Maleha es separada de la mano del Tuzaní en las revueltas de Purchena
A finales del siglo XVI, durante las revueltas moriscas en las Alpujarras, el destino de muchos hombres quedó sepultado bajo el peso de la guerra, la pérdida y el desarraigo. Esta es la historia de uno de ellos: un joven morisco sin nombre que lo perdió todo cuando su prometida, Maleha, desapareció en medio del caos.
Creyendo que la justicia solo podría encontrarse dentro del campamento enemigo, se alistó en el ejército del propio don Juan de Austria, no para traicionar, sino para investigar en silencio. Durante meses convivió con quienes consideraba sus enemigos, rastreando rumores y recogiendo fragmentos de verdad. Hasta que halló al culpable. Entonces lo desafió a duelo y lo mató sin huir, dispuesto a pagar el precio de su acto.
Lo que sigue es el diálogo entre ese hombre y don Juan de Austria, general del ejército cristiano y hermanastro del rey Felipe II. Un juicio que comienza con sospecha y termina en revelación. Un encuentro entre dos mundos que se enfrentan, no con espadas, sino con palabras. Y en el centro, el dolor de una historia personal, de amor perdido y dignidad invicta.
El amanecer apenas manchaba de luz la lona blanca de la tienda del general. Afuera, el campamento respiraba en silencio, como si supiera que algo inusual iba a pronunciarse ese día. Me arrojaron al suelo con violencia. Tenía las muñecas ensangrentadas, no por cadenas —no las llevé nunca—, sino por la empuñadura áspera de mi espada. La misma que acababa de atravesar el corazón de Francisco Garcés.
Me hicieron entrar al alba, cuando la luz aún no se atrevía a tocar del todo las banderas del campamento. No llevé cadenas. No porque se me tuviera por inocente, sino porque el crimen ya estaba hecho. Y fue justo.
Frente a mí, de pie como un árbol de invierno, estaba don Juan de Austria. El hijo del emperador. El conquistador de bastiones. El pacificador que en sus ojos llevaba el peso de guerras que otros decidieron.
—¿Eres tú el llamado Tuzaní? —inició don Juan.
—Eso dicen. No tengo otro nombre ya.
—Te acusan de haber asesinado a Francisco Garcés, soldado de esta corona. ¿Lo niegas?
El morisco lo miró sin miedo.
—No lo niego. Lo maté.
—¿En plena plaza? ¿Ante testigos?
—Sí. Y no me escondí.
Don Juan frunció el ceño. Se aproximó, caminando despacio, como tanteando la densidad invisible entre ambos.
—¿Por qué lo hiciste?
El Tuzaní se mantuvo en silencio unos segundos. Luego levantó la vista.
—Porque llevaba su rostro conmigo desde hacía meses, sin saberlo.
—Habla claro.
—La historia no comienza aquí, excelencia. Ni con Garcés ni con mi espada. Empieza con una mujer llamada Maleha.
Tuzaní ante don Juan de Austria confesando lo ocurrido.
—Nos íbamos a casar. En Purchena, donde aún se tejía esperanza entre las paredes. Maleha era luz. La clase de persona que hacía que uno olvidara la sombra.
—¿Qué ocurrió?
—Revueltas. Órdenes. Ruido de soldados en la sierra. Nos separamos en la confusión. Me dijeron que la habían llevado a la fuerza a Galera. Pero las versiones eran muchas. Ella no aparecía en ningún registro. Desapareció sin rastro. Yo... yo la busqué. Días, semanas, entre cadáveres y ruinas. Hasta que la encontré.
—¿Dónde?
—En una casa derruida en Galera. La camisa verde que bordó su madre aún la vestía. Tenía el rostro en paz. Una paz rota. No había sangre, ni heridas. Pero estaba muerta.
Don Juan bajó la mirada. El campamento respiraba con el viento leve que hacía vibrar la lona.
—¿Y no sabías quién había sido?
—No. Ni siquiera sabía si la habían matado o si se había quitado la vida. Solo sabía que alguien había quebrado su espíritu. Y yo... necesitaba un rostro. Un culpable.
—¿Y entonces?
