Esta historia se inspira en hechos reales. Sin embargo, algunos nombres, fechas, lugares y acontecimientos han sido alterados o imaginados para preservar la privacidad y enriquecer la narrativa.
Este relato está basado en el testimonio de Herminia, hija de la sobrina del párroco fallecido y de los artículos de Juan José López Chirveches para la Revista Piedra Yllora y que puedes leer en:
Tamara, Marina, David, Laura, Lucia, Stella y Daniela—Venid, sentaos un momento conmigo. No, no os asuteis que no es para regañaros —dijo Herminia sonriendo con dulzura mientras apagaba la televisión—. Ya que estáis todos juntos quiero aprovechar la ocasión y solo os pido un ratico. Sé que tenéis vuestra vida, que el móvil, los amigos, los estudios… todo va muy deprisa ahora. Pero lo que os quiero contar hoy no se encuentra en ningún facebook de esos. Es algo que no está escrito en libros, pero que vive en nosotros. Es parte de lo que sois, aunque no lo sepáis todavía.
He tardado muchos años en decidirme a hablar de esto. No porque no quisiera, sino porque no sabía si alguien querría escucharme. Durante mucho tiempo pensé que quizás ya no importaba. Que era cosa del pasado. Pero últimamente, cuando os miro… siento que sí importa. Que vosotros sois los que podéis hacer algo con esta historia.
Porque es parte de nuestra familia. Y también es una promesa que me hice hace muchos años. Una promesa que ya no quiero dejar pendiente.
Por eso os pido que me escuchéis, con el corazón abierto, aunque lo que voy a contar no sea fácil. Porque entre silencios y verdades a medias, a mí me quitaron una hermana. Porque se que me la quitaron. Y creo que ha llegado el momento de buscarla.
Veréis… nuestra historia comienza muchos años atrás, en 1936, cuando estalló la Guerra Civil. En Cantoria, nuestro pueblo, vivía un cura muy querido: don Juan Antonio López Pérez. Era mi tío abuelo. Un hombre bueno, bondadoso, que ayudaba a los pobres y no tenía miedo de meterse en las cuevas donde vivían los más necesitados. Predicaba a pesar de que le faltaba un pulmón, lo que le hacía difícil respirar y hablar. Aun así, la gente lo quería. Decían que tenía fama de santo.
Vivía con su sobrina, que era mi madre, Elisa. Cuando comenzó la persecución a los religiosos, muchos curas huyeron. Pero él no quiso marcharse. Dijo que no podía dejar sola a Elisa ya que no había mucha familia mas, y que no temía a nada porque no había hecho daño a nadie.
Pero se equivocó.
Una tarde de septiembre, unos milicianos llegaron a Cantoria. Lo buscaron, lo sacaron de casa entre los gritos de mi madre, lo obligaron a subir a un coche negro y se lo llevaron. Lo asesinaron a las afueras, a tiros, cerca de la venta del Guarducha. Sus últimas palabras, dicen que fueron: “Os perdono”.
Nunca pudimos recuperar su cuerpo. Lo tiraron a un barranco, y luego acabó —según dijeron— en el osario común del cementerio de Albox. No hubo tumba, ni despedida. Solo dolor y silencio.
Mi madre, Elisa, quedó desamparada. Era una muchacha sola en un país en ruinas. Se casó con un noviete que tenía. Pero ese matrimonio no funcionó demasiado bien. Pero de ahí nací yo.
Años después nació mi hermana y, poco tiempo después… ocurrió lo peor.
Mi madre sufría el mismo problema pulmonar que su tío Juan Antonio. Tras el segundo parto, su salud empeoró rápidamente, hasta el punto de tener que ser ingresada en el Hospital Provincial, gracias a la mediación de un pariente médico de Cantoria. Se llevó con ella a mi hermana, que era apenas un bebé y aún mamaba. Nadie imaginaba que la situación era mucho más grave de lo que parecía.
A mí me dejó al cuidado de vuestra bisabuela. Y pocos días después, murió. Sola. Como tantas mujeres en aquellos tiempos. Cuando ya no le quedaban fuerzas ni esperanza, a mi hermana se la llevaron a la Casa Cuna.
Dos o tres días más tarde, una carta llegó a Alicante, donde mi padre había emigrado por trabajo. En ella le informaban de que mi madre había fallecido y que, pocos días después, también había muerto la niña. Las enterraron en una fosa común. Sin más explicaciones.
Pero con el tiempo, algo no encajaba...
No hubo certificado claro. Nadie vio los cuerpos. Todo fue rápido, frío, silencioso.
Y cuando fui creciendo, y preguntaba… las respuestas eran siempre confusas.
Hasta que un día entendí lo que mi corazón ya sabía: que la niña, mi hermana, no podía haber muerto. Que fue una de esas niñas robadas por las monjas, como pasó tantas veces en la Casa Cuna y en tantos hospitales de este país.
Mi padre nunca habló mucho. Me recogió cuando tenía edad suficiente y nos fuimos a Alicante, donde he vivido desde entonces. Siempre trabajó mucho y sufrió en silencio. Yo también. Pero con los años, la herida no ha cerrado. Al contrario… cada vez duele más.
Por eso os lo cuento hoy.
Porque ya sois mayores, porque tenéis corazón, y porque podéis ayudarme.
Quiero que encontréis a mi hermana. A esa niña que, si está viva, debe tener tres o cuatro años menos que yo.
Quiero saber si vive. Saber si tuvo familia. Si sabe que fue adoptada. Si piensa que hay otra familia, la de sangre buscándola. Si algún día se preguntó por qué la dejaron allí.
Y sobre todo… quiero decirle que no la olvidamos. Que siempre la llevamos dentro. Que fue arrancada de nuestras vidas, pero nunca de nuestro corazón.
Buscad, niños. Hacedlo por mí. Usad internet, buscad archivos, preguntad, llamad.
No quiero justicia. Quiero verdad. Quiero luz.
Quiero que esta historia no se quede enterrada como tantas otras.
Y si algún día la encontramos… quiero que sepa que su hermana la buscó y la quiso con toda su alma toda la vida.
Preparándose para disparar en el Barranco de la Guarducha
Elisa en el Hospital Provincial muy débil por su enfermedad
Después de morir Elisa, nadie supo mas de la pequeña.