No sabría decir el momento exacto en que me enamoré de Catalina Casanova. Quizás fue aquella tarde en la iglesia, cuando, al volverme en mitad del rezo, la vi cerrar los ojos con tanta fe, tan serena y luminosa, que me pareció que la Virgen misma se le había metido en la piel. O tal vez fue mucho antes, cuando coincidimos en una de aquellas veladas sociales donde todo parecía medirse en apellidos, miradas furtivas y el tintineo de copas de cristal. No lo sé. Lo que sí recuerdo con claridad es la certeza que sentí: Catalina Casanova sería mi esposa. A pesar de todo.
Y digo “a pesar” porque yo era, a ojos del pueblo, un muchacho de buena familia, de ecos del pasado gloriosos, pero de bolsillos discretos. Los Abellán veníamos de linaje respetado, pero no de herencias generosas. Y en Cuevas, a mediados del siglo, eso importaba mucho. Tanto, que uno podía ser más caballero por lo que pesaba su talego que por lo que dictara su sangre.
Por eso, y aunque mi apellido me abría ciertas puertas, yo tenía que hacer algo que no solía hacer un joven de mi clase: trabajar. Y no de palabra ni de representación, sino de verdad. Era contable de la mina Ánimas del Jaroso, propiedad de la Sociedad Carmen y Consortes. Un puesto distinguido, sin duda, pero asalariado. Ganaba un sueldo, rendía cuentas, tenía obligaciones. Vivía más en la sierra que en el pueblo, entre galenas y pólvora, pero con el alma cada vez más tensa por el espectáculo que veía tres veces al año.
La carreta.
¡Ay, la carreta de los repartos! Qué escándalo de dinero en cada una de aquellas varadas… Bajaba de la mina como un cortejo de bodas: bueyes, talegos de lona repletos de duros de plata, y hombres armados custodiando el tesoro hasta las puertas de los accionistas. Y Catalina, claro, hija de uno de ellos. Su casa era parada fija de la carreta. La mía, no.
Y sin embargo, me correspondía. Catalina me quería con la misma firmeza con la que yo soñaba con verla algún día cruzar el umbral de mi casa, no como invitada, sino como esposa. Pero sabíamos que nuestros encuentros —en el paseo, en la misa, en cartas clandestinas— eran tan dulces como frágiles. Su padre no me miraba mal, pero tampoco me miraba para yerno.
Así que hice lo único que podía hacer: no renunciar.
Mientras seguía trabajando para otros, comencé a labrar mi camino. Monté discretamente un lavadero y un pequeño boliche de fundición en la rambla de Mulería. Compraba tierras pobres, escorias viejas, y las trataba como si escondieran el secreto de la alquimia. Y en efecto, lo escondían: cada carga traída por los arrieros contenía polvo de plata. Ellos lo ignoraban; yo lo convertía en lingotes. Poco a poco, sin aspavientos, la plata empezó a entrar en mi casa. No con carreta ni escolta, pero sí con constancia. Calladamente.
Y entonces ocurrió lo inevitable.
Porque los secretos, en un pueblo, no duran. Un día los rumores llegaron a oídos del padre de Catalina, que era más diplomático que un embajador, y decidió abordarme en plena calle. Me tomó por sorpresa, y sin rodeos, me soltó:
—Antonio —me dijo—, me han contado que tienes interés por mi hija. ¿Es cierto?
Le respondí con la verdad. No podía ocultarla.
—Lo es, señor. Y mi intención es honesta: la quiero y deseo casarme con ella.
Me miró con gravedad, como si midiera cada palabra que estaba a punto de decirme.
—No me opongo, pero antes de que sigáis adelante, quiero que comprendas que Catalina vive con criados, un coche en exclusiva para ella sola y dos doncellas. Está acostumbrada a un nivel de vida que no debería perder al casarse. ¿Podrás tú dárselo?
Me lo dijo sin ofenderme, pero con toda la intención. Y yo, en vez de discutir, le propuse:
—Si me lo permite, venga usted a mi casa y juzgue por sí mismo.
Me siguió sin una palabra. Entramos en mi vivienda de la calle Torre Peñuela. Al abrir la puerta, un criado armado nos recibió. El caballero lo miró con cejas arqueadas, pero no dijo nada.
Lo conduje hasta la sala del fondo, cuya puerta abrí con dos llaves distintas. Dentro, la luz filtrada del patio caía sobre cinco baúles rebosantes de monedas y al fondo, una pila de lingotes de plata, uno sobre otro, hasta alcanzar casi mi estatura.
Fui abriendo los arcones uno a uno, con la serenidad de quien muestra no su riqueza, sino su determinación. Él, mudo. Al final, le pregunté:
—¿Cree usted que esto bastará para que Catalina no eche de menos su casa?
Sus ojos brillaron. Me puso la mano en el hombro y me dijo con un suspiro:
—¡Calla por Dios, Antoñico! Tienes más que yo… Tienes mucho más. Perdona mi desconfianza. Desde ahora, tienes mi bendición y puedes ver a mi hija en mi casa sin ocultaros.
Y así fue. Ya no hubo más secretos, ni cartas escondidas, ni encuentros furtivos.
Catalina y yo nos casamos meses después, bajo la mirada emocionada de nuestras familias y los cuchicheos sorprendidos del pueblo. Aquella boda no fue el final de mi lucha, sino el comienzo de una nueva vida, más plena, más mía. Y sí, con Catalina a mi lado.
Dicen que después fui Marqués de Almanzora y Conde de Algaida.
Pero lo que nunca dije —y ahora confieso ya viejo— es que todo título, todo lingote, todo duro, todo sudor, fue sólo para merecerla a ella.
Este relato está basado en la leyenda recogida por Antonio Molina Sánchez en su genial libro: Crónicas de Plata y Plomo.
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