—Entonces me alisté en vuestro ejército. Me hice útil para vuestra causa. Aprendí nombres. Oí historias. Y una noche, en un campamento en Oria, oí a Garcés. Hablaba entre risas, ebrio. No dijo su nombre. Pero describió el rostro. La camisa. Las palabras de súplica. Era Maleha.
El rostro de don Juan se endureció. El murmullo de los capitanes fue contenido por un gesto.
—¿Te cercioraste?
—Durante semanas. Esperé. Lo observé. Lo oí repetir la historia con distintas variantes. Siempre la camisa verde. Siempre el "botín difícil". Cuando ya no hubo duda, pedí permiso para ir a Baza. Allí lo enfrenté.
—¿Lo desafiaste?
—Sí. Me dijo que no entendía por qué lo buscaba. Yo le hablé de justicia. Él rió. Saqué la espada.
Don Juan caminó hacia una mesa y apoyó las dos manos en ella. Permaneció en silencio, mirando el mapa extendido.
—¿Y por qué no huiste después?
—Porque el rostro de Maleha no me habría dejado vivir en paz si lo hacía. Porque había terminado. Solo quedaba enfrentar lo que viniera.
Tuzaní encuentra el cuerpo de Maleha en un patio de la casa de unos familiares en Galera.
Uno de los capitanes dio un paso al frente:
—Esto es un acto de insubordinación y asesinato. No podemos tratarlo como excepción.
Pero don Juan alzó una mano.
—¡Silencio! ¿Cuántos hombres aquí podrían cargar una historia como la suya sin caer antes? —Este hombre ha cometido un crimen. Pero no es de los que se juzgan con espada ni soga. Lo juzgó el amor. Y perdió lo único que amaba.
Se volvió al Tuzaní:
—A veces el imperio comete errores que ningún perdón puede borrar. Pero un hombre puede dar testimonio… y vivir.
Le miró a los ojos. No había clemencia en su voz. Había comprensión.
—Tú no morirás hoy. No tenías nombre pero a partir de hoy ya lo tienes. Y serás recordado más tiempo del que vivan tus enemigos.
Se acercó, y sus ojos, por un momento, no fueron de juez, sino de hombre.
—Te ofrezco irte. Nadie te seguirá. Nadie te buscará. Ha terminado tu guerra.
El Tuzaní no respondió. Solo inclinó la cabeza. Salió de la tienda como había entrado: erguido, sin cadenas, con la historia escrita en los hombros.
Garcés ebrio, se confiesa de manera jocosa delante de sus compañeros sin imaginar que el Tuzaní estaba provocando esta situación para que confesara.
Bajo un cielo sin nubes, junto al hueco de piedra donde dejó sus últimas palabras escritas con carbón, el Tuzaní desplegó la miniatura. Maleha sonreía aún desde el óvalo de marfil.
Ya no buscaba justicia. Solo paz.
Ya no tenía nombre. Pero tenía memoria.
Y con eso, bastaba.
Duelo entre Garcés y Tuzaní.
El Tuzaní es un personaje que despierta la imaginación y el misterio, y no es para menos. Su vida es una saga épica de amor, traición, honor y guerra que cautivó a uno de los más grandes de la literatura: Pedro Calderón de la Barca.
De hecho, la historia del Tuzaní inspiró a Calderón a escribir su obra teatral Amar después de la muerte o el Tuzaní de las Alpujarras. Basándose en los escritos del novelista e historiador Ginés Pérez de Hita, Calderón no solo relató los hechos de la guerra de las Alpujarras, sino que los interpretó como una sublevación desesperada, casi suicida, a la que los moriscos fueron empujados.
Lo más fascinante es que Calderón no los presenta como enemigos de España, sino como españoles a los que no se les permite serlo. El clímax de la obra se vive en Galera, la ciudad arrasada por Juan de Austria, que se convierte en un símbolo trágico de una nación mutilada.
Y, aunque las localidades de Fines y Cantoria se disputan el honor de ser su lugar de nacimiento, la verdad es que su historia trasciende cualquier frontera. La vida del Tuzaní es un relato universal que nos sigue cautivando.
Tuzaní con la imagen de Maleha