A mí no me hablen de vacaciones en hoteles, ni posadas, ni de cruceros como ese del Titánic. Donde se pongan los baños de mi juventud, con camión de Gómez o tren correo incluido, que se quite lo demás.
En Cantoria, cuando se acercaba el veranico, el pregonero salía con su corneta y voceaba por las esquinas:
—“¡Se hace saber que el domingo próximo vamos de baños a Garrucha, en el camión de los Gómez, a tres duros el viaje, pal que quiera venir…!”—
Y claro, ¡cómo no íbamos a querer! Si hasta mi Andrés, que se apuntaba a un bombardeo si hiciera falta, ya estaba preparando la fiambrera el jueves.
Nos subíamos en la caja del camión como sardinas en lata: unos sentados en el suelo, otros de pie, y todos al aire libre. Que si te tocaba viento, te pelaba; y si no, te cocías. Y cuidado con meterse con el del estiércol… Una vez, pasando por la carretera de Arboleas, a uno del camión se le ocurrió gritarle a un cortijero que estaba paleando boñiga:
—“¡Nosotros a bañarnos, y vosotros, a joderos y trabajar!”—
Ni corto ni perezoso, el del estiércol lanzó la leva y fue a darle en toda la trompa a la pobre tía María “la Bodega”. El resto del viaje lo hicimos con olor a campo… pero bien fresco.
Aunque si había que hablar de vacaciones de verdad, las buenas eran en Águilas. Allí nos íbamos en el tren correo: Anita Castejón, Nemesia, Soledad, Mª Josefa “la Judas”, “los Lalos”, la tía Ana Josefa de la posá… y yo, por supuesto. Alquilábamos entre todas una casa, que compartíamos como buenas hermanas… o al menos lo intentábamos.
Mi madre tenía el kilométrico de 2ª por ser hija de ferroviario, pero como las demás iban en 3ª, ella también se venía con nosotras. Solidaria ante todo y si había que ir con la tablilla del asiento machacándote las costillas pues se iba.
Un viaje memorable fue aquel en el que Soledad, para ahorrarse el billete de su hijo, lo metió debajo del asiento. El niño iba chorreando sudor y tiznao como una chimenea. Cuando cambiamos de tren en Almendricos, el revisor lo vio y preguntó:
—“¿Este niño, de quién es?”—
—“¡No sabemos! Se ha montado aquí solo…”—
Pero el angelico, más listo que el hambre, señaló a su madre y la lió parda. Le cobraron el billete doble y Soledad se nos puso con los brazos en jarras, echando fuego por los ojos:
—“¡Vamos las señoritingas! Una que va de balde en ventanilla y la otra marquesa en la otra… Y tú —le dice al niño— que has pagao doble, ¡a la ventanilla te vas ya mismo!”—
Cuando llegábamos a Águilas, los “alquileros de casas” con sus sombreros de paja y cinta ancha cargaban nuestros bultos en burros. Pero había que vigilarlos, porque si podían registrar los cestos de comida… lo hacían. Y si había algo que les gustaba, se lo quedaban “por error”.
Un día la tía Ana Josefa, que era mayorcica y sufría de los pies, se paró a medio camino y dijo:
—“Yo ya no ando más”—
Y allí me ves a mí, con veintipocos años, echándomela a cuestas. Ella tan agustico… que se meó encima. “¡Ay, hija, perdóname! ¡Pero qué descanso!” —decía.
Las camas se sorteaban a codazos. Las más listas pillaban las que tenían colchón (de lana si había suerte, perfollas si no), y las demás al suelo, a cuerpo gentil.
Por las mañanas, al agua patos, y por las tardes, paseo por el Paseo de Parra, helado y, si se terciaba, churros con chocolate antes de dormir.
Un primo mío nos presentó a un par de guardias civiles de nuestra edad. Muy respetuosos, eso sí. Un día se les ocurrió hacernos una visita, y Anita y yo pensamos en gastar una bromica. Le dijimos a los guardias que preguntaran por Soledad y Mª Josefa… ¡como si fueran estraperlistas!
Se presentaron por la noche, tocando la puerta y diciendo con voz firme:
—“¿Es aquí donde se alojan Soledad y su hermana Mª Josefa, estraperlistas de aceite y harina?”—
Mª Josefa se puso blanca como un papel de fumar:
—“¡Mire usted, Sr. Guardia, no sé quién le ha dicho eso… pero si nos sobra algo lo vendemos, ¡pero sólo por el gasto!”—
Aquello acabó con carcajadas y una buena ración de pellizcos y empujones por parte de las “inocentes”. ¡Cómo se puso la Josefa! Que la bromica casi le cuesta la vida… y la digestión.
Otro día, con Nemesia, decidimos bañarnos en una zona más tranquila porque hacía levante. Lo malo fue que al salir del agua, estábamos cubiertas de algas hasta las cejas. Como teníamos que pasar por el paseo y no llevábamos más que unas sábanas, Nemesia tomó prestados dos albornoces de una caseta. De esos de “gente bien”. Nos los pusimos y salimos tan dignas.
Y de lo que hizo la tía Ana Josefa una noche mejor ni hablamos. Decía que el paseo nocturno le venía bien para el cuerpo, pero como no había luz, se agachó… y defecó encima de unos novios que estaban en la arena. "¡Dios mío, qué susto se llevaron!" gritaba luego, más avergonzada que arrepentida.
Soledad, en su línea, se llevó una gallina viva amarrada al patio con una alpargata. El último día la mató, la frió y la metió en una fiambrera para llevársela a Cantoria. Pero Mª Josefa nos dijo:
—“¡Haced lo que queráis, pero esa gallina no sale de Águilas!”—
Así que Anita y yo, a mordiscos y con los dientes partidos, nos la fuimos comiendo. Estaba más dura que un cante de fragua.
Cuando Soledad vio que quedaba sólo el espinazo, pegó un grito que hizo temblar los vasos:
—“¡Sinvergüenzas, bandidas, infames!”—
Y la otra va y le dice:
—“¡No te pongas así, que no te has gastado un duro en los baños y no has disfrutado de ná!”—
Entonces Soledad, muy digna, abrió su monedero negro, sacó un puñado de billetes, los extendió en la mesa y dijo:
—“¡Esto es lo que yo disfruto! ¿Ves? ¡Esto!”—
Y yo me pregunté: ¿Y nosotras qué? ¿Con qué nos quedamos? Pues con los recuerdos, las risas, los empujones, los mordiscos, las bromas, el olor a salitre… Y sí, también con un poco de olor a gallina frita.
Pero que nos quiten lo bailao.
Este relato está basado en un artículo sobre los baños escrito por Ana Guerrero Marín, con el testimonio de Huertas, su madre (pincha aqui para acceder al artículo)