él.
Llegamos al hospital… pero ya no había nada que hacer. Murió a las pocas horas, con 72 años, cansado del cuerpo pero no del alma, que esa la tuvo joven hasta el final.
El pueblo que se quedó huérfano.
La noticia corrió como un golpe de mar: repentino, seco, imposible de detener. Carboneras entera se llenó de un silencio que no conocíamos. Al día siguiente la iglesia estaba abarrotada. Decían que era el entierro de un cura, pero para nosotros era como despedir a un padre.
Lo enterramos en Carboneras, donde quiso quedarse para siempre, con los suyos, con su paisaje, con ese viento salino que tanto le calmaba la cabeza en los días malos.
Cuando recostaron la losa sobre su tumba, sentí como si me cerraran también un cuarto de mi vida.
Lo que quedó de él.
No me acostumbro a entrar en la iglesia sin oír su tos leve, su bastón golpeando el suelo, su “Basilio, enciende aquello” que tanto odiaba y tanto echo de menos.
A veces, cuando la tarde baja y la luz se vuelve dorada, camino hasta el cementerio. No para llorarlo —ya lo lloré suficiente— sino para hablarle. Le cuento cosas del pueblo, de la iglesia, de sus viejos monaguillos, de cómo sigue el bar de Antonio. Y aunque sé que no contesta, yo siento que escucha, que al menos me hace el favor de no dejarme solo del todo.
—Espérame un poco más —le digo siempre—. Tú, que tenías tanta paciencia, sabrás esperar.
Y me voy tranquilo, porque sé que él sigue allí, como estuvo toda la vida: sin ruido, sin prisa, acompañando.
Documentación:
LÓPEZ CHIRVECHES, Juan José. "Procesos a cantorianos tras la guerra civil de 1936-39". Revista Piedra Yllora nº 6. Año 2011.
Diario La Independencia. Número 7188 del 24-07-1931
Diario Yugo. 26-01-1951
Diario Yugo. 14-06-1953
Diario Yugo. 23-10-1957
Testimonios y Agradecimientos:
Encarna Cuesta
María Andrés
Casto Uribe
Amalia Fiñana
Su sotana, gastada de vida,
fue abrigo de huérfanos,
consuelo de madres,
y luz para quien buscaba un sendero
cuando el mundo se oscurecía.
En Cantoria y Carboneras
rehizo la casa de Dios,
y también la de su gente:
llenó los pueblos de cultura,
de música, de palabra viva;
porque sabía que el alma,
como los muros viejos,
también necesita ser restaurada.